MISTICA CIUDAD DE DIOS

VIDA DE LA VIRGEN MARIA

María de Jesús Agreda

LIBRO IV

CAPITULO 1
Conoce el Santo José el embarazo de su esposa María Virgen y entra en grande cuidado sabiendo que en él no tenía parte.

CAPITULO 2
Se aumentan los recelos a San José, determina dejar a su esposa y hace oración sobre ello.

CAPITULO 3
Habla el ángel del Señor a San José en sueños y le declara el misterio de la Encarnación, y los efectos de esta embajada.

CAPITULO 4
Pide San José perdón a María Santísima su esposa, y la divina Señora le consuela con gran prudencia.

CAPITULO 5
Determina San José servir en todo con reverencia a María Santísima, y lo que Su Alteza hizo, y otras cosas del modo de proceder de entrambos.

CAPITULO 6
Algunas conferencias y pláticas de María Santísima y José en cosas divinas, y otros sucesos admirables.

CAPITULO 7
Previene María Santísima las mantillas y fajos para el niño Dios con ardentísimo deseo de verle ya nacido de su vientre.

CAPITULO 8
Se publica el edicto del emperador César Augusto de empadronar todo el imperio, y lo que hizo San José cuando lo supo.

CAPITULO 9
La jornada que Maria Santísima hizo de Nazaret a Belén en compañía del santo esposo José, y los ángeles que la asistían.

CAPITULO 10
Nace Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén dé Judea.

CAPITULO 11
Cómo los santos ángeles evangelizaron en diversas partes el nacimiento de nuestro Salvador, y los pastores vinieron a adorarle.

CAPITULO 12
Lo que se le ocultó al demonio del misterio del nacimiento del Verbo humanado y otras cosas hasta la Circuncisión.

CAPITULO 13
Conoció María Santísima la voluntad del Señor para que su Hijo unigénito se circuncidase, y trátalo con San José; viene del cielo el nombre santísimo de Jesús.

CAPITULO 14
Circuncidan al niño Dios y le ponen por nombre Jesús.

CAPITULO 15
Persevera María Santísima con el niño Dios en el portal del nacimiento hasta la venida de los Reyes.

CAPITULO 16
Vienen los tres Reyes magos del oriente y adoran al Verbo humanado en Belén.

CAPITULO 17
Vuelven los Reyes magos por segunda vez a ver y adorar al infante Jesús, le ofrecen sus dones y despedidos toman otro camino para sus tierras.

CAPITULO 18
Distribuyen María Santísima y José los dones de los Reyes magos y se detienen en Belén hasta la presentación del infante Jesús en el templo.

CAPITULO 19
Parten María Santísima y José con el infante Jesús de Belén a Jerusalén, para presentarle en el templo y cumplir la ley.

CAPITULO 20
De la presentación del infante Jesús en el templo y lo que sucedió en ella.

CAPITULO 21
Previene el Señor a María Santísima para la fuga a Egipto, habla el ángel a San José y otras advertencias en todo esto.

CAPITULO 22
Comienzan la jornada a Egipto Jesús, María y José, acompañados de los espíritus angélicos, y llegan a la ciudad de Gaza.

CAPITULO 23
Prosiguen las jornadas Jesús, María y José de la ciudad de Gaza hasta Heliópolis de Egipto.

CAPITULO 24
Llegan á Egipto los peregrinos Jesús, María y José con algún rodeo hasta la ciudad de Heliópolis y suceden grandes maravillas.

CAPITULO 25
Toman asiento en la ciudad de Heliópolis Jesús, María y José por voluntad divina; ordenan allí su vida el tiempo de su destierro.

CAPITULO 26
De las maravillas que en Heliópolis de Egipto obraron el infante Jesús y su Madre Santísima y San José.

CAPITULO 27
Determina Herodes la muerte de los inocentes, conócelo María Santísima y esconden a San Juan de la muerte.

CAPITULO 28
Habla el infante Jesús a San José cumplido un año y trata la Madre Santísima de ponerle en pie y calzarle y comienza a celebrar los días de la Encarnación y nacimiento.

CAPITULO 29
Viste la Madre Santísima al infante Jesús la túnica inconsútil y le calza, y las acciones y ejercicios que el mismo Señor hacía.

CAPITULO 30
Vuelven de Egipto a Nazaret Jesús, María y José por la voluntad del Altísimo.

LIBRO IV

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CONTIENE LOS RECELOS DE SAN JOSÉ, CONOCIENDO EL EMBARAZO DE MARÍA SANTÍSIMA; EL NACIMIENTO DE CRISTO NUESTRO SEÑOR; SU CIRCUNCISIÓN; LA ADORACIÓN DE LOS REYES Y PRESENTACIÓN DEL INFANTE JESÚS EN EL TEMPLO; LA FUGA A EGIPTO, MUERTE DE LOS INOCENTES Y LA VUELTA A NAZARET.

CAPITULO 1

Conoce el Santo José el embarazo de su esposa María Virgen y entra en grande cuidado sabiendo que en él no tenía parte.

375. Del divino embarazo de la Princesa del cielo corría ya el quinto mes cuando el castísimo José, esposo suyo, había comenzado a tener algún reparo en la disposición y crecimiento de su vientre virginal; porque en la perfección natural y elegancia de la divina esposa, como arriba dije (Cf. Sutra n.115), se podía ocultar menos y descubrirse más cualquiera señal y desigualdad que tuviera. Un día, saliendo María Santísima de su oratorio, la miró con este cuidado San José y conoció con mayor certeza la novedad (MT 1,18), sin que pudiese el discurso desmentir a los ojos en lo que les era notorio. Quedó el varón de Dios herido el corazón con una flecha de dolor que le penetró hasta lo más íntimo, sin hallar resistencia a las fuerzas de sus causas que a un mismo tiempo se juntaron en su alma. La primera el amor castísimo, pero muy intenso y verdadero, que tenía a su fidelísima esposa, donde desde el principio estaba su corazón más que en depósito, y con el agradable trato y santidad sin semejante de la gran Señora se había confirmado más este vínculo del alma de San José en obsequio suyo. Y como ella era tan perfecta y cabal en la modestia y humilde severidad, entre el respeto cuidadoso de servirla, tenía el Santo José un deseo, como natural a su amor, de la correspondencia del de su esposa. Y esto ordenó así el Señor para que con el cuidado de esta recíproca satisfacción le tuviese mayor el santo en servir y estimar a la divina Señora.

376. Cumplía con esta obligación San José como fidelísimo esposo y despensero del sacramento que aún le estaba oculto; y cuanto era más atento a servir y venerar a su esposa y su amor era purísimo y castísimo, santo y justo, tanto era mayor el deseo de que ella le correspondiese; auhjnque jamás se lo manifestó ni le habló en esto, así por la reverencia a que le obligaba la majestad humilde de su esposa, como porque no le había sido molesto aquel cuidado a vista de su trato y comunicación, conversación y pureza más que de ángel. Pero cuando se halló en este aprieto, testificándole la vista la novedad que no podía negarle, quedó su alma dividida con el sobresalto. Aunque satisfecho que en su esposa había aquel nuevo accidente, no dio al discurso más de lo que no pudo negar a los ojos, porque como era varón santo y recto (MT 1,19), aunque conoció el efecto, suspendió el juicio de la causa; porque si se persuadiera a que su esposa tenía culpa, sin duda el santo muriera de dolor naturalmente.

377. Se juntó a esta causa la certeza de que no tenía parte en el embarazo que conocía por sus ojos, y que la deshonra era por esto inevitable, cuando se llegase a saber. Y este cuidado era de tanto peso para San José, cuanto él era de corazón más generoso y honrado y con su gran prudencia sabía ponderar el trabajo de la deshonra propia y de su esposa, si llegaban a padecerla. Y la tercera causa, que daba mayor torcedor al santo esposo, era el riesgo de entregar a su esposa para que conforme a la ley fuese apedreada (Lev 20,10; DDT 22,23-24) que era el castigo de las adúlteras si fuese convencida de este crimen. Entre estas consideraciones, como entre puntas de acero, se halló el corazón de San José herido de una pena o de muchas juntas, sin hallar de improviso otro sagrado con que aliviarse más de la asentada satisfacción que tenía de su esposa. Pero como todas las señales testificaban la impensada novedad y no se le ofrecía al santo varón alguna salida contra ellas, ni tampoco se atrevía a comunicar su dolorosa aflicción con persona alguna, se hallaba rodeado de los dolores de la muerte (Sal 17,5) y sentía con experiencia que la emulación es dura como el infierno (Kant 8,6).

378. Quería discurrir a solas, y el dolor le suspendía las potencias. Si el pensamiento quería seguir al sentido en las sospechas, todas se desvanecían como el hielo a la fuerza del sol y como el humo en el viento, acordándose de la experimentada santidad de su recatada y advertida esposa. Si quería suspender el afecto de su castísimo amor, no podía, porque siempre la hallaba digno objeto de ser amado, y la verdad, aunque oculta, tenía más fuerzas para atraer que el engaño aparente de la infidelidad para desviarle. No se podía romper aquel vínculo asegurado con fiadores tan abonados de verdad, de razón y de justicia. Para declararse con su divina esposa, no hallaba conveniencia, ni tampoco se lo permitía aquella igualdad severa y divinamente humilde que en ella conocía. Y aunque veía la mudanza en el vientre, no correspondía el proceder tan puro y santo a tal descuido como se pudiera presumir, porque aquella culpa no se compadecía con tanta pureza, igualdad, santidad, discreción, y con todas las gracias juntas en que era manifiesto el aumento cada día en María Santísima.

379. Apeló de sus penas el santo esposo José para el tribunal del Señor, por medio de la oración, y puesto en su presencia, dijo: “Altísimo Dios y Señor eterno, no son ocultos a vuestra divina presencia mis deseos y gemidos. Combatido me hallo de las violentas olas que por mis sentidos han llegado a herir mi corazón. Yo le entregué seguro a la esposa que recibí de vuestra mano. De su grande santidad he confiado (Prov. 31,11), y los testigos de la novedad que en ella veo me ponen en cuestión de dolor y temor de frustrarse mis esperanzas. Nadie que hasta hoy la ha conocido, pudo poner duda en su recato y excelentes virtudes, pero tampoco puedo negar que está preñada. Juzgar que ha sido infiel y que os ha ofendido, será temeridad a la vista de tan peregrina pureza y santidad; negar lo que la vista me asegura, es imposible; mas no lo será morir a fuerza de esta pena, si aquí no hay encerrado algún misterio que yo no alcanzo. La razón la disculpa, el sentido la condena. Ella me oculta la causa del embarazo, yo le veo; ¿qué he de hacer? Conferimos al principio los votos de castidad que entrambos prometimos para vuestra gloria, y si fuera posible que hubiera violado vuestra fe y la mía, yo defendiera vuestra honra y por vuestro amor depusiera la mía. Pero ¿cómo tal pureza y santidad en todo lo demás se puede conservar, si hubiera cometido tan grave crimen? ¿Y cómo siendo santa y tan prudente me cela este suceso? Suspendo el juicio y me detengo, ignorando la causa de lo que veo. Derramo en vuestra presencia (Sal 141,3) mi afligido espíritu, OH Dios de Abrahán, de Isaac y Jacob. Recibid mis lágrimas en acepto sacrificio, y si mis culpas merecieron vuestra indignación, obligaos, Señor, de vuestra propia clemencia y benignidad y no despreciéis tan vivas penas. No juzgo que María os ha ofendido, pero tampoco, siendo yo su esposo, puedo presumir misterio alguno de que no puedo ser digno. Gobernad mi entendimiento y corazón con vuestra luz divina, para que yo conozca y ejecute lo más acepto a vuestro beneplácito.”

380. Perseveró en esta oración San José con muchos más afectos y peticiones; porque si bien se le representó que había algún misterio que él ignoraba en el embarazo de María Santísima, pero no se aseguraba en esto, porque no tenía más razones de las que por mayor se le ofrecían y para dar salida al juicio de que tenía culpa en el embarazo, respetando la santidad de la divina Señora; y así no llegó al pensamiento del santo que podía ser Madre del Mesías. Suspendía las sospechas algunas veces, y otras se las aumentaban y arrastraban las evidencias, y así fluctuando padecía impetuosas olas por una y otra parte; y de mareado y rendido solía quedarse en una penosa calma, sin determinarse a creer cosa alguna con que vencer la duda y aquietarse el corazón y obrar conforme la certeza que de una parte u otra tuviera para gobernarse. Por esto fue tan grande el tormento de San José, que pudo ser evidente prueba de su incomparable prudencia y santidad, y merecer con este trabajo que le hiciera Dios idóneo para el singular beneficio que le prevenía.

381. Todo lo que pasaba por el corazón de San José en secreto era manifiesto a la Princesa del cielo, que lo estaba mirando con ciencia divina y luz que tenía; y aunque su santísimo corazón estaba lleno de ternura y compasión de lo que padecía su esposo, no le hablaba palabra en ello, pero le servía con sumo rendimiento y cuidado. Y el varón de Dios al descuido la miraba con mayor cuidado que otro hombre jamás ha tenido; y como sirviéndole a la mesa y en otras ocupaciones domésticas la gran Señora, aunque el embarazo no era grave ni penoso, hacía algunas acciones y movimientos con que era forzoso descubrirse más, atendía a todo San José y se certificaba más de la verdad con mayor aflicción de su alma. Y no obstante que era santo y recto, pero después que se desposó con María Santísima, se dejaba respetar y servir de ella, guardando en todo la autoridad de cabeza y varón, aunque lo templaba con rara humildad y prudencia. Pero mientras ignoró el misterio de su esposa juzgó que debía mostrarse siempre superior con la templanza conveniente, a imitación de los padres antiguos y patriarcas, de quienes no debía degenerar, para que las mujeres fuesen obedientes y rendidas a sus maridos. Y tenía razón en este modo de gobernarse, si María Santísima, Señora nuestra, fuera como las demás mujeres. Mas aunque era tan diferente, ninguna hubo ni habrá jamás tan obediente, humilde y sujeta a su marido como lo estuvo la Reina eminentísima a su esposo. Le servía con incomparable respeto y puntualidad; y aunque conocía sus cuidados y atención a su embarazo, no por eso se excusó de hacer todas las acciones que le tocaban, ni cuidó de disimular ni excusar la novedad de su divino vientre; porque este rodeo y artificio o duplicidad no se compadecía con la verdad y candidez angélica que tenía, ni con la generosidad y grandeza de su nobilísimo corazón.

382. Bien pudiera la gran Señora alegar en su abono la verdad de su inocencia inculpable y la testificación de su prima Santa Isabel y Zacarías, porque en aquel tiempo era cuando San José, si sospechara culpa en ella, se la podía mejor atribuir; y por este modo, o por otros, aunque no le manifestara el misterio, se podía disculpar y sacar de cuidado a San José. Pero nada hizo la Maestra de la prudencia y humildad, porque no se compadecía con estas virtudes volver por sí y fiar la satisfacción de tan misteriosa verdad de su propio testimonio; todo lo remitió con gran sabiduría a la disposición divina. Y aunque la compasión de su esposo y el amor que le tenía la inclinaban a consolarle y despenarle, no lo hizo disculpándose ni ocultando su preñez, sino sirviéndole con mayores demostraciones y procurando regalarle y preguntándole lo que deseaba y quería que ella hiciese y otras demostraciones de rendimiento y amor. Muchas veces le servía de rodillas, y aunque algo consolaba esto a San José, por otra parte le daba mayores motivos de afligirse, considerando las muchas causas que tenía para amar y estimar a quien no sabía si le había ofendido. Hacía la divina Señora continua oración por él y pedía el Altísimo le mirase y consolase; y remitíase toda a la voluntad de Su Majestad.

383. No podía San José ocultar del todo su amarguísima pena, y así estaba muchas veces pensativo, triste, suspenso; y llevado de este dolor hablaba a su divina esposa con alguna severidad más que antes, porque éste era como efecto inseparable de su afligido corazón y no por indignación ni venganza; que esto nunca llegó a su pensamiento, como se verá adelante (Cf. infra n.388). Pero la prudentísima Señora no mudó su semblante ni hizo demostración alguna de sentimiento, antes por esto cuidaba más del alivio de su esposo. Le servía a la mesa, le daba el asiento, le traía la comida, le administraba la bebida, y después de todo esto, que hacía con incomparable gracia, la mandaba San José que se asentase y cada hora se iba asegurando más en la certeza del embarazo. No hay duda que fue esta ocasión una de las que más ejercitaron no sólo a San José, pero a la Princesa del cielo, y que en ella se manifestó mucho la profundísima humildad y sabiduría de su alma santísima, y dio lugar el Señor a ejercitar y probar todas sus virtudes; porque no sólo no le mandó callar el sacramento de su embarazo, pero no le manifestó su voluntad divina tan expresamente como en otros sucesos. Todo parece lo remitió Dios y lo fió de la ciencia y virtudes divinas de su escogida esposa, dejándola obrar con ellas sin otra especial ilustración o favor. Daba ocasión la divina providencia a María Santísima y a su fidelísimo esposo José, para que respectivamente cada uno ejercitase con heroicos actos las virtudes y dones que les había infundido, y se deleitaba a nuestro entender con la fe, esperanza y amor, con la humildad, paciencia, quietud y serenidad de aquellos cándidos corazones en medio de tan dolorosa aflicción. Y para engrandecer su gloria y dar al mundo este ejemplar de santidad y prudencia y oír los clamores dulces de la Madre Santísima y su castísimo esposo, que le eran gratos y agradables; y que se hacía como sordo a nuestro entender porque los repitiesen, y disimulaba el responderles hasta el tiempo oportuno y conveniente.

Doctrina de la Santísima Reina y Señora nuestra.

384. “Hija mía carísima, altísimos son los pensamientos y fines del Señor, y su providencia con las almas es fuerte y suave, y en el gobierno de todas admirable, especialmente de sus amigos y escogidos. Y si los mortales acabasen de conocer el amoroso cuidado con que atiende a dirigirlos y encaminarlos este Padre de las misericordias, descuidarían más de sí mismos y no se entregarían a tan molestos, inútiles y peligrosos cuidados con que viven afanados y solicitando varias dependencias de otras criaturas; porque se dejarían seguros a la sabiduría y amor infinito, que con dulzura y suavidad paternal cuidaría de todos sus pensamientos, palabras y acciones y de todo lo que les conviene. No quiero que tú ignores esta verdad; pero que entiendas del Señor cómo desde su eternidad tiene en su mente divina presentes a todos los predestinados que han de ser en diversos tiempos y edades, y con la invencible fuerza de su infinita sabiduría y bondad va disponiendo y encaminando todos los bienes que les convienen, para que al fin se consiga lo que de ellos tiene el Señor determinado.

385. “Por esto le importa tanto a la criatura racional dejarse encaminar de la mano del Señor, entregándose toda a su disposición divina; porque los hombres mortales ignoran sus caminos y el fin que por ellos han de tener, y no pueden por sí mismos hacer elección con su insipiencia, si no es con grande temeridad y peligro de su perdición. Pero si se entregan de todo corazón a la providencia del Altísimo, reconociéndole por Padre y a sí mismos por hijos y hechuras suyas, Su Majestad se constituye por su protector, amparo y gobernador con tanto amor, que quiere conozca el cielo y la tierra cómo es oficio que le toca a él mismo gobernar a los suyos y gobernar a los que de él se fían y se le entregan. Y si fuera Dios capaz de recibir pena o de tener celos como los hombres, los tuviera de que otra criatura se hiciera parte en el cuidado de las almas, y de que ellas acudan a buscar cosa alguna de las que necesitan en otro alguno fuera del mismo Señor, que lo tiene por su cuenta. Y no pueden los mortales ignorar esta verdad, si consideran lo que entre ellos mismos hace un padre por sus hijos, un esposo por su esposa, un amigo con otro y un príncipe con el privado a quien ama y quiere honrar. Todo esto es nada en comparación del amor que Dios tiene a los suyos y lo que quiere y puede hacer por ellos.

386. “Pero aunque por mayor y en general crean esta verdad los hombres, ninguno puede alcanzar cuál es el amor divino y sus efectos particulares con las almas que totalmente se resignan y dejan a su voluntad. Ni lo que tú, hija mía, conoces, lo puedes manifestar, ni conviene, mas no lo pierdas de vista en el Señor. Su Majestad dice (Lc 21,18) que no perecerá un cabello de sus electos, porque todos los tiene numerados. El gobierna sus pasos a la vida y se los desvía de la muerte, atiende a sus obras, corrige sus defectos con amor, se adelanta a sus deseos, se anticipa en sus cuidados, defiéndeles en el peligro, los regala en la quietud, los conforta en la batalla, les asiste en la tribulación; defiéndelos del engaño con su sabiduría, las santifica con su bondad, fortalécelos con su poder; y como infinito, a quien nadie puede resistir ni impedir su voluntad, así ejecuta lo que puede y puede todo lo que quiere y quiere entregarse todo al justo que está en gracia y se fía de sólo él. ¡Quién puede ponderar cuántos y cuáles serán los bienes que derrama en un corazón dispuesto de esta manera para recibirlos!

387. “Si tú, amiga mía, quieres que te alcance esta buena dicha, imítame con verdadero cuidado y conviértelo todo desde hoy a conseguir con eficacia una verdadera resignación en la Providencia divina. Y si te enviare tribulaciones, penas o trabajos, recíbelos y abrázalos con igual corazón y serenidad, con quietud de tu espíritu, paciencia, fe viva y esperanza en la bondad del Altísimo, que siempre te dará lo más seguro y conveniente para tu salvación. No hagas elección de cosa alguna, que Dios sabe y conoce tus caminos; fíate de tu Padre y Esposo celestial, que con amor fidelísimo te patrocina y ampara; atiende a mis obras, pues no se ocultan: y advierte que fuera de los trabajos que tocaron a mi Hijo Santísimo, el mayor que padecí en mi vida fue el de las tribulaciones de mi esposo José y sus penas en la ocasión que vas escribiendo.”

CAPITULO 2

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Se aumentan los recelos a San José, determina dejar a su esposa y hace oración sobre ello.

388. En la tormenta de cuidados que combatían al rectísimo corazón de San José, procuraba tal vez con su prudencia buscar alguna calma y cobrar aliento en su afligido ahogo, discurriendo a solas y procurando reducir a duda el embarazo de su esposa, pero de este engaño le sacaba cada día el aumento del vientre virginal, que con el tiempo se iba manifestando con mayores evidencias; y no hallaba otra causa el Santo glorioso adonde recurrir, y ésta se le frustraba y era poco constante, pues pasaba de la duda que buscaba a la certeza vehemente, cuanto más crecía el embarazo. Y en sus aumentos estaba más agradable y sin sospecha de otros achaques la divina Princesa, que de todas maneras la iba perfeccionando en hermosura, salud, agilidad y belleza; cebos y motivos mayores de la sospecha y lazos de su castísimo amor y pena, sin poder apartar todos esos efectos a un tiempo con varias olas que le atormentaban y de manera le rindieron, que llegó a persuadirse del todo en la evidencia. Y aunque siempre se conformaba su espíritu con la voluntad de Dios, pero la carne enferma sintió lo sumo del dolor del alma, con que llegó a su punto, donde no halló salida alguna en la causa de su tristeza. Sintió quebranto o deliquio en las fuerzas del cuerpo, que aunque no llegó a ser enfermedad determinada, con todo eso se le debilitaron las fuerzas y puso algo demacrado, y se le conocía en el rostro la profunda tristeza y melancolía que le afligía. Y como la padecía tan a solas sin buscar el alivio de comunicarla o desahogar por algún camino el aprieto de su corazón, como lo hacen ordinariamente los otros hombres, con esto venía a ser más grave y menos reparable naturalmente la tribulación que el Santo padecía.

389. No era menos dolor el que a María Santísima penetraba el corazón; pero aunque era grandísimo, era también mayor el espacio de su dilatadísimo y generoso ánimo y con él disimulaba sus penas, pero no el cuidado que le daban las de San José su esposo; con que determinó asistirle más y cuidar de su salud y regalo. Pero como en la prudentísima Reina era inviolable ley el obrar todas las acciones en plenitud de sabiduría y perfección, callaba siempre la verdad del misterio que no tenía orden de manifestar, y aunque sola ella era la que pudiera aliviar a su esposo José por este camino, no lo hizo por respetar y guardar el sacramento del Rey celestial. Por sí misma hacía cuanto podía; le hablaba en su salud y le preguntaba qué deseaba hiciese ella para su servicio y alivio del achaque que tanto le desfallecía. Le rogaba tomase algún descanso y regalo, pues era justo acudir a la necesidad y reparar las fuerzas desfallecidas del cuerpo para trabajar después por el Señor. Atendía San José a todo lo que su esposa divina hacía, y ponderando consigo aquella virtud y discreción y sintiendo los efectos santos de su trato y presencia, dijo: “¿Es posible que mujer de tales costumbres y donde tanto se manifiesta la gracia del Señor, me ponga a mí en tal tribulación? ¿Cómo se compadece esta prudencia y santidad con las señales que veo de haber sido infiel a Dios, y a mí, que tan de corazón la amo? Si quiero despedirla o alejarme, pierdo su deseable compañía, todo mi consuelo, mi casa y mi quietud. ¿Qué bien hallaré como ella, si me retiro? ¿Qué consuelo, si me falta éste? Pero todo pesa menos que la deshonra de tan infeliz fortuna y que de mí se entienda he sido cómplice en algún delito. Ocultarse el suceso, no es posible, porque todo lo ha de manifestar el tiempo, aunque yo ahora lo disimule y calle. Hacerme yo autor de este embarazo, será mentira vil contra mi propia conciencia y reputación. Ni lo puedo reconocer por mío, ni atribuirlo a la causa que ignoro. Pues ¿qué haré en tal aprieto? El menor de mis males será ausentarme y dejar mi casa, antes que llegue el parto, en que me hallaré más confuso y afligido, sin saber qué consejo y determinación tomaré, viendo en mi casa hijo que no es mío.”

390. La Princesa del cielo, que con gran dolor miraba la determinación de su esposo San José en dejarla y ausentarse, se convirtió a los santos ángeles y custodios suyos, y les dijo: “Espíritus bienaventurados y ministros del supremo Rey que os levantó a la felicidad de que gozáis y por su dignación me acompañáis como fidelísimos siervos suyos y centinelas mías, yo os pido, amigos míos, que presentéis a su clemencia las aflicciones de mi esposo José. Pedid que le consuele y mire como verdadero Dios y Padre. Y vosotros, que prestamente obedecéis a sus palabras, oíd también mis ruegos; por el que siendo infinito se quiso encarnar en mis entrañas, os lo pido, ruego y suplico, que sin dilación acudáis al aprieto en que se halla el corazón fidelísimo de mi esposo, y aliviándole de sus penas le quitéis del ánimo y pensamiento la determinación que ha tomado de ausentarse.” Obedecieron a su Reina los ángeles que destinó para este fin y luego ocultamente enviaron al corazón de San José muchas inspiraciones santas, persuadiéndole de nuevo que su esposa María era santa y perfectísima, que no se podía creer de ella cosa indigna, que Dios era incomprensible en sus obras y ocultísimo en sus rectos juicios y que siempre era fidelísimo en los que confían en él, que a nadie desprecia ni desampara en la tribulación.

391. Con estas y otras inspiraciones santas se sosegaba un poco el turbado espíritu de San José, aunque no sabía por el orden que le venían; pero como el objeto de su tristeza no se mejoraba, luego volvía a ella sin hallar salida de cosa fija y cierta en que asegurarse, y volvió a renovar los intentos de ausentarse y dejar a su esposa. Conociendo esto la divina Señora, juzgó que ya era necesario prevenir este peligro y pedir al Señor con más instancia el remedio. Se convirtió toda a su Hijo santísimo que tenía en su vientre, y con íntimo afecto y fervor le dijo: Señor y bien de mi alma, si me dais licencia, aunque soy polvo y ceniza, hablaré en vuestra presencia real y manifestaré mis gemidos que a vos no pueden esconderse. Justo es, Dueño mío, que yo no sea remisa en ayudar al esposo que me disteis de vuestra mano. Lo veo en la tribulación que está puesto, por vuestra providencia, y no será piedad dejarle en ella. Si hallo gracia en vuestros ojos (Ex 34,9), os suplico, Señor y Dios eterno, por el amor que os obligó a venir a las entrañas de vuestra esclava para remedio de los hombres, tengáis por bien de consolar a vuestro siervo José y disponerle para que ayude al cumplimiento de vuestras grandes obras. No estará bien vuestra esclava sin esposo que la ampare y patrocine y le sirva de resguardo. No permitáis, Dios y Señor mío, que ejecute su determinación y ausentándose me deje.”

392. Respondió el Altísimo a esta petición: “Paloma y amiga mía, yo acudiré con presteza al consuelo de mi siervo José y, en declarándole yo por medio de mi ángel el sacramento que ignora, le podrás hablar en él con claridad todo lo que contigo he obrado, sin que para adelante guardes en esto más silencio. Yo le llenaré de mi espíritu y le haré capaz de lo que debe hacer en estos misterios. Y él te ayudará en ellos y te asistirá a todo lo que te sucediere.” Con esta promesa del Señor quedó María Santísima confortada y consolada, dando rendidas gracias al mismo Señor que con tan admirable orden disponía todas las cosas en medida y peso (Sab 11,21); porque a más del consuelo que tuvo la gran Señora, quedando sin aquel cuidado, conoció cuán conveniente era para su esposo José haber padecido aquella tribulación en que se probase y dilatase su espíritu para las cosas grandes que se habían de fiar de él.

393. Al mismo tiempo estaba San José confiriendo sus dudas consigo mismo, habiendo ya pasado dos meses en esta gran tribulación; y vencido de la dificultad, dijo: “Yo no hallo medio más oportuno a mi dolor que ausentarme. Mi esposa confieso que es perfectísima, y nada veo en ella que no la acredite por santa, pero al fin está preñada y no alcanzo este misterio. No quiero ofender su virtud con entregarla a la ejecución de la ley, pero tampoco puedo aguardar el suceso del embarazo. Partiré luego y me dejaré a la providencia del Señor que me gobierne.” Determinó partir aquella noche siguiente, y para la jornada previno un vestido que tenía con alguna ropa que mudarse, y todo lo juntó en un fardelillo. Había cobrado un poco de dinero que de su trabajo le debían y con esta recámara dispuso partir a media noche. Pero por la novedad del caso, y por la costumbre, habiéndose recogido con este intento, hizo oración al Señor, y le dijo: “Altísimo Dios eterno de nuestros padres Abrahán, Isaac y Jacob, verdadero y único amparo de los pobres y afligidos, manifiesto es a vuestra clemencia el dolor y aflicción de que mi corazón está poseído, y también, Señor, conocéis, aunque soy indigno, mi inocencia en la causa de mi pena y la infamia y peligro que me amenaza del estado de mi esposa. No la juzgo por adúltera, porque conozco en ella grandes virtudes y perfección, pero con certeza veo que está preñada. La causa y el modo del suceso yo lo ignoro, mas no le hallo salida en que quietarme. Determino por menor daño el alejarme de ella a donde nadie me conozca y entregado a vuestra providencia acabaré mi vida en un desierto. No me desamparéis, Señor mío y Dios eterno, porque sólo deseo vuestra mayor honra y servicio.”

394. Se postró en tierra San José haciendo voto de llevar al templo de Jerusalén a ofrecer parte de aquel poco dinero que tenía para su viaje; y esto era porque Dios amparase y defendiese a su esposa María de las calumnias de los hombres y la librase de todo mal. Tanta era la rectitud del varón de Dios y el aprecio que hacía de la divina Señora. Después de esta oración se recogió a dormir un poco, para salirse a media noche a excusa de su esposa; y en el sueño le sucedió lo que diré en el capítulo siguiente. La gran Princesa del cielo, segura de la divina palabra, estaba desde su retiro mirando lo que San José hacía y disponía; que el Todopoderoso se lo mostraba. Y conociendo el voto que por ella había hecho y el fardillo y peculio tan pobre que había prevenido, llena de ternura y compasión, hizo nueva oración por él con hecho de gracias, alabando al Señor en sus obras y en el orden con que las dispone sobre todo el pensamiento de los hombres. Dio lugar Su Majestad para que entrambos, María Santísima y San José, llegasen al extremo del aprieto y dolor interior, para que, a más de los méritos que con este dilatado martirio acumulaban, fuese más admirable y estimable el beneficio de la consolación divina. Y aunque la gran Señora estaba constantísima en la fe y esperanza de que el Altísimo acudiría oportunamente el remedio de todo, y por esto callaba y no manifestaba el sacramento del Rey, que no le había mandado declarar, con todo eso la afligió muchísimo la determinación de San José; porque se le representaron los grandes inconvenientes de dejarla sola, sin arrimo y compañía que la amparase y consolase por el orden común y natural, pues no todo se había de buscar por orden milagroso y sobrenatural. Pero todos estos ahogos no fueron bastantes a que faltase a ejercitar virtudes tan excelentes como la de la magnanimidad, tolerando las aflicciones, sospechas y determinaciones de San José; la de la prudencia, mirando que el sacramento era grande y que no era bien por sí determinarse en descubrirle; la del silencio, callando como mujer fuerte, señalándose entre todas, sabiendo detenerse en no decir lo que tantas razones humanas había para hablar; la paciencia, sufriendo; y la humildad, dando lugar a las sospechas de San José. Y otras muchas virtudes ejercitó admirablemente en este trabajo, con que nos enseñó a esperar el remedio del Altísimo en las mayores tribulaciones.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María Santísima.

395. “Hija mía, la doctrina que te doy, con el ejemplar que has escrito de mi silencio, sea que le tengas por arancel para gobernarte en los favores y sacramentos del Señor, guardándolos en el secreto de tu pecho. Y aunque te parezca conveniente para el consuelo de alguna alma manifestarlos, este juicio no le debes hacer por ti sola, sin primero consultarlo con Dios y después con la obediencia; porque estas materias espirituales no se han de gobernar por afecto humano, donde obran tanto las pasiones o inclinaciones de la criatura, y con ellas hay grande peligro de que juzgue por conveniente lo que es pernicioso y por servicio de Dios lo que es ofensa suya; y el discernir entre los movimientos interiores, conociendo cuáles son divinos que nacen de la gracia, y cuáles humanos, engendrados de afectos desordenados, esto no se alcanza con los ojos de la carne y de la sangre. Y aunque distan mucho estos dos afectos y sus causas, con todo eso, si la criatura no está muy ilustrada y muerta a las pasiones, no puede conocer esta diferencia ni separar lo precioso de lo vil. Y este peligro es mayor cuando concurre o interviene algún motivo temporal y humano, porque entonces el amor propio y natural se suele introducir a dispensar y gobernar las cosas divinas y espirituales con repetidos y peligrosos precipicios.

396. “Sea, pues, documento general, que si no es a quien te gobierna, jamás sin orden mío declares cosa alguna. Y pues yo me he constituido por tu maestra, no faltaré a darte orden y consejo en esto y en todo lo demás, para que no te desvíes de la voluntad de mi Hijo Santísimo. Pero advierte que hagas grande aprecio de los favores y beneficios del Altísimo. Trátalos con magnificencia (Eclo 39,20), y prefiere su estimación, agradecimiento y ejecución a todas las cosas inferiores, y más a las que son de tu inclinación. A mí me obligó mucho al silencio el temor reverencial que tuve, juzgando como debía por tan estimable el tesoro que en mí estaba depositado. Y no obstante la obligación natural y el amor que tenía a mi señor y esposo San José y el dolor y compasión de sus aflicciones de que yo deseara sacarle, disimulé y callé, anteponiendo a todo el gusto del Señor y remitiéndole la causa que él reservaba para sí solo. Aprende también con esto a no disculparte jamás, aunque más inocente te halles, en lo que te imputan. Obliga al Señor, fiándolo de su amor. Pon por su cuenta tu crédito; y en el ínterin vence con paciencia, humildad y con obras y palabras blandas a quien te ofendiere. Sobre todo esto, te advierto que jamás de nadie juzgues mal, aunque veas a los ojos indicios que te muevan; que la caridad perfecta y sencilla te enseñará a dar salida prudente a todo y a deshacer las culpas ajenas. Y para esto puso Dios por ejemplo a mi esposo San José, pues nadie tuvo más indicios y ninguno fue más prudente en detener el juicio; porque en ley de caridad discreta y santa, prudencia es y no temeridad remitirse a causas superiores que no se alcanzan, antes que juzgar y culpar a los prójimos en lo que no es manifiesta culpa. No te doy aquí especial doctrina para los del estado del matrimonio, porque la tienen manifiesta en el discurso de mi vida; y de, ésta se pueden aprovechar todos, aunque ahora la enderezo a tu aprovechamiento, que deseo con especial amor. Óyeme, carísima, y ejecuta mis consejos y palabras de vida.”

CAPITULO 3

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Habla el ángel del Señor a San José en sueños y le declara el misterio de la Encarnación, y los efectos de esta embajada.

397. El dolor de los celos es tan vigilante despertador a quien los tiene, que repetidas veces, en lugar de despertarle, le desvela y le quita el reposo y sueño. Nadie padeció esta dolencia como San José, aunque en la verdad ninguno tuvo menos causa para ellos, si entonces la conociera. Era dotado de grande ciencia y luz para penetrar y ver la santidad y condiciones de su divina esposa, que eran inestimables. Y encontrándose en esta noticia las razones que le obligaban a dejar la posesión de tanto bien, era forzoso que añadiendo ciencia de lo que perdía, añadiese el dolor (Ecl. 1,18) de dejarlo. Por esta razón excedió el dolor de San José a todo lo que en esta materia han padecido los hombres, porque ninguno hizo mayor concepto de su pérdida, ni nadie pudo conocerla ni estimarla como él. Pero junto con esto hubo una gran diferencia entre los celos o recelos de este fiel siervo y los demás que suelen padecer este trabajo. Porque los celos añaden al vehemente y ferviente amor un gran cuidado de no perder y conservar lo que se ama, y a este afecto, por natural necesidad, se sigue el dolor de perderlo e imaginar que alguno se le puede quitar; y este dolor o dolencia es la que comúnmente llaman celos, y en los sujetos que tienen las pasiones desordenadas, por falta de prudencia y de otras virtudes, suele causar la pena y dolor efectos desiguales de ira, furor, envidia contra la misma persona amada, o contra el consorte que impide el retorno del amor, ahora sea malo bien ordenado; y se levantan las tempestades de imaginaciones y sospechas adelantadas, que las mismas pasiones engendran, de que se originan las veleidades de querer y aborrecer, de amar y arrepentirse, y la irascible y concupiscible andan en continua lucha, sin haber razón ni prudencia que las sujete e impere, porque este linaje de dolencia oscurece el entendimiento, pervierte la razón y arroja de sí a la prudencia.

398. Pero en San José no hubo estos desórdenes viciosos, ni pudo tenerlos, no sólo por su insigne santidad, sino por la de su esposa, porque en ella no conocía culpa que le indignase, ni hizo concepto el santo que tenía empleado su amor en otro alguno, contra quien o de quien tuviese envidia para repelerle con ira. Y sólo consintieron los celos de San José en la grandeza de su amor una duda o sospecha condicionada de que si su castísima esposa le había correspondido en el amor; porque no hallaba cómo vencer esta duda con la razón determinada como lo eran los indicios del recelo. Y no fue menester más certeza de su cuidado para que el dolor fuese tan vehemente, porque en prenda tan propia como la esposa justo es no admitir consorte, y para que las experiencias obrasen tal dolencia bastaba que el amor vehemente y casto del santo poseyera todo el corazón a vista del menor indicio de infidelidad y de perder el más perfecto, hermoso y agradable objeto de su entendimiento y voluntad. Que cuando el amor tiene tan justos motivos, grandes y eficaces son los lazos y coyundas que le detienen, fortísimas las prisiones, y más, no habiendo contrarios de imperfecciones que las rompan. Que nuestra Reina en lo divino, ni natural, no tenía cosa que moderase y templase el amor de su santo esposo, sino que le fomentase por repetidos títulos y causas.

399. Con este dolor, que ya llegó a tristeza, se quedó un poco dormido San José después de la oración que arriba dije, seguro que se despertaría a su tiempo para salir de su casa a media noche, sin que a su parecer fuese sentido de su esposa. Estaba la divina Señora aguardando el remedio y solicitando con sus humildes peticiones el reparo, porque conocía que, llegando la tribulación de su turbado esposo a tal punto y a lo sumo del dolor, se acercaba el tiempo de la misericordia y del alivio de tan afligido corazón. Envió el Altísimo al santo arcángel Gabriel para que, estando San José durmiendo, le manifestase por divina revelación el misterio del embarazo de su esposa María. Y el ángel, cumpliendo esta legacía, fue a San José, y le habló en sueños, como dice San Mateo (Mt 1,20-23), y le declaró todo el misterio de la Encarnación y Redención en las palabras que el evangelista refiere. Alguna admiración puede hacer - y a mí me la ha motivado - por qué el Santo Arcángel habló a San José en sueños y no en vela, pues el misterio era tan alto y no fácil de entender, y más en la disposición del santo tan turbada y afligida, y a otros se les manifestó el mismo sacramento, no durmiendo, sino estando despiertos.

400. En estas obras del Señor la última razón es de su divina voluntad en todo justa, santa y perfecta; pero de lo que he conocido diré algunas cosas, como pudiere, para nuestra enseñanza. La primera razón es porque San José era tan prudente y lleno de divina luz y tenía tan alto concepto de María Santísima Señora nuestra, que no fue necesario persuadirle por medios más fuertes, para que se asegurase de su dignidad y de los misterios de la Encarnación; porque en los corazones dispuestos se logran bien las inspiraciones divinas. La segunda razón fue porque su turbación había comenzado por los sentidos, viendo el embarazo de su esposa, y fue justo que, si ellos dieron motivo al engaño o sospecha, fuesen como mortificados y privados de la visión angélica y de que por ellos entrase el desengaño de la verdad. La tercera razón es como consiguiente a ésta, porque San José, aunque no cometió culpa, padeció aquella turbación con que los sentidos quedaron como entorpecidos y poco idóneos para la vista y comunicación sensible del santo ángel; y así era conveniente que le hablase y diese la embajada en ocasión que los sentidos, escandalizados de antes, estuviesen entonces impedidos con la suspensión de sus operaciones; y después el santo varón, estando en ellos, se purificó y dispuso con muchos actos, como diré, para recibir el influjo del Espíritu Santo; que para todo impedía la turbación.

401. De estas razones se entenderá por qué Dios hablaba en sueños a los padres antiguos, más que ahora con los fieles hijos de la ley evangélica, donde es menos ordinario este modo de revelaciones en sueños y más frecuente hablar los ángeles con mayor manifestación y comunicación. La razón de esto es porque, según la divina disposición, el mayor impedimento y óbice que indispone para que las almas no tengan muy familiar trato y comunicación con Dios y sus ángeles, son los pecados, aunque sean leves, y aun las imperfecciones de nuestras operaciones. Y después que el Verbo divino se humanó y trató con los hombres, se purificaron los sentidos y se purifican cada día nuestras potencias, quedando santificadas con el buen uso de los sacramentos sensibles, con que en algún modo se espiritualizan y elevan, se desentorpecen y habilitan en sus operaciones para la participación de las influencias divinas. Y este beneficio debemos más que los antiguos a la sangre de Cristo nuestro Señor, en cuya virtud somos santificados por los sacramentos, recibiendo en ellos efectos divinos de gracias especiales y en algunos el carácter espiritual que nos señala y dispone para más altos fines. Pero cuando el Señor hablaba o habla ahora alguna vez en sueños, excluye a las operaciones de los sentidos, como ineptas o indispuestas para entrar en las bodas espirituales de su comunicación e influjos espirituales.

402. Se colige también de esta doctrina, que para recibir el alma los favores ocultos del Señor no sólo se requiere que esté sin culpa y que tenga merecimientos y gracia, sino que tenga también quietud y tranquilidad de paz; porque si está turbada la república de las potencias, como en el Santo José, no está dispuesta para efectos tan divinos y delicados como los que recibe el alma con la vista del Señor y sus caricias. Y esto es tan ordinario, que por mucho que esté mereciendo la criatura con la tribulación y padeciendo aflicciones, cual estaba el esposo de la Reina, con todo eso, impide aquella alteración, porque en el padecer hay trabajo y conflicto con las tinieblas y el gozar es descansar en paz en la posesión de la luz, y no es compatible con ella estar a la vista de las tinieblas aunque sea para desterrarlas. Pero en medio del conflicto y pelea de las tentaciones, que es como en sueños o de noche, se suele sentir y percibir la voz del Señor por medio de los ángeles, como sucedió a nuestro Santo José, que oyó y entendió todo lo que decía (Ib) San Gabriel, que no temiese estar con su esposa María, porque era obra del Espíritu Santo lo que tenía en su vientre, y pariría un hijo, a quien llamaría Jesús, y sería Salvador de su pueblo, y en todo este misterio se cumpliría la profecía de Isaías, que dijo (Is 7,14) cómo concebiría una Virgen y pariría un hijo que se llamaría Emmanuel, que significa Dios con nosotros. No vio San José al ángel con especies imaginarias, sólo oyó la voz interior y en ella entendió el misterio. De las palabras que le dijo se colige que ya San José en su determinación había dejado a María Santísima, pues le mandó que sin temor la recibiese.

403. Despertó San José capaz del misterio revelado y que su esposa era Madre verdadera del mismo Dios. Y entre el mismo gozo de su dicha y no pensada suerte y el nuevo dolor de lo que había hecho, se postró en tierra y con otra humilde turbación, temeroso y alegre, hizo actos heroicos de humildad y reconocimiento. Dio gracias al Señor por el misterio que le había revelado y por haberle hecho Su Majestad esposo de la que escogió por Madre, no mereciendo ser esclavo suyo. Con este conocimiento y acciones de las virtudes, quedó sereno el espíritu de San José y dispuesto para recibir nuevos efectos del Espíritu Santo. Y con la duda y turbación pasada se asentaron en él los fundamentos muy profundos de la humildad, que había de tener a quien se fiaba la dispensación de los más altos consejos del Señor; y la memoria de este suceso fue un magisterio que le duró toda la vida. Hecha esta oración a Dios, comenzó el santo varón a reprenderse a sí mismo a solas, diciendo: “Oh esposa mía divina y mansísima paloma, escogida por el Muy Alto para morada y Madre suya, ¿cómo este indigno esclavo tuvo osadía para poner en duda tu fidelidad? ¿Cómo el polvo y ceniza dio lugar a que le sirviese la que es Reina del cielo y tierra y Señora de todo lo criado? ¿Cómo no he besado el suelo que tocaron tus plantas? ¿Cómo no he puesto todo el cuidado en servirte de rodillas? ¿Cómo levantaré mis ojos a tu presencia y me atreveré a estar en tu compañía y desplegar mis labios para hablarte? Señor y Dios eterno, dadme gracia y fuerzas para pedirla me perdone, y poned en su corazón que use de misericordia y no desprecie a este reconocido siervo, como lo merezco. ¡Ay de mí, que como estaba llena de luz y gracia, y en sí encierra el autor de la luz, le serían patentes todos mis pensamientos y, habiéndolos tenido de dejarla con efecto, atrevimiento será parecer delante sus ojos! Conozco mi grosero proceder y pesado engaño, pues a vista de tanta santidad admití indignos pensamientos y dudas de la fidelísima correspondencia que yo merecía. Y si en castigo mío permitiera vuestra justicia que yo ejecutara mi errada determinación, ¿cuál fuera ahora mi desdicha? Eternamente agradeceré, altísimo Señor, tan incomparable beneficio. Dadme, Rey poderosísimo, con qué volver alguna digna retribución. Iré a mi señora y esposa, confiado en la dulzura de su clemencia, y postrado a sus pies le pediré perdón, para que por ella, usted, mi Dios y Señor eterno, me miréis como Padre y perdonéis mi desacierto.”

404. Con esta mudanza salió el santo esposo de su pobre aposento, hallándose despierto tan diferente, como dichoso, de cual se había recogido al sueño. Y como la Reina del cielo estaba siempre retirada, no quiso despertarla de la dulzura de su contemplación, hasta que ella quisiese (Cant 2,7). En el ínterin deslió el varón de Dios el fardelillo que había prevenido, derramando abundantes lágrimas con afectos muy contrarios de los que antes había sentido y llorado. Y comenzando a reverenciar a su divina esposa, previno la casa, limpió el suelo que habían de hollar las sagradas plantas y preparó otras hacenduelas que solía remitir a la divina Señora cuando no conocía su dignidad, y determinó mudar de intento y estilo en el proceder con ella, aplicándose a sí mismo el oficio de siervo y a ella de señora. Y sobre esto desde aquel día tuvieron entre los dos admirables contiendas sobre quién había de servir y mostrarse más humilde. Todo lo que pasaba por San José estaba mirando la Reina de los cielos, sin escondérsele pensamiento ni movimiento alguno. Y cuando fue hora, llegó el santo al aposento de Su Alteza, que le aguardaba con la mansedumbre, gusto y agrado que diré en el capítulo siguiente.

Doctrina que me dio la divina Señora María Santísima.

405. “Hija mía, en lo que has entendido sobre este capítulo, tienes un dulce motivo de alabar al Señor, conociendo el orden admirable de su sabiduría en afligir y consolar (1 Sam 2,6) a sus siervos y escogidos; en lo uno y otro sapientísimo y piadosísimo para sacarlos de todo con mayores aumentos de merecimiento y gloria. Sobre esta advertencia quiero que tú recibas otra muy importante para tu gobierno y para el estrecho trato que quiere el Altísimo contigo. Esto es, que procures con toda atención conservarte siempre en tranquilidad y paz interior, sin admitir turbación que te la quite ni impida por ningún suceso de esta vida mortal, sirviéndote de ejemplo y doctrina lo que sucedió a mi esposo San José en la ocasión que has escrito. No quiere el Altísimo que con la tribulación se turbe la criatura, sino que merezca, no que desfallezca, sino que haga experiencias de lo que puede con la gracia. Y aunque los vientos fuertes de las tentaciones suelen arrojar al puerto de la mayor paz y conocimiento de Dios y de la misma turbación puede la criatura sacar su conocimiento y humillación, pero si no se reduce a la tranquilidad y sosiego interior, no está dispuesta para que la visite el Señor, la llame y levante a sus caricias; porque no viene Su Majestad en torbellino (3 Re 19,12), ni los rayos de aquel supremo sol de justicia se perciben, mientras no hay sereno en las almas.”

406. Y si la falta de este sosiego impide tanto para el trato íntimo del Altísimo, claro está que las culpas son mayor óbice para alcanzar este beneficio grande. En esta doctrina te quiero muy atenta y que no pienses tienes derecho para usar de tus potencias contra ella. Y pues tantas veces has ofendido al Señor, clama a su misericordia, llora y lávate ampliamente (Sal 50,4), y advierte que tienes obligación, pena de ser condenada por infiel, de guardar tu alma y conservarla para eterna morada del Todopoderoso, pura, limpia y serena, para que su Dueño la posea y dignamente habite en ella. El orden de tus potencias y sentidos ha de ser una armonía de instrumentos de música suavísima y delicada, y cuanto más lo son, tanto mayor es el peligro de destemplarse, y el cuidado ha de ser mayor, por esta razón, de guardarlos y conservarlos intactos de todo lo terreno; porque sólo el aire infecto de los objetos mundanos basta para destemplar, turbar e inficionar las potencias tan consagradas a Dios. Trabaja, pues, y vive cuidadosa contigo misma y ten imperio sobre tus potencias y sus operaciones. Y si alguna vez te destemplares, turbares o desconcertares en este orden, procura atender a la divina luz, recibiéndola sin inmutación ni recelos y obrando con ella lo más perfecto y puro. Y para esto te doy por ejemplo a mi santo esposo José, que sin tardanza ni sospecha dio crédito al santo ángel y luego con pronta obediencia ejercitó lo que le fue mandado; con que mereció ser levantado a grandes premios y dignidad. Y si tanto se humilló, sin haber pecado en lo que hizo, sólo por haberse turbado con tantos fundamentos, aunque aparentes, considera tú, que eres un pobre gusanillo, cuánto debes reconocerte y pegarte con el polvo, llorando tus negligencias y culpas, hasta que el Altísimo te mire como Padre y como Esposo.”

CAPITULO 4

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Pide San José perdón a María Santísima su esposa, y la divina Señora le consuela con gran prudencia.

407. Aguardaba el reconocido esposo José que María Santísima y esposa suya saliera del recogimiento, y cuando fue hora abrió la puerta del pobre aposento donde habitaba la Madre del Rey celestial y luego el santo esposo se arrojó a sus pies y con profunda humildad y veneración la dijo: “Señora y esposa mía, Madre verdadera del eterno Verbo, aquí está vuestro siervo postrado a los pies de vuestra clemencia. Por el mismo Dios y Señor vuestro, que tenéis en vuestro virginal vientre, os pido perdonéis mi atrevimiento. Seguro estoy, Señora, que ninguno de mis pensamientos es oculto a vuestra sabiduría y luz divina. Grande fue mi osadía en intentar dejaros y no ha sido menor la grosería con que hasta ahora os he tratado como a mi inferior, sin haberos servido como a Madre de mi Señor y Dios. Pero también sabéis que lo hice todo con ignorancia, porque no sabía el sacramento del Rey celestial y la grandeza de vuestra dignidad, aunque veneraba en vos otros dones del Altísimo. No atendáis, Señora mía, a las ignorancias de una vil criatura, que ya reconocida ofrece el corazón y la vida a vuestro obsequio y servicio. No me levantaré de vuestros pies, sin saber que estoy en vuestra gracia y perdonado de mi desorden, alcanzada vuestra benevolencia y bendición.”

408. Oyendo María Santísima las humildes razones de San José su esposo, sintió diversos efectos; porque con gran ternura se alegró en el Señor, de verle capaz de los misterios de la Encarnación, que los confesaba y veneraba con tan alta fe y humildad. Pero la afligió un poco la determinación, que vio en el mismo esposo, de tratarla para adelante con el respeto y rendimiento que ofrecía, porque con esta novedad se le representó a la humilde Señora que se le iba de las manos la ocasión de obedecer y humillarse como sierva de su esposo. Y como el que de repente se halla sin alguna joya o tesoro que grandemente estimaba, así María Santísima se contristó con aprehender que San José no la trataría como a inferior y sujeta en todo, por haberla conocido Madre del Señor. Levantó de sus pies al santo esposo y ella se puso a los suyos, y aunque procuró impedirla, no pudo, porque en humildad era invencible, y respondiendo a San José, dijo: “Yo, señor y esposo mío, soy la que debo pediros me perdonéis, y vos quien ha de remitir las penas y amarguras que de mí habéis recibido, y así os lo suplico puesta a vuestros pies, y que olvidéis vuestros cuidados, pues el Altísimo admitió vuestros deseos y las aflicciones que en ellos padecisteis.”

409. Le pareció a la divina Señora consolar a su esposo, y para esto y no para disculparse, añadió y le dijo: “Del oculto sacramento que en mí tiene encerrado el brazo del Altísimo, no pudo mi deseo daros noticia alguna por sola mi inclinación, porque como esclava de Su Alteza era justo aguardar su voluntad perfecta y santa. No callé porque no os estimo como a mi señor y esposo; siempre soy y seré fiel sierva vuestra, correspondo a vuestros deseos y afectos santos. Pero lo que con lo íntimo de mi corazón os pido por el Señor que tengo en mis entrañas, es que en vuestra conversación y trato no mudéis el orden y estilo que hasta ahora. No me hizo el Señor Madre suya para ser servida y ser señora en esta vida, sino para ser de todos sierva y de vos esclava, obedeciendo a vuestra voluntad. Este es, señor, mi oficio, y sin él viviré afligida y sin consuelo. Justo es que me le deis, pues así lo ordenó el Altísimo, dándome vuestro amparo y solicitud, para que yo a vuestra sombra esté segura y con vuestra ayuda pueda criar al fruto de mi vientre, a mi Dios y Señor.” Con estas razones y otras llenas de suavidad eficacísima consoló y sosegó María Santísima a San José y le levantó del suelo para conferir todo lo que era necesario. Y para esto, como la divina Señora no sólo estaba llena de Espíritu Santo, pero tenía consigo, como Madre, al Verbo divino de quien procede con el Padre, obró con especial modo en la ilustración de San José, y recibió el santo Gran plenitud de las divinas influencias. Y renovado todo en fervor y espíritu dijo:

410. “Bendita sois, Señora, entre todas las mujeres, dichosa y bienaventurada en todas las naciones y generaciones. Sea engrandecido con alabanza eterna el Criador de cielo y tierra, porque de lo supremo de su real trono os miró y eligió para su habitación y en vos sola nos cumplió las antiguas promesas que hizo a nuestros padres y profetas. Todas las generaciones le bendigan, porque con ninguna se magnificó tanto como lo hizo con vuestra humildad, y a mí, el más vil de los vivientes, por su divina dignación me eligió por vuestro siervo.” En estas bendiciones y palabras que habló San José estuvo ilustrado del Espíritu divino, al modo que Santa Isabel cuando respondió a la salutación de nuestra Reina y Señora, aunque la luz y ciencia que recibió el santísimo esposo fue admirable, como para su dignidad y ministerio convenía. Y la divina Señora, oyendo las palabras del bendito Santo, respondió también con el cántico de Magnificat, que repitiéndolo como lo había dicho a Santa Isabel, añadió otros nuevos, y en ellos fue toda inflamada y elevada en un éxtasis altísimo y levantada de la tierra en un globo de refulgente luz que la rodeaba, y toda quedó transformada como con dotes de gloria.

411. Con la vista de tan divino objeto quedó San José admirado y lleno de incomparable júbilo, porque nunca había visto a su benditísima esposa con semejante gloria y eminente excelencia. Y entonces la conoció con gran claridad y plenitud, porque se le manifestó juntamente la integridad y pureza de la Princesa del cielo y el misterio de su dignidad, y vio y conoció en su virginal tálamo a la humanidad santísima del niño Dios y la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo; y con profunda humildad y reverencia le adoró y reconoció por su verdadero Redentor y con heroicos actos de amor se ofreció a Su Majestad. Y el Señor le miró con benignidad y clemencia, cual a ninguna otra criatura, porque le aceptó y dio título de padre putativo, y para corresponder a tan nuevo renombre le dio tanta plenitud de ciencia y dones celestiales como la piedad cristiana puede y debe presumir. Y no me detengo en decir lo mucho que de las excelencias de San José se me ha declarado, porque sería menester me alarga más de lo que pide el intento de esta Historia.

412. Pero si fue argumento de la grandeza del ánimo del glorioso San José y claro indicio de su insigne santidad, no morir o desfallecer con los celos de su amada esposa, de mayor admiración es que no le oprimiese el inopinado gozo que recibió con lo que le sucedió en este desengaño. En lo primero se descubrió su santidad; pero en lo segundo recibió tales aumentos y dones del Señor, que si no le dilatara Dios el corazón ni los pudiera recibir, ni resistir el júbilo de su espíritu, En todo fue renovado y elevado, para tratar dignamente con la que era Madre del mismo Dios y esposa propia suya y para dispensar juntamente con ella lo que era necesario al misterio de la Encarnación y crianza del Verbo humanado, como adelante diré y para que en todo quedase más capaz y reconociese las obligaciones de servir a su divina esposa, se le dio también noticia que todos los dones y beneficios recibidos de la mano del Altísimo le habían venido por ella y para ella y los de antes de ser su esposo, por haberlo elegido el Señor para esta dignidad, y los que entonces le daban, por haberlos ella granjeado y merecido. Y conoció la incomparable prudencia con que la gran Señora había procedido con el mismo santo, no sólo en servirle con tan inviolable obediencia y profunda humildad, pero consolándole en su tribulación, solicitándole la gracia y asistencia del Espíritu Santo, disimulando con suma discreción, y después pacificándole, quietándole y disponiéndole para que estuviese apto y capaz de recibir las influencias del divino Espíritu. Y así como la Princesa del cielo había sido el instrumento de la santificación del Bautista y de su madre Santa Isabel, lo fue también para la plenitud de gracia que recibió San José con mayor abundancia. Y todo lo conoció y entendió el dichosísimo esposo y correspondió a todo como siervo fidelísimo y agradecido.

413. De estos grandes sacramentos y otros muchos que sucedieron a nuestra Reina y a su esposo San José, no hicieron memoria los sagrados evangelistas, no sólo porque ellos los guardaron en su pecho, sin que la humilde Señora ni San José a nadie los manifestasen, pero también porque no fue necesario introducir estas maravillas en la vida de Cristo nuestro Señor que escribieron, para que con su fe se defendiese la nueva Iglesia y ley de gracia; antes pudiera ser poco conveniente para la gentilidad en su primera conversión. Y la admirable Providencia con sus ocultos juicios, secretos inescrutables, reservó estas cosas para sacar de sus tesoros las que son nuevas y son antiguas (Mt 13,52), en el tiempo más oportuno previsto con su divina sabiduría, cuando, fundada ya la Iglesia y asentada la Fe Católica, se hallasen los fieles necesitados de la intercesión, amparo y protección de su gran Reina y Señora. Y conociendo con nueva luz cuán amorosa madre y poderosa abogada tienen en los cielos con su Hijo Santísimo, a quien el Padre tiene dada la potestad de juzgar (Jn 5,22), acudiesen a ella por el remedio como a único refugio y sagrado de los pecadores. Si han llegado estos afligidos tiempos a la Iglesia, díganlo sus lágrimas y tribulaciones, pues nunca fueron mayores que cuando sus mismos hijos, criados a sus pechos, ésos la afligen, la destruyen y disipan los tesoros de la sangre de su Esposo, y esto con mayor crueldad que los más conjurados enemigos. Pues cuando clama la necesidad, cuando da voces la sangre de los hijos derramada y mucho mayores las de la sangre de nuestro pontífice Cristo conculcada y poluta con varios pretextos de justicia, ¿qué hacen los más fieles, los más católicos y constantes hijos de esta afligida Madre? ¿Cómo callan tanto? ¿Cómo no claman a María Santísima? ¿Cómo no la invocan y no la obligan? ¿Qué mucho que el remedio tarde, si nos detenemos en buscarle y en conocer a esta Señora por Madre verdadera del mismo Dios? Confieso se encierran magníficos misterios en esta ciudad de Dios (Sal 86,3) y con fe viva y confesión los predicamos. Son tantos, que su mayor noticia queda reservada para después de la general Resurrección y los santos los conocerán en el Altísimo. Pero en el ínterin atiendan los corazones píos y fieles a la dignación de esta su amantísima Reina y Señora en desplegar algunos de tantos y tan ocultos sacramentos por un vilísimo instrumento, que en su debilidad y encogimiento sólo pudiera alentarle el mandato y beneplácito de la Madre de piedad intimado repetidas veces.

Doctrina de la divina Reina y Señora nuestra.

414. “Hija mía, con el deseo que te manifiesto de que compongas tu vida por el espejo de la mía, y mis obras sean la norma inviolable de las tuyas, te declaro en esta Historia no sólo los sacramentos y misterios que escribes, pero otros muchos que no puedes declarar ni manifestar; porque todos han de quedar grabados en las tablas de tu corazón, y por eso renuevo en ti la memoria de la lección donde debes aprender la ciencia de la vida eterna, cumpliendo con el magisterio de maestra. Sé pronta en obedecer y ejecutar como obediente y solícita discípula, y te sirva ahora por ejemplo el humilde cuidado y desvelo de mi esposo San José, su sumisión y el aprecio que hizo de la divina luz y enseñanza, y cómo, por hallarle el corazón preparado y con buena disposición para cumplir con presteza la voluntad divina, le trocó y reformó todo con tanta plenitud de gracia, como le convenía para el ministerio a que el Altísimo le destinaba. Sea, pues, el conocimiento de tus culpas para humillarte con rendimiento, y no para que con pretexto de que eres indigna impidas el Señor en lo que de ti se quisiere servir.

415. “Pero en esta ocasión te quiero manifestar una justa queja y grave indignación del Altísimo con los mortales, para que la entiendas mejor con la divina luz a vista de la humildad y mansedumbre que yo tuve con mi esposo José. Esta queja del Señor y mía es por la inhumana perversidad que tienen los hombres en tratarse los unos a los otros sin caridad y humildad; en que concurren tres pecados que desobligan mucho al Altísimo y a mí para usar de misericordia con ellos. El primero es que, conociendo los hombres cómo todos son hijos de un Padre que está en los cielos, hechuras de su mano, formados de una misma naturaleza, alimentados graciosamente, vivificados con su providencia y criados a una mesa de los divinos misterios y sacramentos, en especial con su mismo cuerpo y sangre; que todo esto lo olviden y pospongan, atravesándose un liviano y terreno interés, y como hombres sin razón se turban, se indignan y llenan de discordias, de rencillas, de traiciones y murmuraciones y tal vez de impías e inhumanas venganzas y mortales odios de unos con otros. Lo segundo es que, cuando por la humana fragilidad y poca mortificación, turbados por la tentación del demonio, caigan en alguna culpa de éstas, no procuren luego arrojarla y reconciliarse entre sí mismos, como hermanos que están a la vista del justo juez, y le nieguen de padre misericordioso, solicitándole juez severo y rígido de sus pecados, pues ninguno más que los del odio y venganza irritan su justicia. Lo tercero, que mucho le indigna, es que tal vez cuando alguno quiere reconciliarse con su hermano, no lo admita el que se juzga por ofendido y pide más satisfacción de la que él mismo sabe que satisface al Señor, y aun de la que se quiere valer con Su Majestad; pues todos quieren que contritos y humillados los reciba, admita y perdone el mismo Dios, que fue más ofendido, y ellos, que son polvo y ceniza, piden la venganza de su hermano y no se dan por satisfechos con aquello que se contenta el supremo Señor para perdonarlos.

416. “De todos los pecados que cometen los hijos de la Iglesia, ninguno es más aborrecible que éstos en los ojos del Altísimo; y así lo conocerás en el mismo Dios y en la fuerza que puso en su divina ley, mandando perdonar al hermano, aunque peque contra él setecientas veces (Mt 18,22 (A,)); y aunque cada día sean muchas, como diga que le pesa de ello, manda el Señor que el hermano ofendido le perdone otras tantas veces sin número (Lc 17,3-4 (A.)). Y contra el que no lo hiciere pone tan formidables penas, porque escandaliza a los demás, como se colige de decir el mismo Dios aquella amenaza: ¡Ay del que escandalizare, y por quien el escándalo viene y sucede! Mejor le fuera caer en el profundo del mar con una pesada muela de molino al cuello (Lc 17,1-2; Mt 18,6); que fue significar el peligro del remedio de estos pecados y su dificultad, como la tiene el que cayere en el mar con una rueda de molino al cuello, y también señala el castigo que tendrá en el profundo de las penas eternas; y por esto será sano consejo a los fieles que antes quieran sacarse los ojos (Lc 17,1-2; Mt 18,6) y cortarse las manos, pues así mandó mi Hijo Santísimo, que escandalizar a los pequeños con estos pecados.

417. “Oh hija mía carísima, ¡cuánto debes llorar con lágrimas de sangre la fealdad y los daños de este pecado! El que contrista al Espíritu Santo (Ef 4,30), el que da soberbios triunfos al demonio, el que hace monstruos de las criaturas racionales y les borra la imagen de su Padre celestial. ¡Qué cosa más fea, más impropia y monstruosa que ver a un hombre de tierra, que sólo tiene corrupción y gusanos, levantarse contra otro como él con tanta soberbia y arrogancia! No hallarás palabras con que ponderar esta maldad, para persuadir a los mortales que la teman y se guarden de la ira del Señor. Pero tú, carísima, guarda tu corazón de este contagio y estampa y graba en él doctrina tan útil y provechosa para ejecutarla. Y nunca juzgues que en ofender a los prójimos y escandalizarlos hay culpa pequeña, porque todas pesan mucho eh la presencia de Dios. Enmudece y pon custodia (Sal 140,3) fuerte a todas tus potencias y sentidos para la observancia rigurosa de la caridad con las hechuras del Altísimo. Dame a mí este agrado, que te quiero perfectísima en tan excelente virtud y te la impongo como precepto riguroso mío, y que jamás pienses, hables ni obres cosa alguna en ofensa de tus prójimos, ni por algún título consientas que tus súbditas lo hagan, si pudieres, ni otro alguno en tu presencia. Y pondera, carísima, lo que te pido, porque ésta es la ciencia más divina y menos entendida de los mortales. Te sirva de único y eficaz remedio para tus pasiones, y de ejemplo que te compela, mi humildad, mansedumbre, efecto del amor sencillo con que amaba no sólo a mi esposo, mas a todos los hijos de mi Señor y Padre celestial, que los estimé y miré como redimidos y comprados con tan alto precio. Con verdad y fidelidad, fineza y caridad, advierte a tus religiosas de que, aunque se ofende gravemente la divina Majestad de todos los que no cumplen este mandamiento que mi Hijo llamó suyo y nuevo (Jn 13,34.15,12), sin comparación es mayor la indignación contra los religiosos, que habiendo de ser ellos los hijos perfectos de su Padre y Maestro de esta virtud, hay muchos que la destruyen como los mundanos, y son éstos más odiosos que ellos.”

CAPITULO 5

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Determina San José servir en todo con reverencia a María Santísima, y lo que Su Alteza hizo, y otras cosas del modo de proceder de entrambos.

418. Quedó el fidelísimo esposo José con tan alto y digno concepto de su esposa María Santísima, después que le fue revelada su dignidad y el sacramento de la Encarnación, que le mudó en nuevo hombre, aunque siempre había sido muy santo y perfecto; con que determinó proceder con la divina Señora con nuevo estilo y reverencia, como diré adelante. Era esto conforme a la sabiduría del santo y debido a la excelencia de su esposa, pues él era siervo y ella Señora del cielo y tierra, y así lo conoció San José con divina luz. Y para satisfacer a su afecto y obligación, honrando y venerando a la que conocía por Madre del mismo Dios, cuando a solas la hablaba o pasaba por delante de ella la hincaba la rodilla con grande reverencia, y no quería consentir que ella le sirviese, ni administrase, ni se ocupase en otros ministerios humildes, como eran limpiar la casa y los platos y otras cosas semejantes, porque todas quería hacerlas el felicísimo esposo, por no derogar a la dignidad de la Reina.

419. Pero la divina Señora, que entre los humildes fue humildísima y nadie la podía vencer en humildad, dispuso las cosas de manera que siempre quedase en sus manos la palma de todas las virtudes. Pidió a San José que no la diese aquella reverencia de hincar la rodilla en su presencia, porque aunque aquella veneración se le debía al Señor que traía en su vientre, pero que mientras estaba en él y no se manifestaba no se podía distinguir en aquella acción la persona de Cristo de la suya. Y por esta persuasión el santo se ajustó al gusto de la Reina del cielo y sólo cuando ella no lo percibía daba aquel culto al Señor que tenía en sus entrañas, y a ella como a Madre suya respectivamente, según a cada uno se le debía. Sobre ejercitar las demás acciones y obras serviles, tuvieron humildes contiendas, porque San José no se podía vencer en consentir que la gran Reina y Señora las hiciese, y por esto procuraba anticiparse. Lo mismo hacía la divina esposa, ganándole por la mano en cuanto podía. Pero como en el tiempo que ella estaba recogida tenía lugar San José de prevenir muchas de estas obras serviles, le frustraba sus anhelos continuados de ser sierva y que como a tal le perteneciese obrar lo poco y mucho doméstico de su casa. Herida de estos afectos acudió la divina Señora a Dios con humildes querellas y le pidió que con efecto obligase a su esposo para que no la impidiese el ejercitar como deseaba la humildad. Y como esta virtud es tan poderosa en el tribunal divino y tiene franca entrada (Eclo 35,21), no hay súplica pequeña acompañada con ella, porque todas las hace grandes e inclina al ser inmutable de Dios a la clemencia. Oyó esta petición y dispuso que el santo ángel custodio del bendito esposo le hablase interiormente, y le dijese lo siguiente: “No frustres los deseos humildes de la que es superior a todas las criaturas del cielo y tierra. En lo exterior da lugar a que te sirva y en lo interior guárdale suma reverencia, y en todo tiempo y lugar da culto al Verbo humanado, cuya voluntad es, con su divina Madre, venir a servir y no a ser servidos (Mt 20,28), para enseñar al mundo la ciencia de la vida y la excelencia de la humildad. En algunas cosas de trabajo puedes aliviarla, y siempre en ella reverencia al Señor de todo lo criado.”

420. Con esta instrucción y mandato del Altísimo, dio lugar San José a los ejercicios humildes de la divina Princesa, y entrambos tuvieron ocasión de ofrecer a Dios sacrificio acepto de su voluntad:

María Santísima, logrando siempre su profundísima humildad y obediencia a su esposo en todos los actos de estas virtudes, que con heroica perfección obraba sin omitir alguno que pudiese hacer; y San José, obedeciendo al Altísimo con prudente y santa confusión, que le ocasionaba verse administrado y servido de la que reconocía por Señora suya y de todo lo criado y Madre del mismo Dios y Criador. Y con este motivo recompensaba el prudente santo la humildad que no podía ejercitar en otros actos que remitía a su esposa, porque esto le humillaba más y le obligaba a abatirse en su estimación con mayor temor reverencial, y con él miraba a María Santísima, y en ella al Señor que portaba en su virginal tálamo, donde le adoraba, dándole magnificencia y gloria. Y algunas veces en premio de su santidad y reverencia, o para mayor motivo de todo, se le manifestaba el niño Dios humanado por admirable modo, y le miraba en el vientre de su Madre purísima como por un viril cristalino. Y la soberana Reina trataba y confería más familiarmente con el glorioso Santo José los misterios de la Encarnación, porque no se recelaba tanto de estas divinas pláticas después que el dichosísimo santo fue ilustrado e informado de los magníficos sacramentos de la unión hipostática de las dos naturalezas divina y humana en el virgíneo tálamo de su esposa.

421. Las conversaciones y pláticas celestiales que tenían María Santísima y el bienaventurado San José, ninguna lengua humana es capaz de manifestarlas. Diré algo en los capítulos siguientes, como supiere. Pero ¿quién podrá declarar los efectos que hacía en el felicísimo y devoto corazón de este santo, verse no sólo esposo de la que era Madre verdadera de su Criador, pero hallarse también servido de ella, como si fuera una humilde esclava, y considerándola en grado de santidad y dignidad sobre todos los supremos serafines y sola a Dios inferior? Y si la divina diestra enriqueció con bendiciones la casa y la persona de Obededón por haber hospedado algunos meses la figurativa arca del Antiguo Testamento (2 Sam 6,11 (A.)), ¿qué bendiciones daría a San José, de quien había hecho confianza del arca verdadera y del mismo Legislador que se encerraba en ella? Incomparable fue la dicha y fidelidad de este santo. Y no sólo porque en su casa tenía el Arca del Nuevo Testamento viva y verdadera, el altar, sacrificio y templo, que todo se le entregó, mas porque le tuvo dignamente como fiel siervo y prudente fue constituido por el mismo Señor sobre su familia, para que a todo acudiese en oportuno tiempo (Mt 24,45), como dispensador fidelísimo. Todas las naciones y generaciones le conozcan y bendigan, le prediquen sus alabanzas, pues no hizo el Altísimo con ninguna otra (Sal 147,20) lo que con San José. Yo, indigna y pobre gusanillo, en la luz de tan venerables sacramentos engrandezco y magnifico a este Señor Dios, confesándole por santo, justo, misericordioso, sabio y admirable en la disposición de todas sus grandes obras.

422. La humilde pero dichosa casa de José estaba distribuida en tres aposentos, en que casi toda ella se resolvía, para la ordinaria habitación de los dos esposos; porque no tuvieron criado ni criada alguna. En un aposento dormía San José, en otro trabajaba y tenía los instrumentos de su oficio de carpintero, en el tercero asistía de ordinario y dormía la Reina de los cielos, y en él tenía para esto una tarima hecha por mano de San José; y este orden guardaron desde el principio que se desposaron y vinieron a su casa. Antes de saber el santo esposo la dignidad de su soberana esposa y Señora, iba muy raras veces a verla, porque mientras no salía de su retiro, acudía él a sus labores, si no era en algún negocio que era muy necesario consultarla. Pero después que fue informado de la causa de su felicidad, estaba el santo varón más cuidadoso y, por renovar su consuelo, acudía muy de ordinario al retrete de la soberana Señora, para visitarla y saber qué le mandaba. Pero llegaba siempre con extremada humildad y reverencial temor, y antes de hablarla reconocía con silencio la ocupación que tenía la divina Reina; y muchas veces la veía en éxtasis elevada de la tierra y llena de refulgentísima luz, otras acompañada de sus santos ángeles en divinos coloquios con ellos, otras la hallaba postrada en tierra en forma de cruz y hablando con el Señor. De todos estos favores fue participante el felicísimo esposo José. Pero cuando la gran Señora estaba en esta disposición y ocupaciones, no se atrevía más que a mirarla con profunda reverencia, y merecía tal vez oír suavísima armonía de la música celestial que los ángeles daban a su Reina y una fragancia admirable que le confortaba, y todo lo llenaba de júbilo y alegría espiritual.

423. Vivían solos en su casa los dos santos esposos, porque no tenían criado alguno, como he dicho (Cf. supra n.422), no sólo por su profunda humildad, mas también fue conveniente, porque no hubiese testigos de tantas visibles maravillas como sucedían entre ellos, de que no debían participar los de fuera. Tampoco la Princesa del cielo salía de su casa, si no es con urgentísima causa del servicio de Dios y beneficio de los prójimos; porque si otra cosa era necesaria, acudía a traerla aquella dichosa mujer su vecina, que dije (Cf. supra n.227) sirvió a San José mientras María Santísima estuvo en casa de Zacarías; y de estos servicios recibió tan buen retorno, que no sólo ella fue santa y perfecta, pero toda su casa y familia fue bien afortunada con el amparo de la Reina y Señora del mundo, que cuidó mucho de esta mujer, y por estar vecina la acudió a curar en algunas enfermedades, y al fin a ella y a todos sus familiares los llenó de bendiciones del cielo.

424. Nunca San José vio dormir a la divina esposa, ni supo con experiencia si dormía, aunque se lo suplicaba el santo para que tomase algún alivio, y más en el tiempo de su sagrado embarazo. El descanso de la Princesa era la tarima que dije arriba (Cf. supra n.422), hecha por mano del mismo San José, y en ella tenía dos mantas entre las cuales se recogía para tomar algún breve y santo sueño. Su vestido interior era una túnica o camisa de tela como algodón, más suave que el paño común y ordinario. Y esta túnica jamás se la mudó después que salió del templo, ni se envejeció, ni manchó, ni la vio persona alguna, ni San José supo si la traía, porque sólo vio el vestido exterior que a todos los demás era manifiesto. Este vestido era de color de ceniza, como he dicho (Cf. supra p.I n. 401), y sólo éste y las tocas mudaba alguna vez la gran Señora del cielo, no porque estuviese nada manchado, antes porque siendo visible a todos excusase la advertencia de verle siempre en un estado. Porque ninguna cosa de las que llevaba en su purísimo y virginal cuerpo, se manchó ni ensució, porque ni sudaba, ni tenía las pensiones que en esto padecen los cuerpos sujetos a pecado de los hijos de Adán, antes era en todo purísima, y las labores de sus manos eran con sumo aliño y limpieza, y con el mismo administraba la ropa y lo demás necesario a San José. La comida era poquísima y limitada, pero cada día, y con el mismo santo, y nunca comió carne, aunque él la comiese y ella la aderezase. Su sustento era fruta, pescado, y lo ordinario pan y yerbas cocidas, pero de todo tomaba en medida y peso, sólo aquello que pedía precisamente el alimento de la naturaleza y el calor natural, sin que sobrase cosa alguna que pasase a exceso y corrupción dañosa; y lo mismo era de la bebida, aunque de los actos fervorosos le redundaba algún ardor preternatural. Este orden de la comida, en la cantidad siempre le guardó respectivamente, aunque en la calidad, con los varios sucesos de su vida santísima, se mudó y varió, como diré adelante (Cf. infra n.l038, 1109, etc.).

425. En todo fue María purísima de consumada perfección, sin que le faltase gracia alguna y todas con el lleno de consumada perfección en lo natural y sobrenatural. Sólo a mis palabras les falta para explicarlo, porque jamás me satisfacen, viendo cuán atrás quedan de lo que conozco; cuánto más de lo que en sí mismo contiene tan soberano objeto. Siempre me recelo de mi insuficiencia y me quejo de mis limitados términos y coartadas razones. Temo de que soy más atrevida de lo que debo, prosiguiendo lo que tanto excede a mis fuerzas, pero las de la obediencia me llevan no sé con qué fuerza suave, que compele mi encogimiento y violenta el retiro, que me motiva mirar a buena luz la grandeza de la obra y la pequeñez de mi discurso. Por la obediencia obro, y por ella me salen al encuentro tantos bienes; ella saldrá a disculparme.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima.

426. “Hija mía, en la escuela de la humildad te quiero estudiosa y diligente, como te enseñará todo el proceso de mi vida; y éste ha de ser el primero y el último de tus cuidados, si quieres prevenirte para los dulces abrazos del Señor y asegurar sus favores y gozar de los tesoros de la luz ocultos a los soberbios (Mt 11,25), porque sin el fiador abonado de la humildad, a ninguna criatura se le pueden fiar tales riquezas. Todas tus competencias quiero que sean por humillarte más y más en tu reputación y estimación, y en las acciones exteriores sintiendo lo que obras, para que obres lo que sintieres de ti. Doctrina y confusión ha de ser para ti y para todas las almas, que tienen al Señor por Padre y Esposo, ver que pueda más la presunción y soberbia con los hijos de la sabiduría mundana, que no la humildad y conocimiento verdadero con los hijos de la luz. Advierte en el desvelo, en el estudio y solicitud infatigable de los hombres altivos y arrogantes. Mira sus competencias por valer en el mundo, sus pretensiones nunca satisfechas, aunque vanas, cómo obran conforme a lo que engañosamente de sí mismos presumen, cómo presumen lo que no son y con no serlo o por no serlo lo obran, para granjear los bienes que aunque terrenos no los merecen. Pues será confusión y afrenta para los escogidos, que pueda más con los hijos de perdición el engaño que en ellos la verdad, y que sean tan contados en el mundo los que quieren competir en el servicio de Dios y su Criador con los que sirven a la vanidad, que sean todos los llamados y pocos los escogidos (Mt 20,16).

427. “Procura, pues, hija mía, ganar esta ciencia, y en ella la palma a los hijos de las tinieblas; y en contraposición de su soberbia atiende a lo que yo hice para vencerla en el mundo con estudio de la humildad. En esto te queremos el Señor y yo muy sabia y capaz. Nunca pierdas ocasión de hacer las obras humildes, ni consientas que nadie te las estorbe, y si te faltaren ocasiones de humillarte o no las tuvieres tan frecuentes, búscalas y pídelas a Dios que te las dé, porque gusta Su Majestad de ver esta solicitud y competencia en lo que tanto desea. Y sólo por este beneplácito debías ser muy oficiosa y solícita, como hija de su casa, doméstica y esposa suya; que también para esto te enseñará la ambición humana a no ser negligente. Atiende lo que se afana una mujer en su casa y familia por acrecentar y adelantar su hacienda: no pierden ocasión en que lograrla, nada les parece mucho y si alguna cosa, por menuda que sea, se les pierde, el corazón se les va tras ella (Lc 15,8). Todo esto enseña la codicia humana y no es razón que sea más estéril la sabiduría del cielo, por negligencia de quien la recibe. Y así quiero no se halle en ti descuido ni olvido en lo que tanto te importa, ni pierdas ocasión en que puedas humillarte y trabajar por la gloria de tu Señor; pero que las procures y solicites y todas como fidelísima hija y esposa las logres, para que halles gracia en los ojos del Señor y en los míos, como lo deseas.”

CAPITULO 6

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Algunas conferencias y pláticas de María Santísima y José en cosas divinas, y otros sucesos admirables.

428. Antes que San José tuviera noticia del misterio de la Encarnación, solía la Princesa del cielo leerle en algunos ratos oportunos las divinas Escrituras, en especial los Salmos y otros profetas, y como sapientísima Maestra se las explicaba, y el santo esposo, que también era capaz de esta sabiduría, le preguntaba muchas cosas, admirándose y consolándose con las respuestas divinas que su esposa le daba; con que alternativamente bendecían y alababan al Señor. Pero después que el santo bendito fue ilustrado con la noticia de este gran sacramento, hablaba con él nuestra Reina como con quien era elegido para coadjutor de las obras admirables de nuestra reparación, y con mayor claridad y despliego conferían todas las profecías y divinos oráculos de la concepción del Verbo por Madre Virgen, de su nacimiento, educación y vida santísima. Y todo lo explicaba Su Alteza previniendo y confiriendo lo que debían hacer cuando llegase el día tan deseado en que el niño naciese al mundo y ella le tuviese en sus brazos y alimentase con su virginal leche y el santo esposo participase de esta suma felicidad entre todos los mortales. Sólo de la muerte y pasión, y de lo que sobre esto escribieron Isaías y Jeremías, hablaba menos, porque no le pareció a la prudentísima Reina afligir a su esposo, que era de corazón blando y sencillo, con anticipar esta memoria, ni informarle más de lo que él podía saber por las conferencias que entre los antiguos pasaban sobre la venida del Mesías, y cómo había de ser. Y también quiso aguardar la prudentísima Virgen que el Señor lo manifestase a su siervo, o ella conociese su divina voluntad.

429. Pero con estas dulces pláticas y conferencias era todo inflamado el fidelísimo y dichoso esposo, y con lágrimas de júbilo decía a su divina esposa: “¿Es posible, Señora mía, que en vuestros brazos castísimos he de ver a mi Dios y Reparador? ¿Que le adoraré en ellos, le oiré y tocaré, y mis ojos verán su divino rostro, y será el sudor del mío tan bien afortunado que se ha de emplear en su servicio y sustento, que vivirá con nosotros y comeremos a su mesa, le hablaremos y conversaremos? ¿De dónde a mí tan grande dicha que nadie la pudo merecer? ¡OH, cómo me duele ser tan pobre! ¡Quién tuviera ricos palacios para recibirle y muchos tesoros que ofrecerle!” Le respondía la soberana Reina: “Señor y esposo mío, razón es que vuestro afecto cuidadoso se extienda a todo lo posible en obsequio de su Criador, pero no quiere este gran Dios y Señor nuestro venir al mundo por medio de las riquezas y majestad temporal y ostentosa, porque de ninguna de estas cosas necesita, ni por ellas bajara de los cielos a la tierra. Sólo viene a remediar al mundo y encaminara los hombres por las sendas rectas de la vida eterna, y esto ha de ser por medio de la humildad y pobreza, y en ella quiere nacer, vivir y morir, para desterrar de los corazones mortales la pesada codicia y arrogancia que les impide su felicidad. Por esto escogió nuestra pobre y humilde casa, y no nos quiere ricos de los bienes aparentes, falaces y transitorios, que son vanidad de vanidades y aflicción de espíritu (CLH 1,1.15), oprimen, oscurecen el entendimiento para conocer y penetrar la luz.”

430. Otras veces la pedía el santo a la purísima Señora que le enseñase la condición y ser de las virtudes, en especial del amor de Dios, para saber cómo había de proceder con el Altísimo humanado y para no ser reprobado por siervo inútil e incapaz de servirle. Con estas peticiones condescendía la Reina y Maestra de las virtudes y se las declaraba a su esposo y el modo de obrar en ellas con toda plenitud de perfección. Pero en todos estos documentos procedía con tan rara discreción y humildad, que no pareciese maestra, aunque lo era, ni de su mismo esposo, antes lo disponía en orden de conferencias, o hablando con el Señor, y otras veces preguntando ella a San José e informándole con las mismas preguntas; y en todo dejaba siempre en salvo su profundísima humildad, sin que se hallara ni un ademán en contrario en la prudentísima Señora. Estas pláticas algunas veces, y otras la lección de las Escrituras Santas, mezclaban con el trabajo corporal, cuando era forzoso acudir a él. Y aunque pudiera aliviar a San José la compasión de la amabilísima Señora, que con rara discreción se la mostraba de verle trabajado y cansado, pero a este alivio añadía la doctrina celestial, con cuya atención el santo dichoso trabajaba más con las virtudes que con las manos. Y la mansísima paloma, con prudencia de Virgen sapientísima, le asistía con este divino alimento, declarándole el fruto dichosísimo de los trabajos. Y como en su estimación se juzgaba indigna de que su esposo la sustentase con ellos, con esta consideración estaba siempre humillada, como deudora de aquel sudor de San José y recibiéndolo como una gran limosna y liberal favor. Todas estas razones la obligaban, como si fuera la criatura más inútil de la tierra. Y aunque no podía ayudar al santo esposo en el trabajo de su oficio, porque no era para las fuerzas de mujeres, y mucho menos para la modestia y compostura de la divina Reina, pero con todo eso, en lo que se ajustaba con ella le servía como una humilde criada, ni era posible que su discreta humildad y agradecimiento que a San José tenía sufriese menor correspondencia de su pecho nobilísimo.

431. Entre otras cosas visibles milagrosas que fueron manifiestas a San José con las pláticas de María Santísima, sucedió un día por estos tiempos de su embarazo que vinieron muchas aves de diferente género a festejar a la Reina y Señora de las criaturas, y rodeándola como quien le hacía un coro, le cantaron con admirable armonía, como solían otras veces: y siempre eran cánticos milagrosos, como el venir a visitar a la divina Señora. Nunca San José había visto hasta aquel día esta maravilla, y lleno de admiración y júbilo dijo a su soberana esposa: “¿Es posible, Señora mía, que han de cumplir las avecillas simples y las criaturas sin razón con sus obligaciones mejor que yo? Razón será que si ellas os reconocen, sirven y reverencian en lo que pueden, me deis lugar a mí para que yo cumpla con lo que debo de justicia” Le respondió la prudentísima Virgen: “Señor mío, en lo que hacen estas avecillas del cielo nos ofrece su Autor un eficaz motivo para que nosotros, que le conocemos, hagamos digno empleo de todas nuestras fuerzas y potencias en su alabanza, como ellas le vienen a reconocer en mi vientre; pero yo soy criatura, y por eso no se me debe a mí la veneración, ni es razón yo la admita, pero debe procurar que todos alaben al Muy Alto, porque miró a su sierva (Lc 1,48) y me enriqueció con los tesoros de su divinidad.”

432. Sucedía también no pocas veces que la divina Señora y su esposo San José se hallaban pobres y destituidos del socorro necesario para la vida, porque con los pobres eran liberalísimos de lo que tenían, y nunca eran solícitos (Mt 6,25), como los hijos de este siglo, en prevenir la comida y el vestido con las diligencias anticipadas de la desconfiada codicia; y el Señor disponía para que la fe y la paciencia de su Madre Santísima y de San José no estuviesen ociosas, y porque estas necesidades eran para la divina Señora de incomparable consuelo, no sólo por el amor de la pobreza, sino también por su prodigiosa humildad, con que se juzgaba por indigna del sustento necesario para vivir y le parecía justísimo que sola a ella le faltase como a quien no lo merecía. Y con esta confesión bendecía al Señor en su pobreza, y sólo para su esposo San José, que le reputaba por digno, como santo y justo, pedía al Altísimo le diese en la necesidad el socorro que de su mano esperaba. No se olvidaba el Todopoderoso de sus pobres hasta el fin (Sal 73,19), porque dando lugar al merecimiento y ejercicio, daba también el alimento en el tiempo más oportuno (Sal 144,15). Y esto disponía su providencia divina por varios modos. Algunas veces movía el corazón de sus vecinos y conocidos de María Santísima y el glorioso San José, para que los acudiesen con alguna dádiva graciosa o debida. Otras, y más de ordinario, los socorría Santa Isabel desde su casa; porque después que estuvo en ella la Reina del cielo quedó la devotísima matrona con este cuidado de acudirles a tiempos con algunos beneficios y dones, a que la correspondía siempre la humilde Princesa con alguna obra o labor de sus manos. Y en ocasiones oportunas se valía también, para mayor gloria del Altísimo, de la potestad que como Señora de las criaturas tenía sobre ellas, y mandaba a las aves del aire que le trajesen peces del mar o frutas del campo, y lo ejecutaban al punto, y tal vez le traían algún pan en los picos, de donde el Señor lo disponía. Y muchas veces era testigo de todo esto el santo y dichoso esposo.

433. Por ministerio de los santos ángeles eran socorridos también en algunas ocasiones por admirable modo. Y para referir uno de los muchos milagros que con ellos sucedieron a María Santísima y José, se ha de suponer que la grandeza del ánimo y la fe y liberalidad del santo eran tan grandes, que nunca pudo entrar en su afecto, ni ademán de codicia, ni solicitud alguna. Y aunque trabajaba de sus manos, y también la divina esposa, jamás pedían precio por la obra, ni decían: esto vale o me habéis de dar; porque hacían las obras no por interés, sino por obediencia o caridad de quien las pedía y dejaban en su mano que les diese algún retorno, recibiéndolo no tanto por precio y paga como por limosna graciosa. Esta era la santidad y perfección que desprendía San José en la escuela del cielo que tenía en su casa. Y por esta orden tal vez, porque no les recompensaban su trabajo, venían a estar necesitados y faltarles la comida a su tiempo, hasta que el Señor la proveía. Un día sucedió que pasada la hora ordinaria se hallaron sin tener cosa alguna que comer; y para dar gracias al Señor por este trabajo y esperar que abriese su poderosa mano (Ib. 16), se estuvieron en oración hasta muy tarde, y en el ínterin los santos ángeles les previnieron la comida y les pusieron la mesa, y en ella algunas frutas y pan blanquísimo y peces, y sobre todo un género de guisado o conserva de admirable suavidad y virtud. Y luego fueron algunos de los ángeles a llamar a su Reina, y otros a San José su esposo. Salieron de sus retiros, y reconociendo el beneficio del cielo, con lágrimas y fervor dieron gracias al Muy Alto, y comieron; y después hicieron grandiosos cánticos de alabanza.

434. Otros muchos sucesos semejantes a éstos les pasaban muy de ordinario a María Santísima y a su esposo; que como estaban solos, sin testigos de quien ocultar estas maravillas, no las recateaba el Señor con ellos, que eran los despenseros de la mayor de las maravillas de su brazo poderoso. Sólo advierto que cuando digo cómo hacía la divina Señora cánticos de alabanza o por sí sola o junto con San José y los ángeles, siempre se entienda eran cánticos nuevos; como el que hizo Ana, la madre de Samuel (1 Sarn 2,1ss), y el de Moisés (Dt 32,1ss.; Ex 15,lss), Ezequías (Is 38,10ss) y otros profetas, cuando recibían algún beneficio grande de la mano del Señor. Y si hubieran quedado escritos los que hizo y compuso la Reina del cielo, se pudiera hacer un grande volumen y de incomparable admiración para el mundo.

Doctrina que me dio la misma Reina y Señora nuestra.

435. “Hija mía muy amada, quiero que muchas veces sea renovada en ti la ciencia del Señor y que tenga ciencia de voz (Sab 1,7) en ti, para que conozcas y conozcan los mortales el peligroso engaño y perverso juicio que hacen, como amadores de la mentira (Sal 4,3), en las cosas temporales y visibles. ¿Quién hay de los hombres que no esté comprendido en la fascinación de la desmedida codicia (Sab 4,12)? Todos comúnmente ponen su confianza en el oro y en los bienes temporales, y para acrecentarlos emplean todo el cuidado en las fuerzas humanas; con que en este afán ocupan la vida y tiempo que les fue dado para merecer la felicidad y descanso eterno. Y de tal manera se entregan a este penoso laberinto y desvelo, como si no conocieran a Dios ni su providencia, porque no se acuerdan de pedirle lo que desean, ni tampoco lo apetecen de manera que lo pidan y lo esperen de su mano. Y así lo pierden todo, porque lo fían de la solicitud de la mentira y del engaño, en que libran el efecto de sus deseos terrenos. Esta ciega codicia es raíz de todos los males (1 Tim 6,10), porque en castigo suyo, indignado el Señor de tanta perversidad, deja a los mortales que se entreguen a tan fea y servil esclavitud y se endurezcan las voluntades. Y luego por mayor castigo aparta el Altísimo de ellos su vista, como de objetos aborrecibles, y les niega su paternal protección, que es la última desdicha en la vida humana.

436. “Y aunque es verdad que de los ojos del Señor nadie se puede esconder (Sal 138,7ss), pero cuando los prevaricadores y enemigos de su ley le desobligan, de tal manera aleja de ellos su amorosa vista y atención de su providencia, que vienen a quedar en manos de su propio deseo (Sal 80,13) y no consiguen ni alcanzan los efectos del paternal cuidado que tiene el Señor de aquellos que ponen toda su confianza en él. Los que la ponen en su propia solicitud y en el oro que tocan y sienten, cogen el efecto de aquello que esperaban. Pero lo que dista el ser divino y su poder infinito de la vileza y limitación de los mortales, tanto distan los efectos de la humana codicia de los de la providencia del Altísimo, que se constituye por amparo y protección de los humildes que fían en él; porque a éstos mira Su Majestad con amor y caricia, se regala con ellos, los pone en su pecho y atiende a todos sus deseos y cuidados. Pobres éramos mi santo esposo José y yo, y padecimos a tiempos grandes necesidades, pero ninguna fue poderosa para que en nuestro corazón entrase el contagio de la avaricia ni codicia. Sólo cuidábamos de la gloria del Altísimo, dejándonos a su fidelísimo y amoroso cuidado; y de esto se obligó tanto, como has entendido y escrito, pues por tan diversos modos remediaba nuestra pobreza, hasta mandar a los espíritus angélicos que le asisten nos proveyesen y preparasen la comida.

437. “No quiero decir en esto que los mortales se dejen con ociosidad y negligencia, antes es justo que trabajen todos, y en no hacerlo hay también su vicio muy reprensible. Pero ni el ocio ni el cuidado han de ser desordenados, ni la criatura ha de poner su confianza en su propia solicitud, ni ésta ha de ahogar ni impedir el amor divino, ni ha de querer más de lo que basta para pasar la vida con templanza, ni se ha de persuadir que para conseguirlo le faltará la providencia de su Criador, ni cuando le pareciere a la criatura que tarde se ha de afligir ni desconfiar. Ni tampoco el que tiene abundancia ha de esperar en ella (Eclo 31,8), ni entregarse al ocio para olvidarse que es hombre sujeto a la pena del trabajar. Y así la abundancia como la pobreza se han de atribuir a Dios, para usar de ellas santa y ordenadamente en gloria del Criador y gobernador de todo. Si los hombres se gobernasen con esta ciencia, a nadie faltaría la asistencia del Señor, como de Padre verdadero, y no fuera de escándalo al pobre la necesidad, ni al rico la prosperidad. De ti, hija mía, quiero la ejecución de esta doctrina; y aunque en ti la doy a todos, especialmente la has de enseñar a tus súbditas, para que no se turben ni desconfíen por las necesidades que padecieren, ni sean desordenadamente solícitas de la comida y vestido (Mt 6,25), sino que confíen del Muy Alto y se dejen a su providencia; porque si ellas le corresponden en el amor, yo las aseguro que jamás les faltará lo que hubieren menester. También las amonesta a que siempre sean sus conversaciones (1 Pe 1,15) y pláticas en cosas divinas y santas y en alabanza y gloria del Señor, según la doctrina de sus maestros y Escrituras y santos libros, para que su conversación sea en los cielos (Flp 3,20) con el Altísimo, y conmigo que soy su madre y prelada, y con los espíritus angélicos, para que sean como ellos en el amor.”

CAPITULO 7

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Previene María Santísima las mantillas y fajos para el niño Dios con ardentísimo deseo de verle ya nacido de su vientre.

438. Estaba ya muy adelante el divino embarazo de la Madre del eterno Verbo María Santísima, y para obrar en todo con plenitud de celestial prudencia, aunque sabía que era preciso prevenir mantillas y lo demás necesario para el deseado parto, nada quiso disponer sin la voluntad y orden del Señor y de su santo esposo, para cumplir en todo con las condiciones de sierva obediente y fidelísima. Aunque en aquello que era oficio sólo de madre, y madre sola de su Hijo Santísimo, en quien ninguna criatura tenía parte, podía obrar por sí sola, no lo hizo, sino que habló a su santo esposo José, y le dijo: “Señor mío, ya es tiempo de prevenir las cosas necesarias para el nacimiento de mi Hijo Santísimo. Y aunque Su Majestad infinita quiere ser tratado como los hijos de los hombres, humillándose a padecer sus penalidades, pero de nuestra parte es razón que en su servicio y obsequio, en el cuidado de su niñez y asistencia mostremos que le reconocemos por nuestro Dios y verdadero Rey y Señor. Si me dais licencia, comenzaré a disponer los fajos y mantillas para recibirle y criarle. Yo tengo una tela hilada de mi mano que servirá ahora para los primeros paños de lino, y vos, señor, buscaréis otra de lana que sea suave, blanda y de color humilde para las mantillas; que para más adelante yo le haré una túnica inconsútil y tejida, que será a propósito. Y para que acertemos en todo, hagamos especial oración, pidiendo a Su Alteza nos gobierne, encamine y nos manifieste su voluntad divina, de manera que procedamos con su mayor agrado.”

439. “Esposa y Señora mía - respondió San José, - si con la misma sangre del corazón fuera posible servir a mi Señor y Dios y hacer lo que mandáis, yo me tuviera por satisfecho y por dichoso de derramarla con atrocísimos tormentos, y en falta de esto quisiera tener grandes riquezas y brocados con que serviros en esta ocasión. Disponed lo que fuere conveniente, que en todo quiero obedeceros como vuestro siervo.” Hicieron oración, y a cada uno singularmente respondió el Altísimo con una misma voz, renovando la ciencia y noticia que antes había tenido la soberana Señora muchas veces; porque de nuevo dijo Su Majestad a ella y a su esposo José: “Yo he venido del cielo a la tierra, para levantar la humildad y humillar la soberbia, para honrar la pobreza y despreciar las riquezas, a deshacer la vanidad y fundar la verdad y a hacer aprecio digno de los trabajos. Y por esto es mi voluntad, que en la humanidad que he recibido me tratéis en lo exterior como si fuera hijo de entrambos, y en el interior me reconoceréis por Hijo de mi eterno Padre y verdadero Dios, con la veneración y amor que como a hombre y Dios se me debe.”

440. Confirmados María Santísima y José con esta voz divina en la sabiduría con que habían de proceder en la crianza del niño Dios, confirieron el más alto y perfecto estilo de reverenciarle como a su verdadero Dios infinito que se ha visto en puras criaturas y tratarle juntamente en los ojos del mundo como si fuera hijo de entrambos, pues así lo pensarían los hombres y lo quería el mismo Señor. Y este acuerdo y mandato cumplieron con tanta plenitud, que fue admiración del cielo; y adelante diré más en esto (Cf. infra n.506,508,536,545,etc). Determinaron a si mismo, que en la esfera y estado de su pobreza era razón hacer en obsequio del niño Dios cuanto fuese posible, sin exceder ni faltar para que el sacramento del Rey estuviese oculto con el velo de la humilde pobreza y el encendido amor que tenían no quedase frustrado en lo que podían ejecutarle. Luego San José, en recambio de algunas obras de sus manos, buscó dos telas de lana, como la divina esposa había dicho: una blanca y otra de color más morado que pardo, entrambos las mayores que pudo hallar, y de ellas cortó la divina Reina las primeras mantillas para su Hijo Santísimo; y de la tela que ella había hilado y tejido cortó las camisillas y sabanillas en que empañarle. Era esta tela muy delicada, como de tales manos, y la comenzó desde el día en que entró en su casa con San José, con intento de llevarla a ofrecer al templo. Y aunque este deseo se conmutó tan mejorado, con todo eso, de la que sobró, hechas las alhajitas del niño Dios, cumplió la ofrenda en el templo santo de Jerusalén. Todos estos aliños y ropa necesaria para el divino parto los hizo la gran Señora por sus manos y los cosió y aderezó estando siempre de rodillas y con lágrimas de incomparable devoción. Previno San José flores y yerbas, las que pudo hallar, y otras cosas aromáticas de que la diligente Madre hizo agua olorosa más que de ángeles, y rociando los fajos consagrados para la hostia y sacrificio (Ef. 5,2) que esperaba, los dobló y aliñó y puso en una caja, en que después los llevó consigo a Belén, como diré adelante (Cf. infra n.452).

441. Todas estas obras de la princesa del cielo María Santísima se han de entender y pesar no desnudas y sin alma, como yo las refiero, sino vestidas de hermosura, llenas de santidad y magnificencia (Sal 95,6) y en mayor colmo y plenitud de perfección que el humano juicio puede investigar. Porque todas las obras de la sabiduría divina las trataba magníficamente (2 Mac 2,9 (A.)) y como Madre de la misma sabiduría y Reina de las virtudes, ofrecía el sacrificio de la nueva dedicación y templo de Dios vivo en la humanidad santísima de su Hijo, que había de nacer al mundo. Conocía la soberana Señora más que todo el resto de las criaturas la incomprensible alteza del misterio de humanarse Dios y bajar al mundo, y no incrédula, sino admirada, con encendido amor y veneración repetía muchas veces lo que Salomón fabricando el templo (2 Par 6,18 (A.)): ¿Cómo será posible que habite Dios con los hombres en la tierra? Si todo el cielo y los cielos de los cielos son estrechos para recibiros, ¿cuánto lo será esta habitación de la humanidad que se ha fabricado en mis entrañas? Pero si aquel templo, que sirvió tan solamente para oír Dios las oraciones que se ofrecían en él, se fabricó y dedicó con tan espléndido aparato de oro, plata, tesoros y sacrificios (3 Re 6,1ss), ¿qué haría la Madre del verdadero Salomón en la fábrica y dedicación del templo vivo donde habitaba corporalmente la plenitud y verdadera divinidad (Col 2,9) del mismo Dios eterno e incomparable? Todo lo que en sombras contenían aquellos sacrificios y tesoros sin número que para el templo figurativo se ofrecían, lo cumplió María Santísima, no con prevenciones de oro y plata ni brocados, que en este tiempo no buscaba Dios estas ofrendas, pero con las virtudes heroicas y con las riquezas de la gracia y dones del Altísimo, con que hacía cánticos de alabanza. Ofrecía holocaustos de su ardentísimo corazón, discurría por todas las Escrituras sagradas, y los himnos, salmos y cánticos los aplicaban y reducía a este misterio, añadiendo mucho más. Las figuras antiguas las obraba verdadera y místicamente con ejercicio de las virtudes y actos interiores y exteriores. Convidaba y llamaba a todas las criaturas para que alabasen y diesen honor, alabanza y gloria a su Criador y le esperasen para ser santificadas con su venida al mundo. Y en muchas de estas obras la acompañaba su felicísimo y dichoso esposo José.

442. Los altísimos merecimientos que acumulaba la Princesa del cielo con estos actos y ejercicios, y el agrado y complacencia que en ellos recibía el Señor, no basta lengua ni entendimiento humano criado para manifestarlo. Y si el menor grado de gracia que recibe cualquiera criatura con un acto de virtud que ejercite, vale más que todo el universo y natural, ¿qué aumentos de gracia alcanzaría la que no sólo excedió a los antiguos sacrificios, ofrendas y holocaustos y a todos los merecimientos humanos, pero a los de los supremos serafines, excediéndoles mucho? Y llegaban a tal extremo los afectos amorosos de la divina Señora, esperando a su Hijo y Dios verdadero, para recibirle en sus brazos, criarle a sus pechos, alimentarle de su mano, tratarle y servirle, adorándole hecho hombre de su misma carne y sangre, que en este incendio dulcísimo de amor se hubiera exhalado y resuelto, si con milagrosa asistencia del mismo Dios no fuera preservada de la muerte y confortada y corroborada su vida. Y muchas veces la perdiera, si muchas no la conservara su Hijo Santísimo, porque de ordinario le miraba en su virginal vientre, y con claridad divina veía su humanidad unida a la divinidad y todos los actos interiores de aquella santísima alma y el modo y postura del cuerpo y las oraciones que hacía por ella, por San José y por todo el linaje humano, y singularmente por los predestinados. Todos estos y otros misterios conocía, y en la imitación y alabanza se inflamaba toda, como quien tenía encerrado en su pecho el fuego abrasador que ilumina y no consume (Ex 3,2).

443. Entre tantos incendios de la divina llama decía algunas veces hablando con su Hijo Santísimo: “Amor mío dulcísimo, Criador del universo, ¿cuándo gozarán mis ojos de la luz de vuestro divino rostro? ¿Cuándo se consagrarán mis brazos en el altar de la hostia que aguarda vuestro eterno Padre? ¿Cuándo besando como sierva, donde hollaren vuestras plantas, llegaré como madre al ósculo deseado de mi alma (Cant 1,1), para que participe con vuestro divino aliento de vuestro mismo Espíritu? ¿Cuándo la luz inaccesible, que sois vos, Dios verdadero de Dios verdadero y lumbre de la lumbre (Credo niceno-constantinopolitano), se manifestará a los mortales, después de tantos siglos que os han tenido oculto a nuestra vista? ¿Cuándo los hijos de Adán, cautivos por sus culpas, conocerán su Redentor, verán su salvación, hallarán entre sí mismos a su Maestro, su Hermano y Padre verdadero? ¡Oh vida mía, luz de mi alma, virtud mía, querido mío, por quien vivo muriendo! Hijo de mis entrañas, ¿cómo hará oficio de madre la que no lo sabe hacer de esclava ni merece tal título? ¿Cómo os trataré yo dignamente, que soy un gusanillo vil y pobre? ¿Cómo os serviré y administraré, siendo vos la misma santidad y bondad infinita, yo polvo y ceniza? ¿Cómo osaré hablar en vuestra presencia ni estar ante vuestro divino acatamiento? Vos, dueña de todo mi ser, que me escogisteis, siendo pequeña, entre las demás hijas de Adán, gobernad mis acciones, encaminad mis deseos, inflamad mis afectos, para que en todo acierte a daros gusto y agrado. ¿Y qué haré yo, bien mío, si de mis entrañas salís al mundo a padecer afrentas y morir por el linaje humano, si no muero con vos y os acompaño al sacrificio, siendo mi ser y mi vida? Quite la mía la causa y motivo que ha de quitar la vuestra, pues tan unidas están. Menos bastará que vuestra muerte, para redimir el mundo y millares de mundos; muera yo por vos y padezca vuestras ignominias, y vos con vuestro amor y luz santificad al mundo y alumbrad las tinieblas de los mortales. Y si no es posible revocar el decreto del eterno Padre, para que sea la Redención copiosa (Sal 129,7) y quede satisfecha vuestra excesiva caridad, recibid mis afectos, y tenga yo parte en todos los trabajos de vuestra vida, pues sois mi Hijo y Señor.

444. La variedad de estos y otros efectos dulcísimos hacían hermosísima a la Reina de los cielos en los ojos del Príncipe (Est 2,9) de las eternidades que tenía en el tálamo de su virginal vientre. Y todos se solían mover conforme las acciones de aquella humanidad santísima deificada, porque las miraba la digna Madre para imitarlas. Y tal vez el niño Dios en aquella sagrada caverna se ponía de rodillas para orar al Padre, tras en forma de cruz, como ensayándose para ella. Y desde allí, como desde el supremo trono de los cielos lo hace ahora, miraba y conocía con la ciencia de su alma santísima todo lo que ahora conoce, sin que se le escondiese criatura alguna presente, pasada, ni futura, con todos sus pensamientos y movimientos, y a todos atendía como Maestro y Redentor. Y como todos estos misterios eran manifiestos a su divina Madre y para corresponder a esta ciencia estaba llena de gracias y dones celestiales, obraba en todo con tan alta plenitud y santidad, que no hay palabras para que la humana capacidad pueda explicarlo. Pero si nuestro juicio no está pervertido y nuestro corazón no es de piedra, insensible y duro, no será posible que a la vista y al toque de tan eficaces como admirables obras no se halle herido de dolor amoroso y rendido agradecimiento.

Doctrina que me dio la Reina Santísima María.

445. “De este capítulo quiero, hija mía, quedes advertida de la decencia con que se han de tratar todas las cosas consagradas y dedicadas al divino culto; y a si mismo quede reprendida la irreverencia con que los mismos ministros del Señor le ofenden en este descuido. Y no deben despreciar ni olvidar el enojo que tiene Su Majestad contra ellos, por la grosera descortesía e ingratitud con que tratan los ornamentos y cosas sagradas que de ordinario tienen entre las manos sin atención ni respeto alguno. Y mucho mayor es la indignación del Altísimo con los que tienen frutos y estipendios de su sangre preciosísima y los gastan y consumen en vanidades y torpezas o cosas profanas y menos decentes. Buscan para sus regalos y comodidades lo más precioso y estimable, y para el culto y honra del Altísimo aplican lo más grosero, despreciado y vil. Y cuando esto sucede, en especial en los lienzos que tocan al cuerpo y sangre de mi Hijo Santísimo, como son los corporales y purificadores, quiero que entiendas cómo los santos ángeles, que asisten al eminente y altísimo sacrificio de la misa, están como corridos y desvían la vista de semejantes ministros y se admiran de que tenga el Todopoderoso tan largo sufrimiento con ellos y que disimule su osadía y desacato. Y aunque no todos le cometen en esto, pero son muchos; y patos los que se señalan en demostración y cuidado del culto divino y tratan en lo exterior las cosas sagradas con más respeto; pero éstos son los menos, y aun entre ellos no todos lo hacen con intención recta y por la reverencia debida, sino por vanidad y otros fines terrenos; de manera que vienen a ser muy raros los que puramente y con ánimo sencillo adoran al Criador en espíritu y verdad (Jn 4,24).

446. “Considera, carísima, qué podremos sentir los que estamos a la vista del ser incomprensible del Altísimo y conocemos que su bondad inmensa crió a los hombres para que le adorasen y diesen reverencia y culto, y para eso les dejó esta ley en la misma naturaleza y les entregó todo el resto de las criaturas graciosamente; y luego miramos la ingratitud con que ellos corresponden a su Criador inmenso, pues las mismas cosas que reciben de su liberal mano se las regatean para honrarle, y para esto eligen lo más vil y desechado (Mal 1,8), Y para sus vanidades lo más precioso y estimable. Esta culpa es poco advertida y conocida, y así quiero que tú no sólo la llores con verdadero dolor, pero que la recompenses en lo que fuere posible, mientras fueres prelada. Da lo mejor al Señor y advierte a tus religiosas que con sencillo y devoto corazón se ocupen en el aliño y limpieza de las cosas sagradas; y no sólo en las de su convento, pero trabajando por hacer lo mismo para las iglesias pobres que tienen falta de corporales y otras alhajas de ornamentos. Y tengan segura confianza que les pagará el Señor este santo celo de su sagrado culto y remediará su pobreza y acudirá como Padre a las necesidades del convento, que nunca por esto vendrá a mayor pobreza. Este es el oficio más propio y legítimo de las esposas de Cristo y en él debían ejercitarse el tiempo que les sobra después del coro y otras obligaciones de la obediencia. Y si todas las religiosas tomaran de intento estas ocupaciones tan honestas, loables y agradables a Dios, nada les faltara para la vida, y en la tierra formaran un estado angélico y celestial. Y porque no quieren atender a este obsequio del Señor, se convierten muchas, dejadas de su mano, a tan peligrosas liviandades y distracciones, que por abominables a mis ojos no quiero que las escribas ni las pienses, salvo para llorarlas con lo íntimo del corazón y pedir a Dios el remedio de los pecados que tanto le irritan, ofenden y desagradan.

447. “Mas porque mi voluntad con especiales razones se inclina a mirar amorosamente a las monjas de tu convento, quiero que en mi nombre y de mi parte las amonestes y compelas con amorosa fuerza, para que siempre vivan retiradas y muertas al mundo, con inviolable olvido de todo lo que hay en él, y que entre sí mismas sea su trato en el cielo (Flp 3,20) y en cosas divinas, y que sobre toda estimación conserven la paz y caridad intacta que tantas veces les amonestas. Y si en esto me obedecieren, yo les ofrezco mi protección eterna y me constituyo por su Madre, amparo y defensa, como lo soy tuya, y les ofrezco asimismo mi continua y eficaz intercesión con mi Hijo Santísimo si no me desobligaren. Y para todo esto las persuadirás siempre a mi especial devoción y amor y que le escriban en su corazón; que con esta fidelidad de su parte alcanzarán todo lo que tú deseas, y más que yo haré con ellas. Y para que con alegría se ocupen prontas en las cosas del culto divino y tomen por su cuenta todo lo que a esto pertenece, acuérdales lo que yo hacía para servicio de mi Hijo Santísimo y del templo. Y quiero que entiendas que los santos ángeles se admiraban del celo, cuidado, atención y limpieza con que trataba todas las cosas que habían de servir a mi Hijo y Señor. Y esta solicitud amorosa y reverente previno en mí todo lo que era necesario para su crianza, sin que jamás me faltase, como algunos han pensado, con qué cubrirle y servirle, como entenderás en toda esta Historia, porque no cabía en mi prudencia y amor ser negligente o inadvertida en esto.”

CAPITULO 8

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Se publica el edicto del emperador César Augusto de empadronar todo el imperio, y lo que hizo San José cuando lo supo.

448. Determinado estaba por la voluntad inmutable del Altísimo que el Unigénito del Padre naciera en la ciudad de Belén; y en virtud de este divino decreto lo profetizaron mucho antes de cumplirse los santos y profetas antiguos, porque la determinación de la voluntad del Señor absoluta siempre es infalible, y faltarán los cielos y la tierra antes que deje de cumplirse (Mt 24,35), pues nadie puede resistir a ella (Est 13,9). La ejecución de este decreto inmutable dispuso el Señor por medio de un edicto que publicó el emperador César Augusto en el imperio romano, para que como refiere San Lucas (Lc 2,1 (A.)) se escribiese o numerase todo el orbe. Se extendía entonces el imperio romano a la mayor parte de lo que se conocía del orbe, y por eso se llamaban señores de todo el mundo, no haciendo cuenta de lo demás. Y esta descripción era para confesarse todos por vasallos del emperador y tributarle cierto censo, como a señor natural en lo temporal; y para este reconocimiento acudía cada uno a escribirse en el registro común de su propia ciudad (Ib. 3). Llegó este edicto a Nazaret, y a noticia de San José, y volviendo a su casa, porque lo había oído fuera de ella, afligido y contristado, refirió a su divina esposa lo que pasaba con la novedad del edicto. La prudentísima Virgen respondió: “No os ponga en ese cuidado, señor mío y esposo, el edicto del emperador terreno, que todos nuestros sucesos están por cuenta del Señor y Rey del cielo y tierra, y su providencia nos asistirá y gobernará en cualquiera caso. Dejémonos en su confianza, que no seremos defraudados.”

449. Estaba María Santísima capaz de todos los misterios de su Hijo Santísimo y sabía ya las profecías y el cumplimiento de ellas y que el Unigénito del Padre y suyo había de nacer en Belén como peregrino y pobre. Pero nada de todo esto manifestó a San José, porque sin orden del Señor no declaraba su secreto. Y lo que no se le mandaba decir, todo lo callaba con admirable prudencia, no obstante el deseo de consolar a su fidelísimo y santo esposo José, porque se quería dejar a su gobierno y obediencia y no proceder como prudente y sabia consigo misma (Prov 3,7 (A.)) contra el consejo del Sabio. Trataron luego de lo que debían hacer, porque ya se acercaba el parto de la divina Señora, estando su embarazo tan adelante, y San José la dijo: “Reina del cielo y tierra y Señora mía, si no tenéis orden del Altísimo para otra cosa, paréceme forzoso que yo vaya a cumplir con este edicto del emperador. Y aunque bastaría ir solo porque a las cabezas de las familias les compete esta legacía, no me atreveré a dejaros sin asistir a vuestro servicio, ni yo tampoco viviré sin vuestra presencia, ni tendré un punto de sosiego estando ausente; no es posible que mi corazón se aquiete sin veros. Y para que vayáis conmigo a nuestra ciudad de Belén, donde nos toca esta profesión de la obediencia del emperador, veo que vuestro divino parto está muy cerca, y así por esto como por mi gran pobreza temo poneros en tan evidente riesgo. Si os sucediese el parto en el camino con descomodidad y no poderla reparar, sería para mí de incomparable desconsuelo. Este cuidado me aflige. Os suplico, Señora mía, lo presentéis delante el Altísimo y le pidáis oiga mis deseos de no apartarme de vuestra compañía.

450. Obedeció la humilde esposa a lo que ordenaba San José, y, aunque no ignoraba la voluntad divina, tampoco quiso omitir esta acción de pura obediencia, como súbdita sumisísima. Presentó el Señor la voluntad y deseos de su fidelísimo esposo, y la respondió Su Majestad: “Amiga y paloma mía, obedece a mi siervo José en lo que te ha propuesto y desea. Acompáñale en la jornada. Yo seré contigo y te asistiré con mi paternal amor y protección en los trabajos y tribulaciones que por mí padecerás y, aunque serán muy grandes, mi brazo poderoso te sacará gloriosa de todas. Tus pasos serán hermosos en mis ojos (Cant 7,1), no temas y camina, porque ésta es mi voluntad. Luego mandó el Señor, a vista de la divina Madre, a los ángeles santos de su guarda, con nueva intimación y precepto que la sirviesen en aquella jornada con especial asistencia y advertido cuidado, según los magníficos y misteriosos sucesos que se le ofrecerían en toda ella. Y sobre los mil ángeles que de ordinario la guardaban, mandó el mismo Señor a otros nueve mil más que asistiesen a su Reina y Señora, y la sirviesen de suerte que la acompañasen todos diez mil juntos, desde el día que comenzase la jornada. Así lo cumplieron todos, como fidelísimos siervos y ministros del Señor, y la sirvieron, como adelante diré (Cf. infra n.456-461,470,589,619,622,631,634,etc.). Y la gran Reina fue renovada y preparada con nueva luz divina, en que conoció nuevos misterios de los trabajos que se le ofrecerían nacido el niño Dios, con la persecución de Herodes y otros cuidados y tribulaciones que sobrevendrían. Y para todo ofreció su invicto corazón preparado (Sal 107,2) y no turbado, y dio gracias al Señor por todo lo que en ella obraba y disponía.

451. Volvió la gran Reina del cielo con la respuesta a San José y le declaró la voluntad del Altísimo de que le obedeciese y acompañase en su jornada a Belén. Con que el santo esposo quedó lleno de nuevo júbilo y consuelo, y reconociendo este gran favor de la mano del Señor, le dio gracias con profundos actos de humildad y reverencia, y hablando a su divina esposa, la dijo: “Señora mía, y causa de mi alegría, de mi felicidad y dicha, sólo me resta dolerme en este viaje de los trabajos que en él habéis de padecer, por no tener caudal para vencerlos y llevaros con la comodidad que yo quisiera preveniros para la peregrinación. Pero deudos y conocidos y amigos hallaremos en Belén de nuestra familia, que yo espero nos recibirán con caridad, y allí descansaréis de la molestia del camino, si lo dispone el Altísimo, como yo vuestro siervo lo deseo.” Era verdad que el santo esposo José lo prevenía así con su afecto, mas el Señor tenía dispuesto lo que él entonces ignoraba; y porque se le frustraron sus deseos sintió después mayor amargura y dolor, como se verá. No declaró María Santísima a José lo que en el Señor tenía previsto del misterio de su divino parto, aunque sabía no sucedería lo que él pensaba, pero antes bien animándole, le dijo: “Esposo y señor mío, yo voy con mucho gusto en vuestra compañía y haremos la jornada como pobres en el nombre del Altísimo, pues no desprecia Su Alteza la misma pobreza, que viene a buscar con tanto amor. Y supuesto será su protección y amparo con nosotros en la necesidad y en el trabajo, pongamos en ella nuestra confianza. Y vos, señor mío, poned por su cuenta todos vuestros cuidados.”

452. Determinaron luego el día de su partida, y el santo esposo con diligencia salió por Nazaret a buscar alguna bestezuela en que llevar a la Señora del mundo: y no fácilmente pudo hallarla, por la mucha gente que salía a diferentes ciudades a cumplir con el mismo edicto del emperador. Pero después de muchas diligencias y penoso cuidado halló San José un jumentillo humilde, que si pudiéramos llamarle dichoso, lo había sido entre todos los animales irracionales, pues no sólo llevó a la Reina de todo lo criado, y en ella al Rey y Señor de los reyes y señores, pero después se halló en el nacimiento del niño (Is 1,3) y dio a su Criador el obsequio que los hombres le negaron, como adelante se dirá (Cf. infra n .485). Previnieron lo necesario para el viaje, que fue jornada de cinco días; y era la recámara de los divinos caminantes con el mismo aparato que llevaron en la primera peregrinación que hicieron a casa de Zacarías, como arriba se dijo, libro III, capítulo 15, número 196, porque sólo llevaban pan y fruta y algunos peces, que era el ordinario manjar y regalo de que usaban. Y como la prudentísima Virgen tenía luz de que tardaría mucho tiempo en volver a su casa, no sólo llevó consigo las mantillas y fajos prevenidos para su divino parto, pero dispuso las cosas con disimulación, de manera que todas estuviesen al intento de los fines del Señor y sucesos que esperaba; y dejaron encargada su casa a quien cuidase de ella mientras volvían.

453. Llegó el día y hora de partir para Belén, y como el fidelísimo y dichoso José trataba ya con nueva y suma reverencia a su soberana esposa, andaba como vigilante y cuidadoso siervo inquiriendo y procurando en qué darla gusto y servirla, y la pidió con grande afecto le advirtiese de todo lo que deseaba y que él ignorase para su agrado, descanso y alivio, y dar beneplácito al Señor que llevaba en su virginal vientre. Agradeció la humilde Reina estos afectos santos de su esposo, y remitiéndolos a la gloria y obsequio de su Hijo Santísimo, le consoló y animó para el trabajo del camino, con asegurarle de nuevo el agrado que tenía Su Majestad de todos sus cuidados, y que recibiesen con igualdad y alegría del corazón las penalidades que como pobres se les seguirían en la jornada. Y para darle principio se hincó de rodillas la Emperatriz de las alturas y pidió a San José le diese su bendición. Y aunque el varón de Dios se encogió mucho y dificultó el hacerlo por la dignidad de su esposa, pero ella venció en humildad y le obligó a que se la diese. Lo hizo San José con gran temor y reverencia, y luego con abundantes lágrimas se postró en tierra y la pidió le ofreciese de nuevo a su Hijo Santísimo y le alcanzase perdón y su divina gracia. Con esta preparación partieron de Nazaret a Belén, en medio del invierno, que hacía el viaje más penoso y desacomodado. Pero la Madre de la vida, que la llevaba en su vientre, sólo atendía a sus divinos efectos y recíprocos coloquios, mirándole siempre en su tálamo virginal, imitándole en sus obras y dándole mayor agrado y gloria que todo el resto de las criaturas juntas.

Doctrina que me dio la Reina Santísima María.

454. “Hija mía, todo el discurso de mi vida y en cada uno de los capítulos y misterios que vas escribiendo conocerás la divina y admirable providencia del Altísimo y su paternal amor para conmigo, su humilde sierva. Y aunque la capacidad humana no puede dignamente penetrar y ponderar estas obras admirables y de tan alta sabiduría, pero debe venerarlas con todas sus fuerzas y disponerse para mi imitación y para la participación de los favores que el Señor me hizo. Porque no han de imaginar los mortales que sólo en mí y para mí se quiso mostrar Dios santo, poderoso y bueno infinitamente; y es cierto que si alguna y todas las almas se entregasen del todo a la disposición y gobierno de este Señor, conocieran luego con experiencia aquella misma fidelidad, puntualidad y suavísima eficacia con que disponía Su Majestad conmigo todas las cosas que tocaban a su gloria y servicio y también gustaran aquellos dulcísimos efectos y movimientos divinos que yo sentía con el rendimiento que tenía a su santísima voluntad, y no menos recibieran respectivamente la abundancia de sus dones, que como en un piélago infinito están casi represados en su divinidad. Y de la manera que si al peso de las aguas del mar se les diese algún conducto por donde según su inclinación hallasen despedida, correrían con invencible ímpetu, así procederían la gracia y beneficios del Señor sobre las criaturas racionales si ellas diesen lugar y no impidiesen su corriente. Esta ciencia ignoran los mortales, porque no se detienen a pensar y considerar las obras del Altísimo.

455. “De ti quiero que la estudies y escribas en tu pecho, y que a si mismo aprendas de mis obras el secreto que debes guardar de tu interior y lo que en él tienes, y la pronta obediencia y rendimiento a todos, anteponiendo siempre el parecer ajeno a tu dictamen propio. Pero esto ha de ser de manera que para obedecer a tus superiores y padre espiritual has de cerrar los ojos, aunque conozcas que en alguna cosa que te mandan ha de suceder lo contrario, como sabía yo que no sería lo que mi santo esposo José esperaba sucedería en la jornada de Belén. Y si esto te mandase otro inferior o igual, calla y disimula y ejecuta todo lo que no fuere culpa o imperfección. Oye a todos con silencio y advertencia para que aprendas. En hablar serás muy tarda y detenida, que esto es ser prudente y advertida. También te acuerdo de nuevo, que para todo lo que hicieres pidas al Señor te dé su bendición, para que no te apartes de su divino beneplácito. Y si tuvieres oportunidad, pide también licencia y bendición a tu padre espiritual y maestro, porque no te falte el gran merecimiento y perfección de estas obras, y me des a mí el agrado que de ti deseo.”

CAPITULO 9

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La jornada que Maria Santísima hizo de Nazaret a Belén en compañía del santo esposo José, y los ángeles que la asistían.

456. Partieron de Nazaret para Belén María purísima y el glorioso San José, a los ojos del mundo tan solos como pobres y humildes peregrinos, sin que nadie de los mortales los reputase ni estimase más de lo que con él tienen granjeado la humildad y pobreza. Pero, ¡oh admirables sacramentos del Altísimo, ocultos a los soberbios e inescrutables para la prudencia carnal! No caminaban solos, pobres ni despreciados, sino prósperos, abundantes y magníficos: eran el objeto más digno del eterno Padre y de su amor inmenso y lo más estimable de sus ojos, llevaban consigo el tesoro del cielo y de la misma divinidad, los veneraban toda la corte de los ciudadanos celestiales y reconocían las criaturas insensibles la viva y verdadera Arca del Testamento, mejor que las aguas del Jordán a su figura y sombra cuando corteses se dividieron para hacerle franco el paso a ella y a los que la seguían (Jos 3,16 (A.)). Los acompañaron los diez mil ángeles que arriba dije, núm. 450; fueron señalados por el mismo Dios para que sirviesen a Su Majestad y a su Santísima Madre en toda esta jornada; y estos escuadrones celestiales iban en forma humana visible para la divina Señora, más refulgentes cada uno que otros tantos soles, haciéndola escolta, y ella iba en medio de todos más guarnecida y defendida que el lecho de Salomón con los sesenta valentísimos de Israel (Cant 3,7 (A.)) que ceñidas las espadas le rodeaban. Fuera de estos diez mil ángeles asistían otros muchos que bajaban y subían a los cielos, enviados del Padre eterno a su Unigénito humanado y a su Madre Santísima, y de ellos volvían con las legacías que eran enviados y despachados.

457. Con este real aparato oculto a los mortales caminaban María Santísima y José, seguros de que a sus pies no les ofendería la piedra (Sal 90,12 (A.)) de la tribulación, porque mandó a sus ángeles el Señor que los llevasen en las manos de su defensa y custodia. Y este mandato cumplían los ministros fidelísimos, sirviendo como vasallos a su gran Reina, con admiración de alabanza y gozo, viendo recopilados en una pura criatura tantos sacramentos juntos, tales perfecciones, grandezas y tesoros de la divinidad, y todo con la dignidad y decencia que aun a su misma capacidad angélica excedía. Hacían nuevos cánticos al Señor, contemplándole sumo Rey de gloria descansando en su reclinatorio de oro (Cant 3,10 (A.)), y a la divina Madre, ya como carroza incorruptible y viva, ya como espiga fértil de la tierra prometida (Lev 23,10) que encerraba el grano vivo, ya como nave rica del mercader (Prov 31,14 (A.)), que le llevaba a que naciera en la "casa del pan" (Belén), para que muriendo en la tierra (Jn 12,24 (A.)) fuese multiplicado en el cielo. Les duró cinco días la jornada; que por el embarazo de la Madre Virgen, ordenó su Esposo llevarla muy despacio. Y nunca la soberana Reina conoció noche en este viaje; porque, algunos días que caminaban parte de ella, despedían los ángeles tan grande resplandor como todas las iluminarias del cielo juntas cuando al mediodía tienen su mayor fuerza en la más clara serenidad. Y de este beneficio y de la vista de los ángeles gozaba San José en aquellas horas de las noches; y entonces se formaba un coro celestial de todos juntos, en que la gran Señora y su esposo alternaban con los soberanos espíritus admirables cánticos e himnos de alabanza, con que los campos se convertían en nuevos cielos. Y de la vista y resplandor de sus ministros y vasallos gozó la Reina en todo el viaje, y de dulcísimos coloquios interiores que tenía con ellos.

458. Con estos admirables favores y regalos mezclaba el Señor algunas penalidades y molestias que se ofrecían a su divina Madre en el viaje. Porque el concurso de la gente en las posadas, por los muchos que caminaban con la ocasión del imperial edicto, era muy penoso e incómodo para el recato y modestia de la purísima Madre y Virgen y para su esposo, porque como pobres y encogidos eran menos admitidos que otros y les alcanzaba más descomodidad que a los muy ricos; que el mundo, gobernado por lo sensible, de ordinario distribuye sus favores al revés y con acepción de personas. Oían nuestros santos peregrinos repetidas palabras ásperas en las posadas a donde llegaban fatigados, y en algunas los despedían como a gente inútil y despreciable, y muchas veces admitían a la Señora de cielo y tierra en un rincón de un portal, y otras aun no le alcanzaba; y se retiraban ella y su esposo a otros lugares más humildes y menos decentes en la estimación del mundo; pero en cualquiera lugar, por contentible que fuese, estaba la corte de los ciudadanos del cielo con su Rey supremo y Reina soberana, y luego todos la rodeaban y encerraban como un impenetrable muro, con que el tálamo de Salomón estaba seguro y defendido de los temores nocturnos (Cant 3,8 (A.)). Y su fidelísimo esposo José, viendo a la Señora de los cielos tan guarnecida de sus ejércitos divinos, descansaba y dormía, porque ella también cuidaba de esto, para que se aliviase algo del trabajo del camino. Y ella se quedaba en coloquios celestiales con los diez mil ángeles que la asistían.

459. Aunque Salomón en los Cantares comprendió grandes misterios de la Reina del cielo por diversas metáforas y similitudes, pero en el capítulo 3 habló más expresamente de lo que sucedió a la divina Madre en el embarazo de su Hijo Santísimo y en esta jornada que hizo para su sagrado parto; porque entonces fue cuando se cumplió a la letra todo lo que allí se dice del lecho de Salomón, de su carroza y reclinatorio de oro, de la guarda que le puso de los fortísimos de Israel que gozan de la visión divina y todo lo demás que contiene aquella profecía, cuya inteligencia basta haberla apuntado en lo que se ha dicho para convertir toda mi admiración al sacramento de la sabiduría infinita en estas obras tan venerables para la criatura. ¿Quién habrá de los mortales tan duro que no se ablande su corazón, o tan soberbio que no se confunda, o tan inadvertido que no se admire de ver una maravilla compuesta de tan varios y contrarios extremos? ¡Dios infinito y verdaderamente oculto y escondido en el tálamo virginal de una doncella tierna llena de hermosura y gracia, inocente, pura, suave, dulce, amable a los ojos de Dios y de los hombres, sobre todo cuanto el mismo Señor ha criado y criará jamás! ¡Esta gran Señora, con el tesoro de la divinidad, despreciada, afligida, desestimada y arrojada de la ciega ignorancia y soberbia mundana! Y por otra parte, en los lugares más contentibles, ¡amada y estimada de la beatísima Trinidad, regalada de sus caricias, servida de sus ángeles, reverenciada, defendida y amparada de su grande y vigilante custodia! ¡Oh hijos de los hombres, tardos y duros de corazón (Sal 4,3), qué engañosos son vuestros pesos y juicio, como dice David (Sal 61,10), que estimáis a los ricos, despreciáis a los pobres, levantáis a los soberbios y abatís a los humildes, arrojáis a los justos y aplaudís a los vanos! Ciego es vuestro dictamen, y errada vuestra elección, con que os halláis frustrados en vuestros mismos deseos. Ambiciosos que buscáis riquezas y tesoros y os halláis pobres y abrazados con el aire, si recibierais al Arca verdadera de Dios, recibierais y consiguierais muchas bendiciones de la diestra divina, como Obededón (2 Sam 6,1l), pero porque la despreciasteis, os sucedió a muchos lo que a Oza (Ib. 7), que quedasteis castigados.

460. Conocía y miraba la divina Señora entre todo esto la variedad de almas que había en todos los que iban y venían y penetraba sus pensamientos más ocultos y el estado que cada una tenía, en gracia o en pecado, y los grados que en estos diferentes extremos tenían; y de muchas almas conocía si eran predestinadas o réprobas, si habían de perseverar o caer o levantarse; y toda esta variedad le daba motivos de ejercitar heroicos actos de virtudes con unos y por otros; porque para muchos alcanzaba la perseverancia, para otros eficaz auxilio con que se levantasen del pecado a la gracia, por otros lloraba y clamaba al Señor con íntimos afectos, y por los réprobos, aunque no pidiese tan eficazmente, sentía intensísimo dolor de su final perdición. Y fatigada muchas veces con estas penas, más sin comparación que con el trabajo del camino, sentía algún desfallecimiento en el cuerpo, y los santos ángeles, llenos de refulgente luz y hermosura, la reclinaban en sus brazos, para que en ellos descansase y recibiese algún alivio. A los enfermos, afligidos y necesitados consolaba por el camino, sólo con orar por ellos y pedir a su Hijo Santísimo el remedio de sus trabajos y necesidades; porque en esta jornada, por la multitud y concurso de la gente, se retiraba a solas sin hablar, atendiendo mucho a su divino embarazo, que ya se manifestaba a todos. Este era el retorno que la Madre de misericordia daba a los mortales por el mal hospedaje que de ellos recibía.

461. Y para mayor confusión de la ingratitud humana, sucedió alguna vez que, como era invierno, llegaban a las posadas con grandes fríos de las nieves y lluvias que no quiso el Señor les faltase esta penalidad [y] era necesario retirarse a los mismos lugares viles donde estaban los animales, porque no les daban otro mejor los hombres; y la cortesía y humanidad que les faltaba a ellos, tenían las bestias, retirándose y respetando a su Hacedor y a su Madre, que le tenía en su virginal vientre. Bien pudiera la Señora de las criaturas mandar a los vientos, a la escarcha y a la nieve que no la ofendieran, pero no lo hacía por no privarse de la imitación de Cristo su Hijo Santísimo en padecer, aun antes que él saliese de su virgíneo vientre, y así la fatigaron algo estas inclemencias en el camino. Pero el cuidadoso y fiel esposo San José atendía mucho a abrigarla, y más lo hacían los espíritus angélicos, en especial el príncipe San Miguel, que siempre asistió al lado diestro de su Reina, sin desampararla un punto en este viaje, y repetidas veces la servía, llevándola del brazo cuando se hallaba algo cansada. Y cuando era voluntad del Señor la defendía de los temporales inclementes y hacía otros muchos oficios en obsequio de la divina Señora y del bendito fruto de su vientre, Jesús.

462. Con la variedad alternada de estas maravillas llegaron nuestros peregrinos, María Santísima y José, a la ciudad de Belén el quinto día de su jornada a las cuatro de la tarde, sábado, que en aquel tiempo del solsticio hiemal ya a la hora dicha se despide el sol y se acerca la noche. Entraron en la ciudad buscando alguna casa de posada, y discurriendo muchas calles, no sólo por posadas y mesones, pero por las casas de los conocidos y de su familia más cercanos, de ninguno fueron admitidos y de muchos despedidos con desgracia y con desprecios. Seguía la honestísima Reina a su esposo, llamando él de casa en casa y de puerta en puerta, entre el tumulto de la mucha gente. Y aunque no ignoraba que los corazones y las casas de los hombres estarían cerrados para ellos, con todo eso por obedecer a San José quiso padecer aquel trabajo y honestísimo pudor o vergüenza que para su recato, y en el estado y edad que se hallaba, fue de mayor pena que faltarles la posada. Discurriendo por la ciudad llegaron a la casa donde estaba el registro y padrón público, y por no volver a ella se escribieron, y pagaron el fisco y la moneda del tributo real, con que salieron ya de este cuidado. Prosiguieron su diligencia y fueron a otras posadas, y habiéndola buscado en más de cincuenta casas, de todas fueron arrojados y despedidos; admirándose los espíritus soberanos de los altísimos misterios del Señor, de la paciencia y mansedumbre de su Madre Virgen y de la insensible dureza de los hombres. Con esta admiración bendecían al Altísimo en sus obras y ocultos sacramentos, porque desde aquel día quiso acreditar y levantar a tanta gloria la humildad y pobreza despreciada de los mortales.

463. Eran las nueve de la noche cuando el fidelísimo José lleno de amargura e íntimo dolor se volvió a su esposa prudentísima, y la dijo: “Señora mía dulcísima, mi corazón desfallece de dolor en esta ocasión viendo que no puedo acomodaros, no sólo como vos lo merecéis y mi afecto lo deseaba, pero ningún abrigo ni descanso, que raras veces o nunca se le niega al más pobre y despreciado del mundo. Misterio sin duda tiene esta permisión del cielo, que no se muevan los corazones de los hombres a recibirnos en sus casas. Me acuerdo, Señora, que fuera de los muros de la ciudad está una cueva que suele servir de albergue a los pastores y a su ganado. Lleguémonos allá, que si por dicha está desocupada, allí tendréis del cielo algún amparo cuando nos falta de la tierra.” Le respondió la prudentísima Virgen: “Esposo y señor mío, no se aflija vuestro piadosísimo corazón, porque no se ejecutan los deseos ardentísimos que produce el afecto que tenéis al Señor. Y pues le tengo en mis entrañas, por él mismo os suplico que le demos gracias por lo que así dispone. El lugar que me decís será muy a propósito para mi deseo. Conviértanse vuestras lágrimas en gozo con el amor y posesión de la pobreza, que es el tesoro rico e inestimable de mi Hijo Santísimo. Este viene a buscar desde los cielos, preparémosele con júbilo del alma, que no tiene la mía otro consuelo, y vea yo que me le dais en esto. Vamos contentos a donde el Señor nos guía.” Encaminaron para allá los santos ángeles a los divinos esposos, sirviéndoles de lucidísimas antorchas, y llegando al portal o cueva, la hallaron desocupada y sola. Y llenos de celestial consuelo, por este beneficio alabaron al Señor, y sucedió lo que diré en el capítulo siguiente.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María Santísima.

464. “Hija mía carísima, si eres de corazón blando y dócil para el Señor, poderosos serán los misterios divinos que has escrito y entendido para mover en ti afectos dulces y amorosos con el Autor de tantas y tales maravillas, en cuya presencia quiero de ti que desde hoy hagas nuevo y grande aprecio de verte desechada y desestimada del mundo. Y dime, amiga, si en recambio de este olvido y menosprecio admitido con voluntad alegre, pone Dios en ti los ojos y la fuerza de su amor suavísimo, ¿por qué no comprarás tan barato lo que vale no menos que infinito precio? ¿Qué te darán los hombres cuando más te celebren y te estimen? ¿Y qué dejarás si los desprecias? ¿No es todo mentira y vanidad? ¿No es una sombra fugitiva y momentánea que se les desvanece entre las manos a los que trabajan por cogerla? Pues cuando todo lo tuvieras en las tuyas, ¿qué hicieras en despreciarlo de balde? Considera bien cuánto menos harás en arrojarlo por granjear el amor del mismo Dios, el mío y de sus ángeles; niégalo todo, carísima, y de corazón; y si no te despreciare el mundo tanto como debes desearlo, despréciale tú a él y queda libre, expedita y sola, para que te acompañe el todo y sumo bien y recibas con plenitud los felicísimos efectos de su amor y con libertad le correspondas.

465. “Es tan fiel amante mi Hijo Santísimo de las almas, que me puso a mí por maestra y ejemplar vivo para enseñarlas el amor de la humildad y el eficaz desprecio de la vanidad y soberbia. Y también fue orden suya que para su grandeza y para mí, su sierva y Madre, faltase abrigo y acogida entre los hombres, dando motivo con este desamparo para que después las almas enamoradas y afectuosas se le ofrezcan, y obligarse con tan fina voluntad a venir y estar en ellas; como también buscó la soledad y la pobreza, no porque para sí tuviese necesidad de estos medios para obrar las virtudes en grado perfectísimo, sino para enseñar a los mortales que éste era el camino más breve y seguro para lo levantado del amor divino y unión con el mismo Dios.

466. “Bien sabes, carísima, que incesantemente eres enseñada y amonestada con la luz de lo alto, para que olvidada de lo terreno y visible te ciñas de fortaleza (Prov 31,17) y te levantes a imitarme, copiando en ti, según tus fuerzas, los actos y virtudes que de mi vida te manifiesto. Y éste es el primer intento de la ciencia que recibes para escribirla, porque tengas en mí este arancel y de él te valgas para componer tu vida y obras al modo que yo imitaba las de mi Hijo dulcísimo. Y el temor que te ha causado este mandato, imaginándole superior a tus fuerzas, le has de moderar y cobrar ánimo con lo que dice mi Hijo Santísimo por el evangelista San Mateo (Mt 5,48 (A.)): Sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial. Esta voluntad del Altísimo que propone a su Iglesia Santa no es imposible a sus hijos, y si ellos de su parte se disponen, a ninguno le negará esta gracia, para conseguir la semejanza con el Padre celestial, porque esto les mereció mi Hijo Santísimo; pero el pesado olvido y desprecio que hacen los hombres de su redención impide que se consiga en ellos eficazmente su fruto.

467. De ti, hija mía, quiero especialmente esta perfección y te convido para ella por medio de la suave ley del amor a que encamino mi doctrina. Considera y pesa con la divina luz en qué obligación te pongo, y trabaja para corresponder a ella con prudencia de hija fiel y solícita, sin que te embarace dificultad o trabajo alguno, ni omitir virtud ni acción de perfección por ardua que sea. Ni te has de contentar con solicitar tu amistad con Dios y la salvación propia, pero si quieres ser perfecta a mi imitación y cumplir con lo que enseña el Evangelio, has de procurar la salvación de otras almas y la exaltación del santo nombre de mi Hijo y ser instrumento en su mano poderosa para cosas fuertes y de su mayor agrado y gloria.”

CAPITULO 10

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Nace Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén dé Judea.

468. El palacio que tenía prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los señores para hospedar en el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde choza o cueva, a donde María Santísima y José se retiraron despedidos de los hospicios y piedad natural de los mismos hombres, como queda dicho en el capítulo pasado. Era este lugar tan despreciado y contentible, que con estar la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar, con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de desnudez, soledad y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero sol de justicia (Mal 4,2), que para los rectos de corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las tinieblas de la noche símbolo de las del pecado que ocupaban todo el mundo.

469. Entraron María Santísima y José en este prevenido hospicio, y con el resplandor que despedían los diez mil ángeles que los acompañaban pudieron fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban, con gran consuelo y lágrimas de alegría. Luego los dos santos peregrinos hincados de rodillas alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran sacramento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en santificando con sus plantas aquella felicísima cuevecita, sintió una plenitud de júbilo interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda de unos peñascos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales, pero el eterno Padre la tenía destinada para abrigo y habitación de su mismo Hijo.

470. Los espíritus angélicos, que como milicia celestial guardaban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en el palacio real. Y en la forma corpórea y humana que tenían, se le manifestaban también al santo esposo José, que en aquella ocasión era conveniente gozase de este favor, así por aliviar su pena, viendo tan adornado y hermoso aquel pobre hospicio con las riquezas del cielo, como para aliviar y animar su corazón y levantarle más para los sucesos que prevenía el Señor aquella noche y en tan despreciado lugar. La gran Reina y Emperatriz del cielo, que ya estaba informada del misterio que se había de celebrar, determinó limpiar con sus manos aquella cueva que luego había de servir de trono real y propiciatorio sagrado, porque ni a ella le faltase ejercicio de humildad, ni a su Hijo unigénito aquel culto y reverencia que era el que en tal ocasión podía prevenirle por adorno de su templo.

471. El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la humilde Señora. Y porque estando los santos ángeles en forma humana.visible -parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota porfía y de la humildad de su Reina-, luego con emulación santa ayudaron a este ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se llegaron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su esposo.

472. Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y deteniéndose un breve espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le llegaba el parto felicísimo. Rogó a su esposo José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió que también ella hiciese lo mismo, y para esto aliñó y previno con las ropas que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para servicio de los animales que en ella recogían. Y dejando a María Santísima acomodada en este tálamo, se retiró el Santo José a un rincón del portal, donde se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suavísima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxtasis altísimo, donde se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en el paraíso (Gen 2,21 (A.)).

473. En el lugar que estaba la Reina de las criaturas fue al mismo tiempo movida de un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue levantándose más con nuevos lúmines y cualidades que la dio el Altísimo, de los que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la divinidad. Con estas disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no tengo bastantes, capaces y adecuados términos ni palabras para manifestar lo que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y fecundidad me hace pobre de razones.

474. Le declaró el Altísimo a su Madre Virgen cómo era tiempo de salir al mundo de su virginal tálamo, y el modo cómo esto había de ser cumplido y ejecutado. Y conoció la prudentísima Señora en esta visión las razones y fines altísimos de tan admirables obras y sacramentos, así de parte del mismo Señor, como de lo que tocaba a las criaturas, para quien se ordenaban inmediatamente. Se postró ante el trono real de la divinidad y, dándole gloria y magnificencia, gracias y alabanzas por sí y las que todas las criaturas le debían por tan inefable misericordia y dignación de su inmenso amor, pidió a Su Majestad nueva luz y gracia para obrar dignamente en el servicio, obsequio, educación del Verbo humanado, que había de recibir en sus brazos y alimentar con su virginal leche. Esta petición hizo la divina Madre con humildad profundísima, como quien entendía la alteza de tan nuevo sacramento, cual era el criar y tratar como madre a Dios hecho hombre, y porque se juzgaba indigna de tal oficio, para cuyo cumplimiento los supremos serafines eran insuficientes. Prudente y humildemente lo pensaba y pesaba la Madre de la sabiduría (Eclo 24,24), y porque se humilló hasta el polvo y se deshizo toda en presencia del Altísimo, la levantó Su Majestad y de nuevo la dio título de Madre suya, y la mandó que como Madre legítima y verdadera ejercitase este oficio y ministerio: que le tratase como a Hijo del eterno Padre y juntamente Hijo de sus entrañas. Y todo se le pudo fiar a tal Madre, en que encierro todo lo que no puedo explicar con más palabras.

475. lorlEstuvo María Santísima en este rapto y visión beatífica más de una hora inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había estado nueve meses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo efectos tan divinos y levantados, que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado. Quedó en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y refulgente, que no parecía criatura humana y terrena: el rostro despedía rayos de luz como un sol entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el espíritu elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito del Padre y suyo (Lc 2,7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a la hora de media noche, día de domingo, y el año de la Creación del mundo, que la Iglesia Romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta se me ha declarado es la cierta y verdadera.

476. Otras circunstancias y condiciones de este divinísimo parto, aunque todos los fieles las suponen por milagrosas, pero como no tuvieron otros testigos más que a la misma Reina del cielo y sus cortesanos, no se pueden saber todas en particular, salvo las que el mismo Señor ha manifestado a su Santa Iglesia en común, o a particulares almas por diversos modos. Y porque en esto creo hay alguna variedad, y la materia es altísima y en todo venerable, habiendo yo declarado a mis prelados que me gobiernan lo que conocí de estos misterios para escribirlos, me ordenó la obediencia que de nuevo los consultase con la divina luz y preguntase a la Emperatriz del cielo mi madre y maestra, y a los santos ángeles que me asisten y sueltan las dificultades que se me ofrecen, algunas particularidades que convenían a la mayor declaración del parto sacratísimo de María, Madre de Jesús, Redentor nuestro. Y habiendo cumplido con este mandato, volví a entender lo mismo, y me fue declarado que sucedió en la forma siguiente:

477. En el término de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado (Cf. supra n.473), nació de ella el sol de justicia, Hijo del eterno Padre y suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el virginal claustro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro, sin aquella túnica que llaman secundina en la que nacen comúnmente enredados los otros niños y están envueltos en ella en los vientres de sus madres. Y no me detengo en declarar la causa de donde pudo nacer y originarse el error que se ha introducido de lo contrario. Basta saber y suponer que en la generación del Verbo humanado y en su nacimiento, el brazo poderoso del Altísimo tomó y eligió de la naturaleza todo aquello que pertenecía a la verdad y sustancia de la generación humana, para que el Verbo hecho hombre verdadero, verdaderamente se llamase concebido, engendrado y nacido como hijo de la sustancia de su Madre siempre Virgen. Pero en las demás condiciones que no son de esencia, sino accidentales a la generación y natividad, no sólo se han de apartar de Cristo Señor nuestro y de su Madre Santísima las que tienen relación y dependencia de la culpa original o actual, pero otras muchas que no derogan a la sustancia de la generación o nacimiento y en los mismos términos de la naturaleza contienen alguna impuridad o superfluidad no necesaria para que la Reina del cielo se llame Madre verdadera y Cristo Señor nuestro hijo suyo y que nació de ella. Porque ni estos efectos del pecado o naturaleza eran necesarios para la verdad de la humanidad santísima, ni tampoco para el oficio de Redentor o Maestro; y lo que no fue necesario para estos tres fines, y por otra parte redundaba en mayor excelencia de Cristo y de su Madre santísimos, ¿no se ha de negar a entrambos? Ni los milagros que para ello fueron necesarios se han de recatear con el Autor de la naturaleza y gracia y con la que fue su digna Madre, prevenida, adornada y siempre favorecida y hermoseada; que la divina diestra en todos tiempos la estuvo enriqueciendo de gracias y dones y se extendió con su poder a todo lo que en pura criatura fue posible.

478. Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese virgen en concebir y parir por obra del Espíritu Santo, quedando siempre virgen. Y aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la naturaleza, pero le faltara a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no estuviese y careciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo Santísimo. También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los demás, pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legítima Madre, y por esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la naturaleza este parto otras pensiones y tributos de menos pureza que contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como consiguiente al milagroso modo de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y aquella túnica secundina no se había de corromper fuera del virginal vientre, por haber estado tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y sustancia materna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino cuerpo, para salir penetrando el de su Madre Santísima, como diré luego. Y el milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del vientre, se pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.

479. Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo y sin otra cosa material o corporal que le acompañase, pero salió glorioso y transfigurado; porque la divinidad y sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma santísima redundase y se comunicase al cuerpo del niño Dios al tiempo del nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17,2 (A.)) en presencia de los tres apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para penetrar el claustro virginal y dejarle ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes pudiera Dios hacer otros milagros: que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo dicen los doctores santos (S. TOMÁS, Summa, III, q.28 a.2 ad 2. (Nota de la autora.)) que no conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto divino la prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido informada de esto, con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se habían cerrado por el amor de su Hijo Santísimo, le viesen luego en naciendo con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza.

480. El sagrado evangelista San Lucas dice (Lc 2,7) que la Madre Virgen, habiendo parido a su Hijo primogénito, le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre. Y no declara quién le llevó a sus manos desde su virginal vientre, porque esto no pertenecía a su intento. Pero fueron ministros de esta acción los dos príncipes soberanos San Miguel y San Gabriel, que como asistían en forma humana corpórea al misterio, al punto que el Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el tálamo virginal, salió a luz, en debida distancia le recibieron en sus manos con incomparable reverencia, y al modo que el sacerdote propone al pueblo la sagrada hostia para que la adore, así estos dos celestiales ministros presentaron a los ojos de la divina Madre a su Hijo glorioso y refulgente. Todo esto sucedió en breve espacio. Y al punto que los santos Ángeles presentaron al niño Dios a su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y Madre santísimos, hiriendo ella el corazón del dulce niño y quedando juntamente llevada y transformada en él. Y desde las manos de los dos santos príncipes habló el Príncipe celestial a su feliz Madre, y la dijo: “Madre, asimílate a mí, que por el ser humano que me has dado quiero desde hoy darte otro nuevo ser de gracia más levantado, que siendo de pura criatura se asimile al mío, que soy Dios y hombre por imitación perfecta.” Respondió la prudentísima Madre: Trae me post te, in odorem unguentorum tuorum curremos” (Cant 1,3 (A.)). “Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus ungüentos.” Aquí se cumplieron muchos de los ocultos misterios de los Cantares; y entre el niño Dios y su Madre Virgen pasaron otros de los divinos coloquios que allí se refieren, como: Mi amado para mí y yo para él (Cant 2,16), y se convierte para mí (Cant 7,10). Atiende qué hermosa eres, amiga mía, y tus ojos son de paloma. Atiende qué hermoso eres, dilecto mío” (Cant 1,14-15); y otros muchos sacramentos que para referirlos sería necesario dilatar más de lo que es necesario este capítulo.

481. Con las palabras que oyó María Santísima de la boca de su Hijo dilectísimo juntamente la fueron patentes los actos interiores de su alma santísima unida a la divinidad, para que imitándolos se asimilase a él. Y este beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa Madre de su Hijo, hombre y Dios verdadero no sólo porque desde aquella hora fue continuo por toda su vida, pero porque fue el ejemplar vivo de donde ella copió la suya, con toda la similitud posible entre la que era pura criatura y Cristo hombre y Dios verdadero. Al mismo tiempo conoció y sintió la divina Señora la presencia de la Santísima Trinidad, y oyó la voz del Padre eterno que decía: Este es mi Hijo amado, en quien recibo grande agrado y complacencia” (Mt 17,5). Y la prudentísima Madre, divinizada toda entre tan encumbrados sacramentos, respondió y dijo: “Eterno Padre y Dios altísimo, Señor y Criador del universo, dadme de nuevo vuestra licencia y bendición para que con ella reciba en mis brazos al deseado de las gentes (Ag 2,8), y enseñadme a cumplir en el ministerio de madre indigna y de esclava fiel vuestra divina voluntad.” Oyó luego una voz que le decía: “Recibe a tu unigénito Hijo, imítale, críale y advierte que me lo has de sacrificar cuando yo te le pida. Aliméntale como madre y reverénciale como a tu verdadero Dios.” Respondió la divina Madre: “Aquí está la hechura de vuestras divinas manos, adornadme de vuestra gracia para que vuestro Hijo y mi Dios me admita por su esclava; y dándome la suficiencia de vuestro gran poder, yo acierte en su servicio, y no sea atrevimiento que la humilde criatura tenga en sus manos y alimente con su leche a su mismo Señor y Criador.”

482. Acabados estos coloquios tan llenos de divinos misterios, el niño Dios suspendió el milagro o volvió a continuar el que suspendía los dotes y gloria de su cuerpo santísimo, quedando represada sólo en el alma, y se mostró sin ellos en su ser natural y pasible. Y en este estado le vio también su Madre purísima, y con profunda humildad y reverencia, adorándole en la postura que ella estaba de rodillas, le recibió de manos de los santos ángeles que le tenían. Y cuando le vio en las suyas, le habló y le dijo: “Dulcísimo amor mío, lumbre de mis ojos y ser de mi alma, venid en hora buena al mundo, sol de justicia (Mal 4,2), para desterrar las tinieblas del pecado y de la muerte. Dios verdadero de Dios verdadero, redimid a vuestros siervos, y vea toda carne a quien le trae la salud (Is 52,10). Recibid para vuestro obsequio a vuestra esclava y suplid mi insuficiencia para serviros. Hacedme, Hijo mío, tal como queréis que sea con vos.” Luego se convirtió la prudentísima Madre a ofrecer su Unigénito al eterno Padre, y dijo: “Altísimo Criador de todo el universo, aquí está el altar y el sacrificio aceptable a vuestros ojos. Desde esta hora, Señor mío, mirad al linaje humano con misericordia, y cuando merezcamos vuestra indignación, tiempo es de que se aplaque con vuestro Hijo y mío. Descanse ya la justicia, y magnifíquese vuestra misericordia, pues para esto se ha vestido el Verbo divino la similitud de la carne del pecado (Rom 8,3) y se ha hecho hermano de los mortales y pecadores. Por este título los reconozco por hijos y pido con lo íntimo de mi corazón por ellos. Usted, Señor poderoso, me habéis hecho Madre de vuestro Unigénito sin merecerlo, porque esta dignidad es sobre todos merecimientos de criaturas, pero debo a los hombres en parte la ocasión que han dado a mi incomparable dicha, pues por ellos soy Madre del Verbo humanado pasible y Redentor de todos. No les negaré mi amor, mi cuidado y desvelo para su remedio. Recibid, eterno Dios, mis deseos y peticiones para lo que es de vuestro mismo agrado y voluntad.”

483. Se convirtió también la Madre de misericordia a todos los mortales, y hablando con ellos dijo: “Consuélense los afligidos, alégrense los desconsolados, levántense los caídos, pacifíquense los turbados, resuciten los muertos, letifíquense los justos, alégrense los santos, reciban nuevo júbilo los espíritus celestiales, alíviense los profetas y patriarcas del limbo y todas las generaciones alaben y magnifiquen al Señor que renovó sus maravillas. Venid, venid, pobres; llegad, párvulos, sin temor, que en mis manos tengo hecho cordero manso al que se llama león; al poderoso, flaco; al invencible, rendido. Venid por la vida, llegad por la salvación, acercaos por el descanso eterno, que para todos le tengo y se os dará de balde y le comunicaré sin envidia. No queráis ser tardos y pesados de corazón, oh hijos de los hombres. Y usted, dulce bien de mi alma, dadme licencia para que reciba de vos aquel deseado ósculo de todas las criaturas.” Con esto la felicísima Madre aplicó sus divinos y castísimos labios a las caricias tiernas y amorosas del niño Dios, que las esperaba como Hijo suyo verdadero.

484. Y sin dejarle de sus brazos, sirvió de altar y de sagrario donde los diez mil ángeles en forma humana adoraron a su Criador hecho hombre. Y como la Beatísima Trinidad asistía con especial modo al nacimiento del Verbo encarnado, quedó el cielo como desierto de sus moradores, porque toda aquella corte invisible se trasladó a la feliz cueva de Belén y adoró también a su Criador en hábito nuevo y peregrino. Y en su alabanza entonaron los santos ángeles aquel nuevo cántico: “Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus borue voluntatis - “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). Y con dulcísima y sonora armonía le repitieron, admirados de las nuevas maravillas que veían puestas en ejecución y de la indecible prudencia, gracia, humildad y hermosura de una doncella tierna de quince años, depositaria y ministra digna de tales y tantos sacramentos.

485. Ya era hora que la prudentísima y advertida Señora llamase a su fidelísimo esposo San José, que, como arriba dije (Cf. supra n.472), estaba en divino éxtasis, donde conoció por revelación todos los misterios del sagrado parto que en aquella noche se celebraron. Pero convenía también que con los sentidos corporales viese y tratase, adorase y reverenciase al Verbo humanado, antes que otro alguno de los mortales, pues él solo era entre todos escogido para despensero fiel de tan alto sacramento. Volvió del éxtasis mediante la voluntad de su divina Esposa, y restituido en sus sentidos, lo primero que vio fue el niño Dios en los brazos de su virgen Madre, arrimado a su sagrado rostro y pecho. Allí le adoró con profundísima humildad y lágrimas. Le besó los pies con nuevo júbilo y admiración, que le arrebatara y disolviera la vida, si no le conservara la virtud divina, y los sentidos perdiera, si no fuera necesario usar de ellos en aquella ocasión. Luego que el Santo José adoró al niño, la prudentísima Madre pidió licencia a su mismo Hijo para asentarse, que hasta entonces había estado de rodillas, y administrándole San José los fajos y pañales que traían, le envolvió en ellos con incomparable reverencia, devoción y aliño, y así empañado y fajado, con sabiduría divina le reclinó la misma Madre en el pesebre, como el evangelista San Lucas dice (Lc 2,7), aplicando algunas pajas y heno a una piedra, para acomodarle en el primer lecho que tuvo Dios hombre en la tierra fuera de los brazos de su Madre. Vino luego, por voluntad divina, de aquellos campos un buey con suma presteza, y entrando en la cueva se juntó al jumentillo que la misma Reina había llevado; y ella les mandó adorasen con la reverencia que podían y reconociesen a su Criador. Obedecieron los humildes animales al mandato de su Señora y se postraron ante el niño y con su aliento le calentaron y sirvieron con el obsequio que le negaron los hombres. Así estuvo Dios hecho hombre envuelto en paños, reclinado en el pesebre entre dos animales, y se cumplió milagrosamente la profecía: que conoció el buey a su dueño y el jumento al pesebre de su señor, y no lo conoció Israel, ni su pueblo tuvo inteligencia (Is 1,3).

Doctrina de la Reina María Santísima.

486. “Hija mía, si los mortales tuvieran desocupado el corazón y sano juicio para considerar dignamente este gran sacramento de piedad que el Altísimo obró por ellos, poderosa fuera su memoria para reducirlos al camino de la vida y rendirlos al amor de su Criador y Reparador. Porque siendo los hombres capaces de razón, si de ella usaran con la dignidad y libertad que deben, ¿quién fuera tan insensible y duro que no se enterneciera y moviera a la vista de su Dios humanado y humillado a nacer pobre, despreciado, desconocido, en un pesebre entre animales brutos, sólo con el abrigo de una madre pobre y desechada de la estulticia y arrogancia del mundo? En presencia de tan alta sabiduría y misterio, ¿quién se atreverá a amar la vanidad y soberbia, que aborrece y condena el Criador de cielo y tierra con su ejemplo? Ni tampoco podrá aborrecer la humildad, pobreza y desnudez, que el mismo Señor amó y eligió para sí, enseñando el medio verdadero de la vida eterna. Pocos son los que se detienen a considerar esta verdad y ejemplo, y con tan fea ingratitud son pocos los que consiguen el fruto de tan grandes sacramentos.

487. Pero si la dignación de mi Hijo Santísimo se ha mostrado tan liberal contigo en la ciencia y luz tan clara que te ha dado de estos admirables beneficios del linaje humano, considera bien, carísima, tu obligación y pondera cuánto y cómo debes obrar con la luz que recibes. Y para que correspondas a esta deuda, te advierto y exhorto de nuevo que olvides todo lo terreno y lo pierdas de vista y no quieras ni admitas otra cosa del mundo más de lo que te puede alejar y ocultar de él y de sus moradores, para que desnudo el corazón de todo afecto terreno, te dispongas para celebrar en él los misterios de la pobreza, humildad y amor de tu Dios humanado. Aprende de mi ejemplo la reverencia, temor y respeto con que le has de tratar, como yo lo hacía cuando le tenía en mis brazos; y ejecutarás esta doctrina cuando tú le recibas en tu pecho en el venerable sacramento de la Eucaristía, donde está el mismo Dios y hombre verdadero que nació de mis entrañas. Y en este sacramento le recibes y tienes realmente tan cerca, que está dentro de ti misma con la verdad que yo le trataba y tenía, aunque por otro modo.

488. “En esta reverencia y temor santo quiero que seas extremada, y que también adviertas y entiendas, que con la obra de entrar Dios sacramentado en tu pecho te dice lo mismo que a mí me dijo en aquellas razones: Que me asimilase a él, como lo has entendido y escrito. El bajar del cielo a la tierra, nacer en pobreza y humildad, vivir y morir en ella con tan raro ejemplo y enseñanza del desprecio del mundo y de sus engaños, y la ciencia que de estas obras te ha dado, señalándose contigo en alta y encumbrada inteligencia y penetración, todo esto ha de ser para ti una voz viva que debes oír con íntima atención de tu alma y escribirla en tu corazón, para que con discreción hagas propios los beneficios comunes y entiendas que de ti quiere mi Hijo Santísimo y mi Señor los agradezcas y recibas, como si por ti (Gal 2,20) sola hubiera bajado del cielo a redimirte y obrar todas las maravillas y doctrina que dejó en su Iglesia Santa.”

CAPITULO 11

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Cómo los santos ángeles evangelizaron en diversas partes el nacimiento de nuestro Salvador, y los pastores vinieron a adorarle.

489. Habiendo celebrado los cortesanos del cielo en el portal de Belén el nacimiento de su Dios humanado y nuestro Reparador, fueron luego despachados algunos de ellos por el mismo Señor a diversas partes, para que evangelizasen las dichosas nuevas a los que según la divina voluntad estaban dispuestos para oírlas. El santo príncipe Miguel fue a los santos padres del limbo y les anunció cómo el Unigénito del Padre eterno hecho hombre había ya nacido y quedaba en el mundo y en un pesebre entre animales, humilde y manso cual ellos le habían profetizado. Y especialmente habló a los santos Joaquín y Ana de parte de la dichosa Madre, porque ella misma se lo ordenó, y les dio la enhorabuena de que ya tenía en sus brazos al deseado de las gentes y prenunciado de todos los profetas y patriarcas. Fue el día de mayor consuelo y alegría que en su largo destierro había tenido toda aquella gran congregación de justos y santos. Y reconociendo todos al nuevo Hombre y Dios verdadero por autor de la salvación eterna, hicieron nuevos cánticos en su alabanza y le adoraron y dieron culto. San Joaquín y Ana, por medio del paraninfo del cielo San Miguel, pidieron a María su hija santísima que en su nombre reverenciase al niño Dios, fruto bendito de su virginal vientre, y así lo hizo luego la gran Reina del mundo, oyendo con extremado júbilo todo lo que el santo Príncipe le refirió de los padres del limbo.

490. Otro ángel de los que guardaban y asistían a la divina Madre fue enviado a Santa Isabel y su hijo Juan, y habiéndoles anunciado la nueva natividad del Redentor, la prudente matrona con su hijo, aunque era tan niño y tierno, se postraron en tierra y adoraron a su Dios humanado en espíritu y verdad (Jn 4,23). Y el niño que estaba consagrado para su precursor fue renovado interiormente con nuevo espíritu más inflamado que el de Elías, causando estos misterios en los mismos ángeles nueva admiración y alabanza. Pidieron también San Juan y su madre a nuestra Reina, por medio de los ángeles, que en nombre de los dos adorase a su Hijo Santísimo y los ofreciese de nuevo a su servicio; y todo lo cumplió luego la Reina celestial.

491. Con este aviso despachó luego Santa Isabel un propio a Belén y con él envió un regalo a la feliz Madre del niño Dios, que fue algún dinero, lienzo y otras cosas para abrigo del recién nacido y de su pobre Madre y esposo. Fue el propio con solo orden que visitase a su prima y a José y que atendiese a la comodidad y necesidad que tuviesen, y de esto y su salud trajese nuevas ciertas. No tuvo este hombre más noticia del sacramento que sólo lo exterior que vio y reconoció, pero admirado y tocado de una fuerza divina volvió renovado interiormente y con júbilo admirable contó a Santa Isabel la pobreza y agrado de su deuda y del niño y José, y los efectos que de verlo todo había sentido; y en el corazón dispuesto de la piadosa matrona fueron admirables los que obró tan sincera relación. Y si no interviniera la voluntad divina para el secreto y recato de tan alto sacramento, no se pudiera contener para dejar de visitar a la Madre Virgen y al niño Dios recién nacido. De las cosas que les envió tomó alguna parte la Reina, para suplir en algo la pobreza en que se hallaba, y lo demás distribuyó con los pobres; que de éstos no quiso le faltase compañía los días que estuvo en el portal o cueva del nacimiento.

492. Fueron también otros ángeles a dar las mismas nuevas a Zacarías, a Simeón y Ana la profetisa, y a otros algunos justos y santos, de quienes se pudo fiar el nuevo misterio de nuestra redención; porque hallándolos el Señor dignamente prevenidos para recibirle con alabanza y fruto, parecía como deuda a su virtud no ocultarle el beneficio que se concedía al linaje humano. Y aunque no todos los justos de la tierra conocieron entonces este sacramento, pero en todos hubo algunos efectos divinos en la hora que nació el Salvador del mundo, porque todos los que estaban en gracia sintieron interior júbilo, nuevo y sobrenatural, ignorando la causa en particular. Y no sólo hubo mutaciones en los ángeles y en los justos, sino en otras criaturas insensibles, porque todas las influencias de los planetas se renovaron y mejoraron. El sol apresuró mucho su curso, las estrellas dieron mayor resplandor, y para los Reyes magos se formó aquella noche la milagrosa estrella (Mt 2,2) que los encaminó a Belén; muchos árboles dieron flor y otros frutos, algunos templos de ídolos se arruinaron y otros ídolos cayeron y salieron de ellos demonios. Y de todos estos milagros, y otros que fueron manifiestos al mundo aquel día, daban diferentes causas los hombres desatinando en la verdad. Sólo entre los justos hubo muchos que con impulso divino sospecharon o creyeron que Dios había venido al mundo, aunque con certeza nadie lo supo, fuera de aquellos a quienes Él mismo lo reveló. Entre ellos fueron los tres Reyes magos, a quienes enviaron otros ángeles de los custodios de la Reina, que a cada uno singularmente, donde estaban en las partes del oriente, les revelaran intelectualmente por habla interior cómo el Redentor del linaje humano había nacido en pobreza y humildad. Y con esta revelación se les infundieron nuevos deseos de buscarle y adorarle, y luego vieron la señalada estrella que los encaminó a Belén, como diré adelante (Cf. infra p.II n.552ss).

493. Entre todos fueron muy dichosos los pastores (Lc 2,8) de aquella región, que desvelados guardaban sus rebaños a la misma hora del nacimiento. Y no sólo porque velaban con aquel honesto cuidado y trabajo que padecían por Dios, mas también porque eran pobres, humildes y despreciados del mundo, justos y sencillos de corazón, eran de los que en el pueblo de Israel esperaban con fervor y deseaban la venida del Mesías, y de ella hablaban y conferían repetidas veces. Tenían mayor semejanza con el autor de la vida, tanto cuanto eran más disímiles del fausto, vanidad y ostentación mundana y lejos de su diabólica astucia. Representaban con estas nobles condiciones el oficio que venía a ejercer el Pastor bueno, a reconocer sus ovejas y ser de ellas reconocido (Jn 10,14). Por estar en tan conveniente disposición, merecieron ser citados y convidados como primicias de los santos por el mismo Señor, para que entre los mortales fuesen ellos los primeros a quien se manifestase y comunicase el Verbo eterno humanado, y de quien se diese por alabado, servido y adorado. Para esto fue enviado el mismo arcángel San Gabriel y, hallándolos en su vigilia, se les apareció en forma humana visible con gran resplandor de candidísima luz.

494. Se hallaron los pastores repentinamente rodeados y bañados de celestial resplandor, y con la vista del ángel, como poco ejercitados en tales revelaciones, temieron con gran pavor. Y el santo príncipe los animó, y les dijo: “Hombres sinceros, no queráis temer, que os evangelizo un grande gozo, y es que para vosotros ha nacido hoy el Salvador Cristo Señor nuestro en la ciudad de David. Y os doy por señal de esta verdad, que hallaréis al infante envuelto en paños y puesto en un pesebre.” A estas palabras del santo arcángel sobrevino de improviso gran multitud de celestial milicia, que con dulces voces y armonía alabaron al Muy Alto, y dijeron: “Gloria en las alturas a Dios y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,9ss). Y repitiendo este divino cántico tan nuevo en el mundo, desaparecieron los santos ángeles; sucediendo todo esto en la cuarta vigilia de la noche. Con esta visión angélica quedaron los humildes y dichosos pastores llenos de luz divina, encendidos y fervorosos, con deseo uniforme de lograr su felicidad y llegar a reconocer con sus ojos el misterio altísimo que ya habían percibido por el oído.

495. Las señas que les dio el santo ángel no parecían muy a propósito ni proporcionadas con los ojos de la carne para la grandeza del recién nacido; porque estar en un pesebre envuelto en humildes y pobres paños, no fueran indicios eficaces para conocer la majestad de rey, si no la penetraran con divina luz, de que fueron ilustrados y enseñados. Y porque estaban desnudos de la arrogancia y sabiduría mundana, fueron brevemente instruidos en la divina. Y confiriendo entre sí mismos lo que cada uno sentía de la nueva embajada, se determinaron de ir a toda prisa a Belén y ver la maravilla que habían oído de parte del Señor. Partieron luego sin dilación, y entrando en la cueva o portal hallaron, como dice el evangelista San Lucas (Ib. (A.)), a María, a José y al infante reclinado en el pesebre. Y viendo todo esto conocieron la verdad de lo que habían oído del niño. A esta experiencia y visión se siguió una ilustración interior que recibieron con la vista del Verbo humanado; porque cuando los pastores pusieron en él los ojos, el mismo niño divino también los miró, despidiendo de su rostro grande resplandor, con cuyos rayos y refulgencia hirió el corazón sencillo de cada uno de aquellos pobres y felices hombres, y con eficacia divina los trocó y renovó en nuevo ser de gracia y santidad, dejándolos elevados y llenos de ciencia divina de los misterios altísimos de la Encarnación y Redención del linaje humano.

496. Se postraron todos en tierra y adoraron al Verbo humanado, y no ya como hombres rústicos e ignorantes, sino como sabios y prudentes le alabaron, confesaron y engrandecieron por verdadero Dios y hombre, Reparador y Redentor del linaje humano. La divina Señora y Madre del infante Dios estaba atenta a todo lo que decían, hacían y obraban los pastores, exterior e interior, porque penetraba lo íntimo de sus corazones. Y con altísima sabiduría y prudencia confería y guardaba todas estas cosas en su pecho (Ib. 19), careándolas con los misterios que en él tenía y con las Santas Escrituras y profecías. Y como ella era entonces el órgano del Espíritu Santo y la lengua del infante, habló a los pastores y los instruyó, amonestó y exhortó a la perseverancia en el amor divino y servicio del Altísimo. Ellos también la preguntaron a su modo y respondieron muchas cosas de los misterios que habían conocido; y estuvieron en el portal desde el punto de amanecer hasta después del mediodía, que habiéndoles dado de comer nuestra gran Reina, los despidió llenos de gracias y consolación celestial.

497. En los días que estuvieron en el portal María Santísima, el niño y José, volvieron algunas veces a visitarlos estos santos pastores y les trajeron algunos regalos de lo que su pobreza alcanzaba. Y lo que el evangelista San Lucas dice (Ib. 18 (A.)), que se admiraban los que oyeron hablar a los pastores de lo que habían visto, no sucedió hasta después que la Reina con el niño y José se fue y se alejó de Belén; porque lo dispuso así la divina sabiduría y que no lo pudiesen publicar antes los pastores. Y no todos los que los oyeron les dieron crédito, juzgándolos algunos por gente rústica e ignorante, pero ellos fueron santos y llenos de ciencia divina hasta la muerte. Entre los que les dieron crédito fue Herodes, aunque no por fe ni piedad santa, sino por el temor mundano y pésimo de perder el reino. Y entre los niños que quitó la vida, fueron algunos hijos de estos santos hombres, que también merecieron esta grande dicha, y sus padres los ofrecieron con alegría al martirio, que ellos deseaban, y a padecer por el Señor que conocían.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima.

498. “Hija mía, tan reprensible es como ordinario y común entre los mortales el olvido y poca advertencia en las obras de su Reparador, siendo así que todas fueron misteriosas, llenas de amor, de misericordia y enseñanza para ellos. Tú fuiste llamada y escogida para que con la ciencia y luz que recibes no incurras en esta peligrosa torpeza y grosería; y así quiero que en los misterios que has escrito ahora atiendas y ponderes el ardentísimo amor de mi Hijo Santísimo en comunicarse a los hombres luego que nació en el mundo, para que sin dilación participasen el fruto y alegría de su venida. No conocen esta obligación los hombres, porque son pocos los que penetran las que tienen a tan singulares beneficios, como también fue poco el número de los que en naciendo vieron al Verbo humanado y le agradecieron su venida. Pero ignoran la causa de su desdicha y ceguera, que ni fue ni es de parte del Señor ni de su amor, sino de los pecados y mala disposición de los mismos hombres; porque si no lo impidiera o desmereciera su mal estado, a todos o a muchos se les hubiera dado la misma luz que se les dio a los justos, a los pastores y a los Reyes. Y de haber sido tan pocos, entenderás cuán infeliz estado tenía el mundo cuando el Verbo humanado nació en él; y el desdichado que ahora tiene, cuando están con más evidencia y tan pocas memorias para el retorno debido.

499. “Pondera ahora la indisposición de los mortales en el siglo presente, donde estando la luz del Evangelio tan declarada y confirmada con las obras y maravillas que Dios ha obrado en su Iglesia, con todo eso son tan pocos los perfectos y que se quieran disponer para la mayor participación de los efectos y fruto de la Redención. Y aunque por ser tan dilatado el número de los necios (Ecl 1,15) y tan desmesurados los vicios, piensan algunos que son muchos los perfectos, porque no los ven tan atrevidos contra Dios. No son tantos como se piensa, y muchos menos de los que debían ser, cuando está Dios tan ofendido de los infieles y tan deseoso de comunicar los tesoros de su gracia a la Iglesia Santa por los merecimientos de su Unigénito hecho hombre. Advierte, pues, carísima, a qué te obliga la noticia tan clara que recibes de estas verdades. Vive atenta, cuidadosa y desvelada para corresponder a quien te obliga tanto, sin que pierdas tiempo, ni lugar, ni ocasión en obrar lo más santo y perfecto que conoces; pues no cumplirás con menos. Mira que te amonesto, compelo y mando que no recibas en vano (2 Cor 6,1) favor tan singular, no tengas ociosa la gracia y la luz, sino obra con plenitud de perfección y agradecimiento.”

CAPITULO 12

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Lo que se le ocultó al demonio del misterio del nacimiento del Verbo humanado y otras cosas hasta la Circuncisión.

500. Para todos los mortales fue dichosa y felicísima la venida del Verbo eterno humanado al mundo, cuanto era de parte del mismo Señor, porque vino para dar vida y luz a todos los que estábamos en las tinieblas y sombras de la muerte (Lc 1,79 (A.)). Y si los réprobos e incrédulos tropezaron y ofenden en esta piedra angular (Rom 9,33), buscando su ruina donde podían y debían hallar la Resurrección a la eterna vida, esto no fue culpa de la piedra, mas antes de quien la hizo piedra de escándalo, ofendiendo en ella. Sólo para el infierno fue terrible la Natividad del niño Dios, que era el fuerte y el invencible que venía a despojar de su tirano imperio a aquel fuerte armado (Lc 11,21 (A.)) de la mentira, que guardaba su castillo con pacífica pero injusta posesión de largo tiempo. Para derribar a este príncipe del mundo y de las tinieblas fue justo que se le ocultase el sacramento de esta venida del Verbo, pues no sólo era indigno por su malicia para conocer los misterios de la sabiduría infinita, pero convenía que la divina providencia diese lugar para que la propia malicia de este enemigo le cegase y oscureciese; pues con ella había introducido en el mundo el engaño y ceguera de la culpa, derribando a todo el linaje de Adán en su caída.

501. Por esta disposición divina se le ocultaron a Lucifer y sus ministros muchas cosas que naturalmente pudieran conocer en la natividad del Verbo y en el discurso de su vida santísima, como en esta Historia es forzoso repetir algunas veces (Cf. supra n.326; infra n.928, 937, 995, etc.). Porque si conociera con certeza que Cristo era Dios verdadero, es evidente que no le procurara la muerte, antes se la impidiera (1 Cor 2,8 (A.)), de que diré más en su lugar (Cf. infra n.1205,1251,1324). En el misterio de la natividad sólo conoció que María Santísima había parido un hijo en pobreza y en el portal desamparado y que no halló posada ni abrigo, y después la circuncisión del niño y otras cosas que supuesta su soberbia más podían deslumbrarle la verdad que declarársela. Pero no conoció el modo del nacimiento, ni que la feliz Madre quedó Virgen, ni que lo estaba antes, ni conoció las embajadas de los ángeles a los justos, ni a los pastores, ni sus pláticas, ni la adoración que dieron al niño Dios, ni después vio la estrella, ni supo la causa de la venida de los Reyes, y aunque los vieron hacer la jornada juzgaron era por otros fines temporales. Tampoco penetraron la causa de la mudanza que hubo en los elementos, astros y planetas, aunque vieron sus mutaciones y efectos, pero se les ocultó el fin y la plática que los Magos tuvieron con Herodes, y su entrada en el portal y la adoración y dones que ofrecieron. Y aunque conocieron el furor de Herodes, a que ayudaron contra los niños, pero no entendieron su depravado intento por entonces, y así fomentaron su crueldad. Y aunque Lucifer conjeturó si buscaba al Mesías, le pareció disparate y hacía irrisión de Herodes, porque en su soberbio juicio era desatino pensar que el Verbo, cuando venía a señorearse del mundo, fuese con modo oculto y humilde, sino con ostentoso poder y majestad, de que estaba tan lejos el niño Dios, nacido de madre pobre y despreciada de los hombres.

502. Con este engaño Lucifer, habiendo reconocido algunas novedades de las que sucedieron en la natividad, juntó a sus ministros en el infierno, y les dijo: “No hallo causa para temer por las cosas que en el mundo hemos reconocido, porque la mujer a quien tanto hemos perseguido, aunque ha parido un hijo, pero esto ha sido en suma pobreza, y tan desconocido que no halló una posada donde recogerse; y todo esto bien conocemos cuán lejos está del poder que Dios tiene y de su grandeza. Y si ha de venir contra nosotros, como no se nos ha mostrado y entendido no son fuerzas las que tiene para resistir a nuestra potencia, no hay que temer que éste sea el Mesías, y más viendo que tratan de circuncidarlo como a los demás hombres; que esto no viene a propósito con haber de ser salvador del mundo, pues él necesita del remedio de la culpa. Todas estas señales son contra los intentos de venir Dios al mundo, y me parece podemos estar seguros por ahora de que no ha venido.” Aprobaron los ministros de maldad este juicio de su dañada cabeza y quedaron satisfechos de no haber nacido el Mesías, porque todos eran cómplices en la malicia que los oscurecía y persuadía. (Sab 2,21). No cabía en la vanidad y soberbia implacable de Lucifer que se humillase la Majestad y Grandeza; y como él apetecía el aplauso y ostentación, reverencia y magnificencia, y si pudiera conseguir y alcanzar que todas las criaturas le adoraran las obligara a ello, por esto no cabía en su juicio que, siendo poderoso Dios para hacerlo, consintiese lo contrario y se sujetase a la humildad, que él tanto aborrecía.

503. Oh hijos de la vanidad, ¡qué ejemplares son éstos para nuestro desengaño! Mucho nos debe atraer y compeler la humildad de Cristo nuestro bien y maestro, pero si ésta no nos mueve, deténganos y atemorícenos la soberbia de Lucifer. ¡Oh vicio y pecado formidable sobre toda ponderación humana; pues a un ángel lleno de ciencia de tal manera le oscureciste, que de la bondad infinita del mismo Dios aun no pudo hacer otro juicio más del que hizo de sí mismo y de su propia malicia! Pues ¿qué discurrirá el hombre, que por sí es ignorante, si se le junta la soberbia y la culpa? ¡Oh infeliz y necio Lucifer! ¿Cómo desatinaste en una cosa tan llena de razón y hermosura? ¿Qué hay más amable que la humildad y mansedumbre junta con la majestad y el poder? ¿Por qué ignoras, vil criatura, que el no saberse humillar es flaqueza de juicio y nace de corazón abatido? El que es magnánimo y verdaderamente grande no se paga de la vanidad, ni sabe apetecer lo que es tan vil, ni le puede satisfacer lo falaz y aparente. Manifiesta cosa es que para la verdad eres tenebroso y ciego y guía oscurísima de los ciegos (Mt 15,14), pues no alcanzaste a conocer que la grandeza y bondad del amor divino se manifestaba y engrandecía con humildad y obediencia hasta la muerte de cruz (Flp 2,8).

504. Todos los engaños y demencia de Lucifer y sus ministros miraba la Madre de la sabiduría y Señora nuestra, y con digna ponderación de tan altos misterios confesaba y bendecía al Señor, porque los ocultaba de los soberbios y arrogantes y los revelaba a los humildes y pobres (Mt 11,25), comenzando a vencer la tiranía del demonio. Hacía la piadosa Madre fervientes oraciones y peticiones por todos los mortales, que por sus propias culpas eran indignos de conocer luego la luz que para su remedio había nacido en el mundo, y todo lo presentaba a su Hijo dulcísimo con incomparable amor y compasión de los pecadores. Y en estas obras gastaba la mayor parte del tiempo que se detuvo en el portal del nacimiento. Pero como aquel puesto era desacomodado y tan expuesto a las inclemencias del tiempo, estaba la gran Señora más cuidadosa del abrigo de su tierno y dulce infante, y como prudentísima trajo prevenido un mantillo con que abrigarle, a más de los fajos ordinarios, y cubriéndole con él le tenía continuamente en el sagrado tabernáculo de sus brazos, si no es cuando se le daba a su esposo San José, que para hacerle más dichoso quiso también le ayudase en esto y sirviese a Dios humanado en el ministerio de padre.

505. La primera vez que el santo esposo recibió al niño Dios en los brazos, le dijo María Santísima: “Esposo y amparo mío, recibid en vuestros brazos al Criador del cielo y tierra y gozad su amable compañía y dulzura, para que mi Señor y Dios tenga en vuestro obsequio sus regalos y delicias (Prov 8,31). Tomad el tesoro del eterno Padre y participad del beneficio del linaje humano.” Y hablando interiormente con el niño Dios, le dijo: “Amor dulcísimo de mi alma y lumbre de mis ojos, descansad en los brazos de vuestro siervo y amigo José mi esposo; tened con él vuestros regalos y por ellos disimulad mis groserías. Siento mucho estar sin vos un solo instante, pero a quien es digno quiero sin envidia comunicar el bien (Sab 7,13) que con verdad recibo.” El fidelísimo esposo, reconociendo su nueva dicha, se humilló hasta la tierra y respondió: Señora y Reina del mundo, esposa mía, ¿cómo yo, indigno, me atreveré a tener en mis brazos al mismo Dios, en cuya presencia tiemblan las columnas del cielo (Job 26,11)? ¿Cómo este vil gusanillo tendrá ánimo para admitir tan peregrino favor? Polvo y ceniza soy, pero vos, Señora, suplid mi poquedad y pedid a Su Alteza me mire con clemencia y me disponga con su gracia.

506. Entre el deseo de recibir al niño Dios y el temor reverencial que detenía al santo esposo, hizo actos heroicos de amor, de fe, de humildad y profunda reverencia, y con ella y un temblor prudentísimo, puesto de rodillas, le recibió de las manos de su Madre Santísima, derramando dulcísimas y copiosas lágrimas de júbilo y alegría tan nueva para el dichoso santo, como lo era el beneficio. El niño Dios le miró con semblante caricioso y al mismo tiempo le renovó todo en el interior con tan divinos efectos, que no es posible reducirlos a palabras. Hizo el santo esposo nuevos cánticos de alabanza, hallándose enriquecido con tan magníficos beneficios y favores. Y después que por algún tiempo había gozado su espíritu de los efectos dulcísimos que recibió de tener en sus manos al mismo Señor que en la suya encierra los cielos y la tierra, se le volvió a la feliz y dichosa Madre, estando entrambos María y José arrodillados para darle y recibirle. Y con esta reverencia le tomaba siempre y le dejaba de sus brazos la prudentísima Señora, y lo mismo hacía su esposo cuando le tocaba esta dichosa suerte. Y antes de llegar a Su Majestad, hacían tres genuflexiones, besando la tierra con actos heroicos de humildad, culto y reverencia que ejercitaban la gran Reina y el bienaventurado San José, cuando le daban y recibían de uno a otro.

507. Cuando la divina Madre juzgó que ya era tiempo de darle el pecho, con humilde reverencia pidió licencia a su mismo Hijo, porque si bien le debía alimentar como a Hijo y hombre verdadero, le miraba juntamente como a verdadero Dios y Señor y conocía la distancia del ser divino infinito al de pura criatura, como ella era. Y como esta ciencia en la prudentísima Virgen era indefectible, sin mengua ni intervalo, ni una pequeña inadvertencia no tuvo. Siempre atendía a todo y comprendía y obraba con plenitud lo más alto y perfecto, y así cuidaba de alimentar, servir y guardar a su niño Dios, no con conturbada solicitud, sino con incesante atención, reverencia y prudencia, causando nueva admiración a los mismos ángeles, cuya ciencia no llegaba a comprender las heroicas obras de una doncella tierna y niña. Y como siempre la asistían corporalmente desde que estuvo en el portal del nacimiento, la servían y administraban en todas las cosas que eran necesarias para el obsequio del niño Dios y de la misma Madre. Y todos juntos estos misterios son tan dulces y admirables y tan dignos de nuestra atención y memoria, que no podemos negar cuán reprensible es nuestra grosería en olvidarlos y cuán enemigos somos de nosotros mismos privándonos de su memoria y los divinos efectos que con ella sienten los hijos fieles y agradecidos.

508. Con la inteligencia que se me ha dado de la veneración con que María Santísima y el glorioso San José trataban al niño Dios humanado y la reverencia de los coros angélicos, pudiera alargar mucho este discurso; pero aunque no lo hago, quiero confesar me hallo en medio de esta luz muy turbada y reprendida, conociendo la poca veneración con que audazmente he tratado con Dios hasta ahora, y las muchas culpas que en esto he cometido se me han hecho patentes. Para asistir en estas obras a la Reina, todos los ángeles santos que la acompañaban estuvieron en forma humana visible, desde el nacimiento hasta que con el niño fue a Egipto, como adelante diré (Cf. infra n.619ss). Y el cuidado de la humilde y amorosa Madre con su niño Dios era tan incesante, que sólo para tomar algún sustento le dejaba de sus brazos en los de San José algunas veces y otras en los de los santos príncipes Miguel y Gabriel; porque estos dos arcángeles le pidieron que mientras comían o trabajaba San José, se le diese a ellos. Y así lo dejaba en manos de los ángeles, cumpliéndose admirablemente lo que dijo David (Sal 90,12 (A.)): “En sus manos te llevarán, etc.” No dormía la diligentísima Madre por guardar a su Hijo Santísimo, hasta que Su Majestad le dijo que durmiese y descansase. Y para esto, en premio de su cuidado, le dio un linaje de sueño más nuevo y milagroso del que hasta entonces había tenido, cuando juntamente dormía y su corazón velaba, continuando o no interrumpiendo las inteligencias y contemplación divina. Pero desde este día añadió el Señor otro milagro a éste, y fue que dormía la gran Señora lo que era necesario y tenía fuerza en los brazos para sustentar y tener al niño como si velara, y le miraba con el entendimiento, como si le viera con los ojos del cuerpo, conociendo intelectualmente todo lo que hacía ella y el niño exteriormente. Y con esta maravilla se ejecutó lo que dijo en los Cantares (Cant 5,2 (A.)): “Yo duermo y mi corazón vela.”

509. Los cánticos de alabanza y gloria del Señor que hacía nuestra Reina celestial al niño, alternando con los santos ángeles y también con su esposo José, no puedo explicarlos con mis cortas razones y limitados términos; y de solo esto había mucho que escribir porque eran muy continuos, pero su noticia está reservada para especial gozo de los escogidos. Entre los mortales fue dichosísimo y privilegiado en esto el fidelísimo José, que muchas veces los participaba y entendía. Y a más de este favor gozaba de otro para su alma de singular aprecio y consuelo, que la prudentísima esposa le daba; porque muchas veces hablando con él del niño le nombrada nuestro Hijo, no porque fuese hijo natural de José el que sólo era hijo del eterno Padre y de sola su Madre Virgen, pero porque en el juicio de los hombres era reputado por hijo de José. Y este favor y privilegio del santo era de incomparable gozo y estimación para él, y por esto se le renovaba la divina Señora su esposa.

Doctrina que me dio la Reina y Señora del cielo.

510. “Hija mía, te veo con devota emulación de la dicha de mis obras, de las de mi esposo y de mis ángeles en la compañía de mi Hijo Santísimo, porque le teníamos a la vista como tú lo desearas, si fuera posible. Y quiero consolarte y encaminar tu afecto en lo que debes y puedes obrar según tu condición, para conseguir en el grado posible la felicidad que en nosotros ponderas y te lleva el corazón. Advierte, pues, carísima, lo que bastamente has podido conocer de los diferentes caminos por donde lleva Dios en su Iglesia a las almas a quienes ama y busca con paternal afecto. Esta ciencia has podido alcanzar con la experiencia de tantos llamamientos y luz particular como has recibido, hallando siempre al Señor a las puertas de tu corazón, llamando (Ap. 3,20) y esperando tanto tiempo, solicitándote con repetidos favores y doctrina altísima, para enseñarte y asegurarte de que su dignación te ha dispuesto y señalado para el estrecho vínculo de amor y trato suyo, y para que tú con atentísima solicitud procures la pureza grande que para esta vocación se requiere.

511. “Tampoco ignoras, pues te lo enseña la fe, que Dios está en todo lugar por presencia, esencia y potencia de su divinidad, y que le son patentes todos tus pensamientos, tus deseos y gemidos, sin que ninguno se le oculte. Y si con esta verdad trabajas como fiel sierva para conservar la gracia que recibes por medio de los sacramentos santos y por otros conductos de la divina disposición, estará contigo el Señor por otro modo de especial asistencia, y con ella te amará y regalará como a esposa dilecta suya. Pues si todo esto conoces y lo entiendes, dime ahora, ¿qué te queda que desear y envidiar, cuando tienes el lleno de tus ansias y suspiros? Lo que te resta y yo de ti quiero, es que con esa emulación santa trabajes por imitar la conversación y condición de los ángeles, la pureza de mi esposo, y copiar en ti la forma de mi vida, en cuanto fuere posible, para que seas digna morada del Altísimo. En ejecutar esta doctrina has de poner todo el esfuerzo y deseo o emulación con que quisieras haberte hallado, donde vieras y adoraras a mi Hijo Santísimo en su nacimiento y niñez; porque si me imitas, segura puedes estar que me tendrás por tu maestra y amparo, y al Señor en tu alma con segura posesión. Y con esta certeza le puedes hablar, regalándote con él y abrazándole, como quien le tiene consigo, pues para comunicar estas delicias con las almas puras y limpias tomó carne humana y se hizo niño. Pero siempre le mira como a grande y como Dios, aunque niño, para que las caricias sean con reverencia y el amor con el santo temor; pues lo uno se le debe, y a lo otro se digna por su inmensa bondad y magnífica misericordia.

512. En este trato del Señor has de ser continua y sin intervalos de tibieza que le cause hastío, porque tu ocupación legítima y de asiento ha de ser el amor y alabanza de su ser infinito. Todo lo demás quiero que tomes muy de paso, de manera que apenas te hallen las cosas visibles y terrenas para detenerte un punto en ellas. En este vuelo te has de juzgar, y que no tienes otra cosa a que atender de veras, fuera del sumo y verdadero bien que buscas. A mí sola has de imitar, sólo para Dios has de vivir; todo lo demás ni ha de ser para ti, ni tú para ello. Pero los dones y bienes que recibes, quiero los dispenses y comuniques para beneficio de tus prójimos, con el orden de la caridad perfecta, que por eso no se evacua (1 Cor 13,8), antes se aumenta más. En esto has de guardar el modo que te conviene, según tu condición y estado, como otras veces te he mostrado y enseñado.”

CAPITULO 13

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Conoció María Santísima la voluntad del Señor para que su Hijo unigénito se circuncidase, y trátalo con San José; viene del cielo el nombre santísimo de Jesús.

513. Luego que la prudentísima Virgen se halló Madre con la Encarnación del Verbo Divino en sus entrañas, comenzó a conferir consigo misma los trabajos y penalidades que su Hijo dulcísimo venía a padecer. Y como la noticia que tenía de las Escrituras era tan profunda, comprendía en ellas todos los misterios que contenían, y con esta ciencia iba previniendo y pesando con incomparable compasión lo que había de padecer por la Redención humana. Este dolor previsto y prevenido con tanta ciencia, fue un prolongado martirio de la mansísima Madre del Cordero que había de ser sacrificado. Pero en cuanto al misterio de la circuncisión, que había de ser tras del nacimiento, no tenía la divina Señora orden expreso ni conocimiento de la voluntad del eterno Padre. Con esta suspensión solicitaba la compasión, los afectos y dulce voz de la tierna y amorosa Madre. Consideraba ella con su prudencia que su Hijo Santísimo venía a honrar su ley, acreditándola con guardarla y confirmándola con la ejecución y cumplimiento, y que a más de esto venía a padecer por los hombres y que su ardentísimo amor no rehusaba el dolor de la circuncisión, y que por otros fines podría ser conveniente admitirla.

514. Por otra parte, el maternal amor y compasión la inclinaban a excusar a su dulcísimo niño de padecer esta penalidad, si fuera posible; y también porque la circuncisión era sacramento para limpiar del pecado original, de que el infante Dios estaba tan libre, sin haberle contraído en Adán. Con esta indiferencia entre el amor de su Hijo Santísimo y la obediencia del eterno Padre, hizo la prudentísima Señora muchos actos heroicos de virtudes, de incomparable agrado para Su Majestad. Y aunque pudiera salir de esta duda, preguntando al Señor luego lo que había de hacer, pero como era igualmente prudente y humilde se detenía. Ni tampoco lo preguntó a sus ángeles, porque con admirable sabiduría aguardaba el tiempo y sazón oportuno y conveniente de la divina providencia en todas las cosas y jamás se adelantaba con ahogo ni curiosidad a inquirir ni saber las cosas por orden sobrenatural extraordinario, y mucho menos cuando esto había de ser para aliviarse de alguna pena. Y cuando ocurría negocio grave y dudoso, en que se podía atravesar ofensa del Señor, o algún urgente suceso para el bien de las criaturas en que era necesario saber la divina voluntad, pedía primero licencia para suplicarle la declarase su agrado y beneplácito.

515. Y no es esto contrario a lo que en otra parte dejo escrito en el primer tomo, lib. II, cap. 10, que María Santísima nada hacía sin pedir al Señor licencia y consultarlo con Su Majestad, porque esta conferencia y conocimiento del beneplácito divino no era inquiriendo con deseo de extraordinaria revelación, que en esto, como queda dicho, era detenida y prudentísima, y en casos raros las pedía; pero sin nueva revelación consultaba la luz habitual y sobrenatural del Espíritu Santo, que la gobernaba y encaminaba en todas sus acciones, y levantando allí la vista interior, conocía en ella la mayor perfección y santidad en obrar las cosas y en las acciones comunes. Y aunque es verdad que la Reina del cielo tenía diferentes razones y como especial derecho para pedir al Señor el conocimiento de su voluntad por cualquier modo, pero como era la gran Señora ejemplar y norma de santidad y discreción, no se valía de este orden y gobierno, salvo en los casos que convenía, y en lo demás se regía cumpliendo a la letra lo que dijo David (Sal 122,2 (A.)): Como los ojos de la esclava en las manos de su señora, así están mis ojos en las del Señor, hasta que su misericordia sea con nosotros.” Pero esta luz ordinaria en la Señora del mundo era mayor que en todos los mortales juntos, y en ella pedía el fiat que conocía de la voluntad divina.

516. El misterio de la circuncisión era particular y único y pedía especial ilustración del Señor, y ésta esperaba la prudente Madre oportunamente; y en el ínterin, hablando con la ley que la ordenaba, decía entre sí misma: “¡Oh ley común, justa y santa eres, pero muy dura para mi corazón, si le has de herir en quien es su vida y dueño verdadero! ¡Que seas rigurosa para limpiar de culpa a quien la tiene, justo es; pero que ejecutes tu fuerza en el inocente que no pudo tener delito, exceso de rigor parece, si no te acredita su amor! ¡Oh si fuera gusto de mi amado excusar esta pena! Pero ¿cómo la rehusará quien viene a buscarlas y a abrazarse con la cruz, a cumplir y perfeccionar la ley (Mt 5,17)? ¡Oh cruel instrumento, si ejecutaras el golpe en mi propia vida y no en el dueño que me la dio! Oh Hijo mío, dulce amor y lumbre de mi alma, ¿posible es que tan presto derramaréis la sangre que vale más que el cielo y tierra? Mi amorosa pena me inclina a excusar la vuestra y eximiros de la ley común que como a tu autor no os comprende, mas el deseo de cumplir con ella me obliga a entregaros a su rigor, si usted, dulce vida mía, no conmutáis la pena en que yo la padezca. El ser humano que tenéis de Adán, yo, Señor mío, os le he dado, pero sin mácula de culpa, y para esto dispensó conmigo vuestra omnipotencia en la común ley de contraerla. Por la parte que sois Hijo del eterno Padre y figura de su sustancia (Heb 1,3) por la generación eterna, distáis infinito del pecado. Pues ¿cómo, Dueño mío, queréis sujetaros a la ley de su remedio? Pero ya veo, Hijo mío, que sois Maestro y Redentor de los hombres y que habéis de confirmar con ejemplo la doctrina y no perderéis punto en esto. ¡Oh Padre eterno, si es posible, pierda el cuchillo ahora su rigor y la carne su sensibilidad, ejecútese el dolor en este vil gusano, cumpla con la ley vuestro unigénito Hijo y sienta yo sola su dolorosa pena! ¡Oh cruel, oh inhumana culpa que tan presto das lo acedo a quien no te pudo cometer! ¡Oh hijos de Adán, aborreced y temed al pecado, que para su remedio ha menester derramar sangre y penas del mismo Dios y Señor!”

517. Este dolor mezclaba la piadosa Madre con el gozo de ver nacido y en sus brazos al Unigénito del Padre, y así lo pasó los días que hubo hasta la circuncisión, acompañándola en él su castísimo esposo José, porque sólo con él habló del misterio, aunque fueron pocas palabras por la compasión y lágrimas de entrambos. Y antes que se cumplieran los ocho días del nacimiento, la prudentísima Reina puesta en la presencia del Señor habló con Su Majestad sobre su duda, y le dijo: “Altísimo Rey, padre de mi Señor, aquí está vuestra esclava con el verdadero sacrificio y hostia en las manos. Mi gemido y su causa no están ocultos a vuestra sabiduría (Sal 37,10). Conozca yo, Señor, vuestro divino beneplácito en lo que debo hacer con vuestro Hijo y mío para cumplir con la ley. Y si con padecer yo los dolores de su rigor y mucho más, puedo rescatar a mi dulcísimo niño y Dios verdadero, aparejado está mi corazón (Sal 56,8), y también para no excusarlos, si por vuestra voluntad ha de ser circuncidado.”

518. La respondió el Altísimo, diciendo: “Hija y paloma mía, no se aflija tu corazón por entregar a tu Hijo al cuchillo y al dolor de la circuncisión, pues yo le envié al mundo para darle ejemplo y para que dé fin a la ley de Moisés cumpliéndola enteramente. Si el hábito de la humanidad, que tú le has dado como madre natural, ha de ser roto con la herida de su carne y juntamente de tu alma, también padece en la honra, siendo Hijo natural mío por eterna generación, imagen de mi sustancia, igual conmigo en naturaleza, majestad y gloria, pues le entrego a la ley y sacramento que quita el pecado, sin manifestar a los hombres que no puede tenerle. Ya sabes, hija mía, que para éste y otros mayores trabajos me has de entregar a tu Unigénito y mío. Déjale, pues, que derrame su sangre y me dé primicias de la salud eterna de los hombres.”

519. Con esta determinación del eterno Padre se conformó la divina Señora, como cooperadora de nuestro remedio, con tanta plenitud de toda santidad que no cabe en razones humanas. Ofrecióle luego con rendida obediencia y con ardentísimo amor a su Hijo unigénito, y dijo: “Señor y Dios altísimo, la víctima y hostia de vuestro aceptable sacrificio ofrezco con todo mi corazón, aunque lleno de compasión y de dolor de que los hombres hayan ofendido a vuestra bondad inmensa, de manera que sea necesaria satisfacción de persona que sea Dios. Eternamente os alabo, porque con infinito amor miráis a la criatura, no perdonando a vuestro mismo Hijo (Rom 8,32) por su remedio. Yo, que por vuestra dignación soy Madre suya, debo sobre todos los mortales y demás criaturas estar rendida a vuestro beneplácito, y así os entrego al mansísimo Cordero que ha de quitar los pecados del mundo por su inocencia. Pero si posible es que se temple el rigor de este cuchillo en mi dulce niño, acrecentándose en mi pecho, poderoso es vuestro brazo para conmutarlo.”

520. Salió de esta oración María Santísima, y sin manifestar a San José lo que en ella había entendido, con rara prudencia y razones dulcísimas le previno para disponer la circuncisión (Lc 2,21) del niño Dios. Le dijo, como consultándole y pidiéndole su parecer, que llegándose ya al tiempo señalado por la ley (Gen 17,12) para la circuncisión del divino infante, parecía forzoso cumplir con ella, pues no tenían orden para hacer lo contrario; y que los dos estaban más obligados al Altísimo que todas las criaturas juntas y debían ser más puntuales en cumplir sus preceptos y más rendidos a padecer por su amor, en retorno de tan incomparable deuda y en el cuidado de servir a su Hijo Santísimo, estando en todo pendientes de su divino beneplácito. A estas razones la respondió el santísimo esposo con suma veneración y grande sabiduría, y dijo que en todo se conformaba con la divina voluntad manifestada con la ley común, pues no sabía otra cosa del Señor; y que el Verbo humanado, aunque en cuanto Dios no estaba sujeto a la ley, pero que vestido de la humanidad, siendo en todo perfectísimo Maestro y Redentor, gustaría de conformarse con los demás hombres en su cumplimiento. Y preguntó a su divina esposa cómo se había de ejecutar la circuncisión.

521. Respondió María Santísima que, cumpliendo la ley en sustancia, en el modo le parecía que fuese como en los demás niños que se circuncidaban, pero que ella no debía dejarle ni entregarle a otra persona alguna, que le llevaría y tendría en sus brazos. Y porque la complexión y delicadeza natural del niño será causa para sentir más el dolor que los demás circuncidados, es razón prevenir la medicina que a la herida se suele aplicar a otros niños. Y a más de esto pidió a San José buscase luego un pornito de cristal o vidrio en que recibir la sagrada reliquia de la circuncisión del niño Dios, para guardarla consigo. Y en el ínterin la advertida Madre previno paños en que cayese la sangre que se había de comenzar a verter en precio de nuestro rescate, para que ni una gota no se perdiese ni cayese entonces en la tierra. Preparado todo esto, dispuso la divina Señora que San José avisase y pidiese al sacerdote que viniese a la cueva, porque el niño no saliese de allí, y por su mano se hiciese la circuncisión, como ministro más decente y digno de tan oculto y grande misterio.

522. Luego trataron María Santísima y San José del nombre que al niño Dios habían de dar en la circuncisión, y el santo esposo dijo: “Señora mía, cuando el Angel del Altísimo me declaró este gran sacramento, me ordenó también que a vuestro sagrado Hijo le llamásemos JESÚS.” Respondió la Virgen Madre: “El mismo nombre me declaró a mí cuando tomó carne en mi vientre; y sabiendo el nombre de la boca del Altísimo por sus ministros los ángeles, justo es que con humilde reverencia veneremos los ocultos juicios e inescrutables de su sabiduría infinita en este santo nombre, y que mi Hijo y Señor se llame JESÚS. Y así se lo manifestaremos al sacerdote, para que escriba este divino nombre en el registro de los demás niños circuncisos.”

523. Estando la gran Señora del cielo y San José en esta conferencia, descendieron de las alturas innumerables ángeles en forma humana con vestiduras blancas y refulgentes, descubriendo unos resaltos de encarnado, todos de admirable hermosura. Traían palmas en las manos y coronas en las cabezas, que cada una despedía de sí mayor claridad que muchos soles, y en comparación de la belleza de estos santos príncipes, todo lo visible y hermoso de la naturaleza parece fealdad. Pero lo que más sobresalía en su hermosura, era una divisa o venera en el pecho, como grabada o embutida en él, debajo un viril en que cada uno tenía escrito el nombre dulcísimo de JESÚS. Y la luz y refulgencia que despedía cada uno de los nombres excedía a la de todos los ángeles juntos, con que venía a ser la variedad en tanta multitud tan rara y peregrina, que ni con palabras se puede explicar, ni con nuestra imaginación percibir. Se partieron estos santos ángeles en dos coros en la cueva, mirando todos a su Rey y Señor en los virginales brazos de la felicísima Madre. Venían como por cabezas de este ejército los dos grandes príncipes San Miguel y San Gabriel, con mayor resplandor que los otros ángeles, y a más de todos ellos traían los dos en las manos el nombre santísimo de JESÚS, escrito con mayores letras en unas como tarjetas de incomparable resplandor y hermosura.

524. Se presentaron los dos prín[cipes singularmente a su Reina, y la dijeron: Señora, éste es el nombre de vuestro Hijo, que está escrito en la mente de Dios desde ab aeterno, y toda la Beatísima Trinidad se le ha dado a vuestro Unigénito y Señor nuestro, con potestad de salvar al linaje humano; y le asienta en la silla y trono de David, reinará en él, castigará a sus enemigos y triunfando de ellos los humillará hasta ponerlos por peana de sus pies, y juzgando con equidad, levantará a sus amigos para colocarlos en la gloria de su diestra. Pero todo esto ha de ser a costa de trabajos y de sangre, y ahora la derramará con este nombre, porque es de Salvador y Redentor, y serán las primicias de lo que ha de padecer por la obediencia del Eterno Padre. Todos los ministros y espíritus del Altísimo que aquí venimos, somos enviados y destinados por la divina Trinidad para servir al Unigénito del Padre y vuestro y asistir presentes a todos los misterios y sacramentos de la ley de gracia y acompañarle y ministrarle hasta que suba triunfante a la celestial Jerusalén, abriendo las puertas al linaje humano, y después le gozaremos con especial gloria accidental sobre los demás bienaventurados, a quienes no fue dada esta felicísima comisión. Todo esto oyó y vio el dichosísimo esposo San José con la Reina del cielo; pero la inteligencia no fue igual, porque la Madre de la sabiduría entendió y penetró altísimos misterios de la Redención, y aunque San José conoció muchos respectivamente, no como su divina esposa; pero entrambos fueron llenos de júbilo y admiración, y con nuevos cánticos glorificaron al Señor. Y lo que les pasó en varios y admirables sucesos, no es posible reducirlo a razones, que no se hallarán, ni términos adecuados para manifestar mi concepto.

Doctrina que me dio María Santísima Señora nuestra.

525. “Hija mía, quiero renovar en ti la doctrina y luz que has recibido para tratar con suma reverencia a tu Señor y esposo, porque la humildad y temor reverencial han de crecer en las almas, al paso que reciben más particulares y extraordinarios favores. Por no tener esta ciencia muchas almas, unas se hacen indignas o incapaces de grandes beneficios; otras, que los reciben, llegan a incurrir en una peligrosa y torpe grosería que ofende mucho al Señor, porque de la suavidad dulce y amorosa, con que su dignación divina muchas veces las regala y acaricia, suelen tomar un linaje de osadía o presuntuosa parvulez para tratar a la Majestad infinita sin la reverencia que deben y con vana curiosidad investigar y preguntar por caminos sobrenaturales lo que es sobre su entendimiento y no les conviene saber. Este atrevimiento nace de juzgar y obrar con ignorancia terrena el trato familiar con el Altísimo, pareciéndoles que ha de ser al modo del que suele tener una criatura humana con otra igual suya.

526. “Pero en este juicio se engaña mucho el alma, midiendo la reverencia y respeto que se le debe a la Majestad infinita con la familiaridad y trato igual que hace el amor humano entre los mortales. En las criaturas racionales la naturaleza es igual, aunque las condiciones y accidentes sean diversos, y con el amor y amistad familiar se puede olvidar la diferencia que las haces desiguales y gobernarse el trato amigable por los movimientos humanos. Pero el amor divino nunca debe olvidar la excelencia inestimable del objeto infinito, pues así como él mira a la Bondad inmensa, y por eso no tiene modo que le limite, así la reverencia mira a la majestad del ser divino; y como en Dios son inseparables la bondad y la majestad, también en la criatura no se han de apartar la reverencia del amor, y siempre ha de preceder la luz de la fe divina, que al amante le manifiesta la esencia del objeto que ama, y ella ha de despertar y fomentar el temor reverencial y dar peso y medida a los afectos desiguales que el amor ciego e inadvertido suele engendrar, cuando obra sin acordarse de la excelencia y desigualdad del amado.

527. Cuando la criatura es de corazón grande y está ejercitada y habituada en la ciencia del temor santo y reverencial, no tiene este peligro de olvidarse de la reverencia debida al Altísimo con la frecuencia de los favores, aunque sean grandes; porque no se entrega inadvertida a los gustos espirituales, ni por ellos pierde la prudente atención a la suprema Majestad, antes la respeta y reverencia más, cuanto más la ama y la conoce; y con estas almas trata el Señor como un amigo con otro. Sea, pues, regla inviolable para ti, hija mía, que cuando gozares de los más estrechos abrazos y regalos del Altísimo, tanto más atenta estés a respetar la grandeza de su ser infinito e inmutable, a magnificarle y amarle juntamente. Y con esta ciencia conocerás mejor y ponderarás el beneficio que recibes y no incurrirás en el peligro y audacia de los que livianamente quieren en cualquiera suceso párvulo o grande inquirir y preguntar el secreto del Señor, y que su prudentísima providencia se incline y atienda a la vana curiosidad que los mueve con alguna pasión y desorden, que nace, no del celo y amor santo, sino de afectos humanos y reprensibles.

528. “Atiende en esto al peso con que yo obraba y me detenía en mis dudas, pues en hallar gracia en los ojos del Señor, ninguna criatura con inmensa distancia se puede igualar conmigo. Y con ser esto así, y tener en mis brazos al mismo Dios, y ser su Madre verdadera, nunca me atreví a pedirle me declarase cosa alguna por extraordinario modo, ni por saberla y aliviarme de alguna pena, ni por otro fin humano; que todo esto fuera flaqueza natural, curiosidad vana o vicio reprensible, y no puede caber nada de esto en mí. Pero cuando la necesidad me obligaba para gloria del Señor, o la ocasión era inexcusable, pedía licencia a Su Majestad para proponerle mi deseo; y aunque le hallaba siempre muy propicio y con caricia me respondía, preguntándome que qué quería de su misericordia, con todo esto me aniquilaba y humillaba hasta el polvo y sólo pedía me enseñase lo más acepto y agradable a sus ojos.

529. “Escribe, hija mía, en tu corazón este documento y advierte que jamás con deseo desordenado y curioso quieras inquirir ni saber cosa alguna sobre la razón humana. Porque a más de que el Señor no responde a tal insipiencia, por lo que le desagrada, está el demonio muy atento a este vicio en las personas que tratan de vida espiritual; y como de ordinario es él el autor de estos afectos de viciosa curiosidad y los mueve con su astucia, con ella misma suele responder a ellos, transfigurado en ángel de luz (2 Cor 11,14), con que engaña a los imperfectos e incautos. Y cuando estas preguntas sólo fuesen movidas de la naturaleza e inclinación, tampoco se ha de seguir ni atender, porque en negocio tan alto como el trato con el Señor no se ha de seguir el dictamen ni la razón por sus apetitos y pasiones; que la naturaleza infecta y depravada por el pecado está muy desordenada y tiene movimientos sin concierto y desmedidos, que no es justo escucharlos y gobernarse por ellos. Tampoco por aliviarse la criatura de penas y trabajos, ha de recurrir a las divinas revelaciones, porque la esposa de Cristo y el verdadero siervo suyo no han de usar de sus favores para huir de la cruz, sino para buscarla y llevarla con el Señor, y dejarse en la que le diere a su divina disposición. Todo esto quiero yo de ti con el encogimiento del temor, declinando a este extremo por apartarte del contrario. Desde hoy quiero que mejores el motivo y obres por amor en todo, como más perfecto en sus fines. Este no tiene tasa ni modo; y así quiero ames con exceso y temas con moderación lo que baste para no quebrantar la ley del Altísimo y ordenar todas tus operaciones interiores y obras exteriores con rectitud. En esto sé cuidadosa y oficiosa, aunque te cueste mucho trabajo y penalidad; pues yo la padecí en circuncidar a mi Hijo Santísimo, y lo hice porque en las leyes santas se nos declaraba e intimaba la voluntad del Señor, a quien en todo y por todo debemos obedecer.

CAPITULO 14

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Circuncidan al niño Dios y le ponen por nombre Jesús.

530. En la ciudad de Belén había su particular sinagoga, como en otras de Israel, donde se juntaba el pueblo a orar, que por esto se llamaba también casa de oración, y juntamente a oír la ley de Moisés, la cual leía y declaraba un sacerdote en el púlpito con alta voz para que el pueblo entendiese sus preceptos. Pero en esta sinagoga no se ofrecían los sacrificios, porque estaba reservado para el templo de Jerusalén, si el Señor no disponía otra cosa; por no haber dejado esto con libertad del pueblo, como consta del Deuteronomio (Dt 12,5-6 (A.)), para huir del peligro de la idolatría. Pero el sacerdote, que era maestro o ministro de la ley, solía serlo también de la circuncisión, no por precepto que obligase, porque cualquiera podía circuncidar aunque no fuera sacerdote, sino por especial devoción de las madres, que muchas se movían pensando que los niños no peligrarían tanto si eran circuncisos por mano de sacerdote. Nuestra gran Reina, no por este temor, sino por la dignidad del niño, quiso que el ministro de su circuncisión fuese el sacerdote que estaba en Belén, y para este fin le llamó el esposo dichoso San José.

531. Vino el sacerdote al portal o cueva del nacimiento, donde le esperaba el Verbo humanado y su Madre Virgen que le tenía en sus brazos, y con el sacerdote vinieron otros dos ministros que solían ayudar en el ministerio de la circuncisión. El horror del lugar humilde admiró y desazonó un poco al sacerdote, pero la prudentísima Reina le habló y recibió con tal modestia y agrado, que eficazmente le compelió a mudarse el rigor en devoción y admiración de la compostura y majestad honestísima de la Madre, que sin conocer la causa le movió a reverencia y respeto de tan rara criatura. Y cuando puso los ojos el sacerdote en el semblante de la Madre y del niño que tenía en sus brazos, sintió en el corazón un nuevo movimiento que le inclinó a gran devoción y ternura, admirado de lo que veía entre tanta pobreza y en tan humilde y despreciado lugar. Y cuando llegó al contacto de la carne deificada del infante Dios, fue renovado todo con una oculta virtud que le santificó y perfeccionó y, dándole nuevo ser de gracia, le llevó hasta ser santo y muy agradable al Altísimo Señor.

532. Para hacer la circuncisión con la reverencia exterior que en aquel lugar era posible, encendió San José dos velas de cera; y el sacerdote dijo a la Virgen Madre que se apartase un poco y entregase el niño a los ministros, porque la vista del sacrificio no la afligiese. Este mandato causó alguna duda en la gran Señora; que su humildad y rendimiento la inclinaba a obedecer al sacerdote, y por otra parte la llevaba el amor y reverencia de su Unigénito. Y para no faltar a estas dos virtudes, pidió licencia al sacerdote con humilde sumisión, y le dijo tuviese gusto, si era posible, que ella asistiese al sacramento de la circuncisión, por lo que le veneraba; y que también se hallaba con ánimo de tener en sus brazos a su Hijo, pues allí había poca disposición para dejarle y alejarse; y sólo le suplicaba que con la piedad posible se hiciese la circuncisión, por la delicadeza del niño. El sacerdote ofreció hacerlo y permitió que la misma Madre tuviese al niño en sus manos para el ministerio; y ella fue el altar sagrado en que se comenzaron a cumplir las verdades figuradas de los antiguos sacrificios, ofreciendo este nuevo y matutino en sus brazos, para que en todas las condiciones fuese acepto al eterno Padre.

533. Desenvolvió la divina Madre a su Hijo Santísimo de los paños en que estaba y sacó del pecho una toalla o lienzo que tenía prevenido al calor natural, por el rigor del frío que entonces hacía; y con este lienzo tomó en sus manos al niño, de manera que la reliquia y sangre de la circuncisión se recibiesen en él. Y el sacerdote hizo su oficio y circuncidó al niño Dios y hombre verdadero, que al mismo tiempo con inmensa caridad ofreció al eterno Padre tres cosas de tanto precio, que cada una era suficiente para la redención de mil mundos. La primera fue admitir forma de pecador (Flp 2,7), siendo inocente e Hijo de Dios vivo, porque recibía el sacramento que se aplicaba para limpiar del pecado original y se sujetaba a la ley que no debía. La segunda fue el dolor, que le sintió como verdadero y perfecto hombre. La tercera fue el amor ardentísimo con que comenzaba a derramar su sangre en precio del linaje humano; y dio gracias al Padre porque le había dado forma humana en que padecer para su gloria y exaltación.

534. Esta oración y sacrificio de Jesús nuestro bien aceptó el Padre y comenzó a nuestro entender a darse por satisfecho y pagado de la deuda del linaje humano. Y el Verbo encarnado ofreció estas primicias de su sangre en prendas de que toda la daría para consumar la Redención y extinguir la obligación en que estaban los hijos de Adán. Todas las acciones y operaciones interiores del Unigénito miraba su Santísima Madre y entendía con profunda sabiduría el misterio de este sacramento y acompañaba a su Hijo y Señor en lo que iba obrando respectivamente como a ella le tocaba. Lloró también el niño Dios como hombre verdadero. Y aunque el dolor de la herida fue gravísimo, así por su sensible complexión como por la crueldad del cuchillo de pedernal, no fueron tanta causa de sus lágrimas el natural dolor y sentimiento, como la sobrenatural ciencia con que miraba la dureza de los mortales, más invencible y fuerte que la piedra, para resistir a su dulcísimo amor y a la llama que venía a encender en el mundo (Lc 12,49) y en los corazones de los profesores de la fe. Lloró también la tierna y amorosa Madre, como candidísima oveja que levanta el balido con su inocente cordero. Y con recíproco amor y compasión, él se retrajo para la Madre, y ella dulcemente le arrimó con caricia a su virginal pecho; y recogió la sagrada reliquia y sangre derramada y la entregó entonces a San José, para cuidar ella del niño Dios y envolverle en sus paños. El sacerdote extrañó algo las lágrimas de la Madre, y aunque ignoraba el misterio, le pareció que la belleza del niño podía con razón causar tanto dolor, amargura y amor en la que le había parido.

535. En todas estas obras fue la Reina del cielo tan prudente, prevenida y magnánima, que admiró a los coros de los ángeles y dio sumo agrado al Criador. En todas resplandeció la divina sabiduría que la encaminaba, dando a cada una el lleno de perfección, como si sola aquella hiciera. Estuvo invicta para tener al niño en la circuncisión, cuidadosa para recoger la reliquia, compasiva para lastimarse y llorar con él, sintiendo su dolor; amorosa para acariciarle, diligente para abrigarle, fervorosa para imitarle en sus obras y siempre religiosa para tratarle con suma reverencia, sin que faltase o interrumpiese en estos actos, ni uno estorbase la atención y perfección del otro. Admirable espectáculo en una doncella de quince años, y que a los ángeles fue como un género de enseñanza y admiración muy nueva. Entre todo esto preguntó el sacerdote qué nombre daban sus padres al niño circuncidado, y la gran Señora, atenta siempre al respeto de su esposo, le dijo lo declarase. El Santo José con la veneración digna se convirtió a ella, dándole a entender que saliese de su boca tan dulce nombre. Y con divina disposición a un mismo tiempo pronunciaron los dos, María y José: Jesús es su nombre.” Respondió el sacerdote: Muy conformes están los padres y es grande el nombre que le ponen al niño; y luego le escribió en el memorial o nómina de los demás del pueblo. Al escribirle sintió el sacerdote grande conmoción interior, que le obligó a derramar muchas lágrimas, y admirado de lo que sentía e ignoraba, dijo: “Tengo por cierto que este niño ha de ser un gran profeta del Señor. Tened gran cuidado de su crianza, y decidme en qué puedo yo acudir a vuestras necesidades.” Respondieron María Santísima y José al sacerdote con humilde agradecimiento, y con alguna ofrenda que le hicieron de las velas y otras cosas, le despidieron.

536. Quedaron solos María Santísima y José con Jesús, y de nuevo celebraron los dos el misterio de la circuncisión del niño, confiriéndole con dulces lágrimas y cánticos que hicieron al nombre dulcísimo de JESÚS, cuya noticia, como de otras maravillas he dicho, se reserva para gloria accidental de los santos. La prudentísima Madre curó al niño Dios de la herida del cuchillo con las medicinas que a otros solían aplicarse, y el tiempo que le duró el dolor y la cura no le dejó un punto de sus brazos de día ni de noche. No cabe en la ponderación y capacidad humana explicar el cuidadoso amor de la divina Madre, porque el natural afecto fue el mayor que otra alguna pudo tener a sus hijos y el sobrenatural excedía a todos los santos y los ángeles juntos. La reverencia y culto no tiene comparación con otra cosa criada. Estas eran las delicias del Verbo humanado que deseaba y tenía con los hijos de los hombres (Prov 8,31). Y entre los dolores que sentía por las acciones que arriba he dicho, tenía su amoroso corazón este regalo con la eminente santidad de su Madre Virgen. Y aunque de sola ella se agradaba sobre todos los mortales y descansaba en su amor, con todo eso la humille Reina le procuraba aliviar por todos los medios que le eran posibles. Para esto pidió a los santos ángeles, que allí asistían, hiciesen música a su Dios humanado, niño y dolorido. Obedecieron a su Reina y Señora los ministros del Altísimo y en voces materiales le cantaron con celestial armonía los mismos cánticos que ella había impuesto por sí y con su esposo, en loor del nuevo y dulce nombre de JESÚS.

537. Con esta música tan dulce, que en su comparación toda la de los hombres fuera confusión ofensiva, entretenía la divina Señora a su Hijo dulcísimo, y mucho más con la que ella misma le daba con la armonía de sus heroicas virtudes que en su alma santísima hacían coros de ejércitos, como se lo dijo el mismo Señor y Esposo en los Cantares (Cant 7,1 (A.)), Duro es el corazón humano y más que tardo y pesado en conocer y agradecer tan venerables sacramentos, ordenados para su eterna salud con inmenso amor de su Criador y Reparador. ¡Oh dulce bien mío y vida de mi alma, qué mal retorno te damos por las finezas de tu amor eterno! ¡Oh caridad sin término ni medida, pues no te puedes extinguir con las muchas aguas (Cant 8,7 (A.)) de nuestras ingratitudes tan desleales y groseras! No pudo la bondad y santidad por esencia descender más por nuestro amor, ni hacer mayor fineza que tomar forma de pecador, recibiendo en sí la inocencia el remedio de la culpa que no podía tocarle. Si desprecian los hombres este ejemplo, si olvidan este beneficio, ¿cómo se atreven a decir que tienen juicio? ¿Cómo presumen y se glorían de sabios, de prudentes y entendidos? Prudencia fuera, si no te mueven, hombre ingrato, tales obras de Dios, afligirte y llorar tan lamentable estulticia y dureza de ánimo, pues no deshace el hielo de tu corazón el fuego del amor divino.

Doctrina de la Reina Santísima María Señora nuestra.

538. “Hija mía, quiero que con atención consideres el beneficio y favor que recibes dándote a conocer el cuidado, solicitud y devoción caricias a con que yo servía a mi Hijo Santísimo y dulcísimo en los misterios que has escrito. No te da el Altísimo esta luz tan especial para que sólo te detengas en el regalo de conocerla y que con ella recibes, sino para que me imites en todo como fiel sierva, y como eres señalada en la noticia de los misterios de mi Hijo, lo seas también en el agradecimiento de sus obras. Considera, pues, carísima, cuán mal pagado es el amor de mi Hijo y Señor de los mortales y aun poco agradecido de los justos y olvidado. Toma por tu cuenta, en cuanto alcanzaren tus flacas fuerzas, recompensarle este agravio y ofensa, amándole, agradeciéndole y sirviéndole por ti y por todos los demás que no lo hacen. Para esto has de ser ángel en la prontitud, ferviente en el celo, puntual en las ocasiones y de todo punto has de morir a lo terreno, soltando y quebrantando las prisiones de las inclinaciones humanas, para levantar el vuelo a donde el Señor te llama.

539. “No ignoras, hija mía, la eficacia dulce que tiene la memoria viva de las obras que hizo mi Hijo Santísimo por los hombres; y aunque puedes ayudarte tanto con esta luz para ser agradecida, con todo eso, para que más temas incurrir en el peligro del olvido, te advierto que los bienaventurados en el cielo, conociendo a la luz divina estos misterios, se admiran de sí mismos por lo poco que atendieron a ellos siendo viadores. Y si pudieran ser capaces de pena, se lastimaran sumamente por la tardanza o descuido en que incurrieron en el aprecio de las obras de la Redención e imitación de Cristo. Y todos los ángeles y santos, con una ponderación oculta a los mortales, se admiran de la crueldad que ha poseído sus corazones contra sí mismos y contra su Criador y Salvador; pues de ninguno tienen compasión, ni de lo que el Señor padeció, ni tampoco de los que a ellos les espera que padecer. Y cuando con amargura irremediable conozcan los réprobos su formidable olvido (Sab 5,4ss) y que no atendieron a las obras de Cristo su Redentor, esta confusión y despecho será intolerable pena y sola ella será castigo sobre toda ponderación, viendo la copiosa Redención (Sal 129,7) que despreciaron. Oye, hija mía, e inclina tu oreja (Sal 44,11) a mis consejos y doctrina de vida eterna. Arroja de tus potencias toda imagen y afecto de criatura humana y convierte todo tu corazón y mente a los misterios y beneficios de la Redención. Entrégate toda a ellos, medítalos, piénsalos, pésalos, agradécelos como si tú fueras sola y ellos para ti y por cada uno de los hombres. En ellos hallarás la vida, la verdad y el camino de la eternidad, y sirviéndole no le podrás errar, antes hallarás la lumbre de los ojos y la paz (Bar 3,14).”

CAPITULO 15

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Persevera María Santísima con el niño Dios en el portal del nacimiento hasta la venida de los Reyes.

540. Por la ciencia infusa que nuestra gran Reina tenía de las divinas Escrituras y tan altas y soberanas revelaciones, sabía que los Reyes magos del oriente vendrían a reconocer y adorar a su Hijo Santísimo por verdadero Dios. Y en especial estaba de próximo capaz de este misterio por la noticia que se les envió con el ángel del nacimiento del Verbo humanado, como arriba se dijo en el capítulo 2, número 492; que todo lo conoció la Madre Virgen. San José no tuvo noticia de este sacramento, porque no se le había revelado, ni la prudentísima esposa le había informado de su secreto, porque en todo era sabia y advertida y aguardaba que obrase en estos misterios la divina voluntad con su disposición suave (Sab 8,1) y oportuna. Por esto el santo esposo, celebrada la circuncisión, propuso a la Señora del cielo que le parecía necesario dejar aquel lugar desamparado y pobre, por la incomodidad que en él había para el abrigo del niño Dios y de ella misma, y que ya en Belén se hallaría posada desocupada, donde podrían recogerse mientras llegaba el tiempo de llevar el niño a presentarle en el templo de Jerusalén. Esto propuso el fidelísimo y cuidadoso esposo, solícito de que con su pobreza no le faltase la abundancia ni regalos que deseaba para servir a Hijo y Madre, y en todo se remitía a la voluntad de su divina esposa.

541. Le respondió la humilde Reina sin manifestarle el misterio, y le dijo: “Esposo y Señor mío, yo estoy rendida a vuestra obediencia y a donde fuere vuestra voluntad os seguiré con mucho gusto; disponer lo que mejor os pareciere.” Tenía la divina Señora algún cariño a la cueva por la humildad y pobreza del lugar y por haberla consagrado el Verbo humanado con los misterios de su nacimiento y circuncisión, y con el que esperaba de los Reyes, aunque no sabía el tiempo, ni cuándo llegarían. Piadoso era este afecto y lleno de devoción y veneración, mas con todo eso antepuso la obediencia de su esposo a su particular afecto y se resignó en ella para ser en todo ejemplar y dechado de perfección altísima. Puso esta dejación e igualdad a San José en mayor duda y cuidado, porque deseaba que su esposa determinase lo que debía hacer. Y estando en esta conferencia, respondió el Señor por los dos santos príncipes Miguel y Gabriel, que asistían corporalmente al servicio de su Dios y Señor y a la gran Reina, y dijeron: “La voluntad divina ha ordenado que en este mismo lugar adoren al Verbo divino humanado los tres Reyes de la tierra que vienen en busca del Rey del cielo del oriente. Diez días hace que caminan, porque tuvieron luego aviso del santo nacimiento y al punto se pusieron en camino y llegarán aquí con brevedad, y se cumplirán los vaticinios de los profetas, como muy de lejos lo conocieron y profetizaron.

542. Con este nuevo aviso quedó San José gozoso e informado de la voluntad del Señor, y su esposa María Santísima le dijo: “Señor mío, este lugar escogido por el Altísimo para tan magníficos misterios, aunque es pobre y desacomodado a los ojos del mundo, mas en los de su sabiduría es rico, precioso y estimable y el mejor de la tierra, pues el Señor de los cielos se ha pagado de él, consagrándole con su real presencia. Poderoso es para que en este sitio, que es verdadera tierra de promisión, gocemos de su vista. Y si fuere voluntad suya, nos dará algún alivio y abrigo contra los rigores del tiempo los pocos días que aquí estaremos.” Se consoló San José y se alentó mucho con todas estas razones de la prudentísima Reina, y le respondió que, pues el niño Dios cumpliría con la ley de la presentación al templo, como lo había hecho con la de la circuncisión, hasta que llegase el día se podían estar en aquel lugar sagrado sin volver primero a Nazaret, por estar lejos y el tiempo trabajoso. Y si acaso el rigor los obligase a retirar a la ciudad por huir de él, lo podían hacer, pues de Belén a Jerusalén estaban solas dos leguas. (Legua: Unidad antigua de longitud que expresa la distancia que una persona o un caballo pueden andar en una hora. Legua castellana: 4,19 km or 5000 varas castellanas)

543. En todo se conformó María Santísima con la voluntad de su cuidadoso esposo, inclinándose siempre su deseo a no desamparar aquel sagrado tabernáculo, más santo y venerable que el Sancta Sanctorum del templo, mientras llegaba el tiempo de presentar en él a su Unigénito, para quien previno todo el abrigo posible, con que le defendiese de los fríos y rigores del tiempo. Previno también el portal para la llegada de los Reyes, limpiándole de nuevo, lo que permitía su natural desaliño y pobreza humilde del sitio. Pero la mayor diligencia y prevención que hizo para el niño Dios fue tenerle siempre en sus brazos, cuando no era forzoso dejarle. Y sobre todo usó de la potestad de Señora y Reina de todas las criaturas, cuando se enfurecían las inclemencias del invierno, porque mandaba al frío y a los vientos, nieves y heladas, que no ofendiesen a su Criador, sino que con ella sola usasen de sus rigores y ásperas influencias que como elementos enviaban. Decía la divina Señora: “Detened vuestra ira con vuestro mismo Criador, Autor, Dueño y Conservador, que os dio el ser y la virtud y operación. Advertid, criaturas de mi Amado, que vuestro rigor le recibisteis por la culpa y se encamina a castigar (Sab 5,18) la inobediencia del primer Adán y su prosapia. Pero con el segundo, que viene a reparar aquella caída, y no pudo tener en ella parte, habéis de ser corteses, respetando y no ofendiendo a quien debéis obsequio y rendimiento. Yo os lo mando en nombre suyo, y que no le deis ninguna molestia ni desagrado.”

544. Digna era de nuestra admiración e imitación la pronta obediencia de las criaturas irracionales a la voluntad divina, intimada por la Madre del mismo Dios; porque sucedía, cuando ella lo mandaba, que la nieve ni agua no llegaba a ella por más de diez varas de distancia, y los vientos se detenían, y el aire ambiente se templaba y mudaba en un templado calor. A esta maravilla se juntaba otra: que al mismo tiempo que el niño Dios en sus brazos recibía este obsequio de los elementos sintiendo algún abrigo, la Madre Virgen experimentaba y le hería el frío y aspereza de las inclemencias en el punto y grado que le podían causar con su fuerza natural. Y esto sucedía porque en todo la obedecían, y ella no quería excusar para sí misma el trabajo de que reservaba a su tierno niño y Dios magnífico, como Madre amorosa y Señora de las criaturas, sobre quien imperaba. Al santo y dichoso José llegaba el privilegio que al dulce infante y conocía la mudanza de la inclemencia en clemencia, pero no sabía que aquellos efectos fuesen por mandado de su divina esposa y obras de su potencia; porque ella no le manifestaba este privilegio, que no tenía orden del Altísimo para hacerlo.

545. El gobierno y modo que guardaba la gran Reina del cielo en alimentar a su niño Jesús, era dándole su virginal leche tres veces al día, y siempre con tanta reverencia, que le pedía licencia y que la perdonase la indignidad, humillándose y reconociéndose inferior. Y muchos tiempos, cuando le tenía en sus brazos, estaba de rodillas adorándole; y si era necesario asentarse le pedía siempre licencia. Con la misma reverencia se le daba a San José y le recibía, como dije arriba (Cf. supra n.506). Muchas veces le besaba los pies, y cuando había de hacer lo mismo en el rostro le pedía interiormente su benevolencia y consentimiento. Le correspondía a estas caricias de madre su dulcísimo Hijo, no sólo con el semblante agradable que las recibía, sin dejar la majestad, pero con otras acciones que hacía al modo de los otros niños, aunque con diferente serenidad y peso. Lo más ordinario era reclinarse amorosamente en el pecho de la purísima Madre y otras en el hombro, cogiéndole con sus bracitos divinos el cuello. Y en estas caricias era tan atenta y advertida la emperatriz María, que ni con pequeñeces, como otras madres, le solicitaba, ni con temor le retiraba. En todo era prudentísima y perfecta, sin defecto ni exceso reprensible; y el mayor amor del Hijo Santísimo y la manifestación de él la pegaba más con el polvo y la dejaba con profunda reverencia, la cual medía sus afectos y les daba mayores realces de magnificencia.

546. Otro más alto linaje de caricias tenían el niño Dios y la Madre Virgen; porque a más de conocer ella siempre con la luz divina los actos interiores del alma santísima de su Unigénito, como queda dicho (Cf. supra n.481,534), sucedía muchas veces, teniéndole en sus brazos, que con otro nuevo beneficio se le manifestaba la humanidad como un viril cristalino, y por ella o en ella miraba la unión hipostática y el alma del mismo niño Dios y todas las operaciones que obraba, orando al eterno Padre por el linaje humano. Y estas obras y peticiones iba imitando la divina Señora, quedando toda absorta y transformada en su mismo Hijo. Y Su Majestad la miraba con accidental gozo y delicias, como recreándose en la pureza de tal criatura y gozándose de haberla criado, y haberse humanado la divinidad para formar tan viva imagen de ella y de la humanidad que de su virginal sustancia había tomado. En este misterio se me ofreció lo que dijeron a Holofernes sus capitanes, cuando vieron a la hermosa Judit en los campos de Betulia (Jdt 10,18 (A.)): “Quién despreciará el pueblo de los hebreos y no juzgará por muy acertada la guerra contra ellos, teniendo tan agraciadas mujeres?” Misteriosa y verdadera parece esta razón en el Verbo humanado, pues él pudo decir a su eterno Padre y a todo el resto de las criaturas lo mismo con más justa causa: ¿Quién no dará por bien empleado y puesto en razón haber yo venido del cielo a tomar carne humana en la tierra y degollar al demonio, mundo y carne, venciéndolos y aniquilándolos, si entre los hijos de Adán se halla tal mujer como mi Madre? ¡Oh dulce amor mío, virtud de mi virtud y vida de mi alma, Jesús amoroso, mirad que es sola María Santísima la que hay con tal hermosura en la naturaleza humana! Pero es única y electa (Cant 6,8) y tan perfecta para vuestro agrado, Dueño y Señor mío, que no sólo equivale pero excede sin término ni límite a todo el resto de vuestro pueblo, y ella sola recompensa la fealdad de todo el linaje de Adán.

547. Sentía la dulce Madre tales efectos entre estas delicias de su unigénito niño Dios verdadero, que la dejaban toda espiritualizada y deificada de nuevo. Y en los vuelos que padecía su espíritu purísimo, muchas veces rompiera las ataduras del cuerpo terreno y le hubiera desamparado su alma con el incendio de su amor, resolviéndose la vida, si milagrosamente no fuera confortada y preservada. Hablaba con su Hijo Santísimo interior y exteriormente palabras tan dignas y ponderosas, que no caben en nuestro grosero lenguaje. Todo lo que yo pueda referir será muy desigual, según lo que se me ha manifestado. Le decía: “¡Oh amor mío, dulce vida de mi alma! ¿Quién sois vos y quién soy yo? ¿Qué queréis hacer de mí, humanándose tanto vuestra magnificencia a favorecer al inútil polvo? ¿Qué hará vuestra esclava por vuestro amor y por la deuda que os reconoce? ¿Qué os retribuiré por lo mucho que me habéis dado (Sal 115,12)? Mi ser, mi vida, potencias y sentidos, mis deseos y ansias, todo es vuestro. Consolad a esta sierva y Madre vuestra para que no desfallezca en el afecto de serviros, a la vista de su insuficiencia, y porque no muere por amaros. ¡Oh qué limitada es la capacidad humana! ¡Qué coartado el poder! ¡Qué limitados los afectos, pues no pueden llegar a satisfacer con equidad a vuestro amor! Pero siempre habéis de vencer en ser magnífico y misericordioso con vuestras criaturas y cantar victorias y triunfos de amor, y nosotras reconocidas debemos rendirnos y darnos por vencidas en vuestro poder. Quedaremos humillados y pegados con el polvo y vuestra grandeza magnificada y ensalzada por todas las eternidades.” Conocía la divina Señora en la ciencia de su Hijo Santísimo algunas veces las almas que en el discurso de la nueva ley de gracia se habían de señalar en el amor divino, las obras que habían de hacer, los martirios que habían de padecer por la imitación del mismo Señor; y con esta ciencia era inflamada en emulación de amor tan fuerte, que era mayor martirio el del deseo de la Reina que todos los que ha habido de obra. Y le sucedía lo que dijo el Esposo en los Cantares (Cant 8,6 (A.)), que la emulación del amor era fuerte como la muerte y dura como el infierno. A estos afectos que tenía la amorosa Madre de morir porque no moría, la respondió el Hijo Santísimo las palabras que allí se refieren (Ib): Ponme por señal o por sello en tu corazón y en tu brazo,” dándole el efecto y la inteligencia juntamente. Con este divino martirio fue María Santísima mártir antes que todos los mártires. Y entre estos lirios y azucenas (Cant 2,16 (A.)) se apacentaba el cordero mansísimo Jesús, mientras aspiraba el día de la gracia y se inclinaban las sombras de la ley antigua.

548. No comió el niño Dios cosa alguna mientras recibió el pecho virginal de su Madre Santísima, porque sólo con la leche se alimentó, y ésta era tan suave, dulce y sustancial, como engendrada en cuerpo tan puro, perfecto y de complexión acendradísima, y medida con calidades sin desorden ni desigualdad. Ningún otro cuerpo y salud fue semejante a él; y la sagrada leche, aunque se guardara mucho tiempo, se preservara de corrupción por sus mismas calidades, y por especial privilegio, nunca se alterara ni se corrompiera, siendo así que la leche de otras mujeres luego se tuerce e inmuta, como la experiencia lo enseña.

549. El felicísimo esposo José no sólo gozaba de los favores y caricias del niño Dios, como testigo de vista de lo que tenían Hijo y Madre Santísimos, pero también fue digno de recibirlos del mismo Jesús inmediatamente, porque muchas veces se le ponía la divina Esposa en sus brazos, cuando era necesario hacer ella alguna obra en que no le pudiese tener consigo, como aderezar la comida, aliñar los fajos del niño y barrer la casa; en estas ocasiones le tenía San José y siempre sentía efectos divinos en su alma. Y exteriormente el mismo niño Jesús le mostraba agradable semblante y se reclinaba en el pecho del santo y con el peso y majestad de Rey le hacía algunas caricias con demostración de afecto, como suelen los infantes con los demás padres, aunque con San José no era esto tan de ordinario, ni con tanta caricia como con la verdadera Madre y Virgen. Y cuando ella lo dejaba, tenía la reliquia de la circuncisión, la cual traía consigo de ordinario el glorioso San José, para que le sirviese de consuelo. Estaban siempre los dos divinos esposos enriquecidos: ella con el Hijo Santísimo y él con su sagrada sangre y carne deificada. La tenían en un pomito de cristal, como dejo dicho (Cf. supra n.521,534), que buscó San José y le compró con el dinero que les envió Santa Isabel; y en él cerró la gran Señora el prepucio y la sangre que se vertió en la circuncisión, cortándole del lienzo que sirvió en este ministerio. Y para más asegurarlo todo, estando el pomillo guarnecido con plata por la boca, la cerró la poderosa Reina con sólo su imperio; con el cual se juntaron y soldaron los labios del brocal de plata, mejor que si los ajustara el artífice que los hizo. Y en esta forma guardó toda la vida la prudente Madre estas reliquias; y después entregó tan precioso tesoro a los apóstoles, y se le dejó como vinculado en la Santa Iglesia. En el mar inmenso de estos misterios me hallo tan anegada e imposibilitada con la ignorancia de mujer y limitados términos para explicarlos, que remito muchos a la fe y piedad cristiana.

Doctrina que me dio la Reina Santísima María.

550. “Hija mía, advertida quedas en el capítulo pasado (Cf. supra n.529) para no inquirir por orden sobrenatural cosa alguna del Señor, ni por aliviarte del padecer, ni por natural inclinación y menos por vana curiosidad. Ahora te advierto que tampoco por ninguno de estos motivos has de dar lugar a tus afectos para codiciar ni ejecutar cosa alguna natural o exterior; porque en todas las operaciones de tus potencias y obras de los sentidos has de moderar y rendir tus inclinaciones, sin darles lo que piden, aunque sea con color aparente de virtud o piedad. No tenía yo peligro de exceder en estos afectos, por mi inculpable inocencia, ni tampoco le faltaba piedad al deseo que tenía de asistir al portal donde mi Hijo Santísimo había nacido y recibido la circuncisión; mas con todo eso no quise manifestar mi deseo, aun siendo preguntada de mi esposo, porque antepuse la obediencia a esta piedad y conocí era más seguro para las almas y de mayor agrado al Señor buscar su santa voluntad por consejo y parecer ajeno que por la inclinación propia. En mí fue esto mayor mérito y perfección; pero en ti y en las demás almas, que tenéis peligro de errar por el dictamen propio, ha de ser esta ley más rigurosa para prevenirle y desviarle con discreción y diligencia; porque la criatura ignorante y de corazón tan limitado se arrima fácilmente con sus afectos y párvulas inclinaciones a cosas pequeñas, y tal vez se ocupa toda con lo poco como con lo mucho, y lo que es nada le parece algo, y todo esto la inhabilita y priva de grandes bienes espirituales, de gracia, luz y merecimiento.

551. “Esta doctrina, con toda la que te he de dar, escribirás en tu corazón y procura hacer en él un memorial de todo lo que yo obraba, para que como lo conoces lo entiendas y ejecutes. Y atiende a la reverencia, amor y cuidado, al temor santo y circunspecto con que yo trataba a mi Hijo Santísimo. Y aunque siempre viví con este desvelo, pero después que le concebí en mi vientre, jamás le perdí de vista, ni me retardé en el amor que entonces me comunicó Su Alteza. Y con este ardor de más agradarle, no descansaba mi corazón, hasta que unida y absorta en la participación de aquel sumo bien y último fin, me quietaba a tiempos como en mi centro; pero luego volvía a mi continua solicitud, como quien prosigue su camino, sin detenerse en lo que no le ayudaba y le retarda su deseo. Tan lejos estaba mi corazón de apegarse a cosa alguna de las de la tierra, ni seguir inclinación sensible, que en esto vivía como si no fuera de la común naturaleza terrena. Y si las demás criaturas no están libres de las pasiones, o no las vencen en el grado que pueden, no se querellen de la naturaleza sino de su misma voluntad; que antes la naturaleza flaca se puede quejar de ellas, porque podían con el imperio de la razón regirla y encaminarla y no lo hacen, antes la dejan seguir sus desórdenes y la ayudan con la voluntad libre y con el entendimiento le buscan más objetos, peligros y ocasiones en que se pierda. Por estos precipicios que ofrece la vida humana te advierto, carísima mía, que ninguna cosa visible, aunque sea necesaria y al parecer muy justa, ni la apetezcas ni la busques. Y de todo lo que usas por necesidad, la celda, el vestido y sustento y lo demás, sea por obediencia con beneplácito de los prelados; porque el Señor lo quiere y yo lo apruebo, para que uses de ello en servicio del Todopoderoso. Por tantos registros como los que te he insinuado ha de pasar todo lo que obrares.”

CAPITULO 16

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Vienen los tres Reyes magos del oriente y adoran al Verbo humanado en Belén.

552. Los tres Reyes magos que vinieron en busca del niño Dios recién nacido eran naturales de la Persia, Arabia y Sabbá (Sal 71,10 (A.)), partes orientales de Palestina. Y su venida profetizaron señaladamente David, y antes de él Balaán, cuando por voluntad divina bendijo al pueblo de Israel, habiéndole conducido el rey Balaac de los moabitas para que le maldijese (Num 23-24). Entre estas bendiciones dijo Balaán que vería al rey Cristo, aunque no luego, y que le miraría, aunque no muy cerca (Num 24,17); porque no lo vio por sí sino por los Magos sus descendientes, ni fue luego sino después de muchos siglos. Dijo también que nacería una estrella de Jacob (Ib), porque sería para señalar al que nacía para reinar eternamente en la casa de Jacob (Lc 1,32).

553. Eran estos tres Reyes muy sabios en las ciencias naturales y leídos en las Escrituras del pueblo de Dios, y por su mucha ciencia fueron llamados Magos. Y por las noticias de las Escrituras y conferencias con algunos de los hebreos, llegaron a tener alguna creencia de la venida del Mesías que aquel pueblo esperaba. Eran a más de esto hombres rectos, verdaderos y de gran justicia en el gobierno de sus estados; que como no eran tan dilatados como los reinos de estos tiempos, los gobernaban con facilidad por sí mismos y administraban justicia como reyes sabios y prudentes; porque éste es el oficio legítimo del rey, y para eso dice el Espíritu Santo que tiene Dios su corazón en las manos (Prov 21,1), para encaminarle como las divisiones de las aguas a lo que fuere su santa voluntad. Tenían también corazones grandes y magnánimos, sin la avaricia ni codicia, que tanto los oprime y envilece y apoca los ánimos de los príncipes. Y por estar vecinos en los estados estos Magos y no lejos unos de otros, se conocían y comunicaban en las virtudes morales que tenían y en las ciencias que profesaban, y se noticiaban de cosas mayores y superiores que alcanzaban; en todo eran amigos y correspondientes fidelísimos.

554. Ya queda dicho en el capítulo 11, núm. 492, cómo la misma noche que nació el Verbo humanado fueron avisados de su natividad temporal por ministerio de los santos ángeles. Y sucedió en esta forma: que uno de los custodios de nuestra Reina, superior a los que tenían aquellos tres Reyes, fue enviado desde el portal, y como superior ilustró a los tres ángeles de los Reyes, declarándoles la voluntad y legacía del Señor, para que ellos, cada uno a su encomendado, manifestase el misterio de la Encarnación y nacimiento de Cristo nuestro Redentor. Luego los tres ángeles hablaron en sueños, cada cual al Mago que le tocaba, en una misma hora. Y éste es el orden común de las revelaciones angélicas, pasar del Señor a las almas por el de los mismos ángeles. Fue esta ilustración de los Reyes muy copiosa y clara de los misterios de la Encarnación, porque fueron informados cómo era nacido el Rey de los Judíos, Dios y hombre verdadero, que era el Mesías y Redentor que esperaban, el que estaba prometido en sus Escrituras y profecías, y que les sería dada para buscarle aquella estrella que Balaán había profetizado. Entendieron también los tres Reyes, cada uno por sí, cómo se daba este aviso a los otros dos, y que no era beneficio ni maravilla para quedarse ociosa, sino que obrasen a la luz divina lo que ella les enseñaba. Fueron elevados y encendidos en grande amor y deseos de conocer a Dios hecho hombre, adorarle por su Criador y Redentor y servirle con más alta perfección, ayudándoles para fado esto las excelentes virtudes morales que habían adquirido, porque con ellas estaban bien dispuestos para recibir la luz divina.

555. Después de esta revelación del cielo, que tuvieron los tres Reyes magos en sueño, salieron de él y luego se postraron a una misma hora en tierra y pegados con el polvo adoraron en espíritu al ser de Dios inmutable. Engrandecieron su misericordia y bondad infinita, por haber tomado el Verbo divino carne humana de una Virgen para redimir al mundo y dar salud eterna a los hombres. Luego todos tres, gobernados singularmente con un mismo espíritu, determinaron partir sin dilación a Judea en busca del niño Dios, para adorarle. Previnieron los tres dones que llevarle, oro, incienso y mirra en igual cantidad, porque en todo eran guiados con misterio, y sin haberse comunicado fueron uniformes en las disposiciones y determinaciones. Y para partir con presteza a la ligera, prepararon el mismo día lo necesario de camellos, recámara y criados para el viaje. Y sin atender a la novedad que causaría en el pueblo, ni que iban a reino extraño y con poca autoridad ni aparato, sin llevar noticia cierta de lugar ni señas para conocer al niño, determinaron con fervoroso celo y ardiente amor partir luego a buscarle.

556. Al mismo tiempo, el santo ángel que fue desde Belén a los Reyes formó de la materia del aire una estrella refulgentísima, aunque no de tanta magnitud como las del firmamento, porque ésta no subió más alta que pedía el fin de su formación y quedó en la región aérea para encaminar y guiar a los santos Reyes hasta el portal donde estaba el niño Dios. Pero era de claridad nueva y diferente que la del sol y de las otras estrellas, y con su luz hermosísima alumbraba de noche, como antorcha lucidísima, y de día se manifestaba entre el resplandor del sol con extraordinaria actividad. Al salir de su casa cada uno de estos Reyes, aunque de lugares diferentes, vieron la nueva estrella (Mt 2,2), siendo ella una sola; porque fue colocada en tal distancia y altura que a todos tres pudo ser patente a un mismo tiempo. Y encaminándose todos tres hacia donde los convidaba la milagrosa estrella, se juntaron brevemente; y luego se les acercó mucho más, bajando y descendiendo multitud de grados en la región del aire, con que gozaban más inmediatamente de su refulgencia. Y confirieron juntos las revelaciones que habían tenido y los intentos que cada uno llevaba, que eran uno mismo. Y en esta conferencia se encendieron más en la devoción y deseos de adorar al niño Dios recién nacido. Quedaron admirados y magnificando al Todopoderoso en sus obras y encumbrados misterios.

557. Prosiguieron los Magos sus jornadas, encaminados de la estrella, sin perderla de vista hasta que llegaron a Jerusalén; y así por esto como porque aquella gran ciudad era la cabeza y metrópoli de los judíos, sospecharon que ella sería la patria donde había nacido su legítimo y verdadero Rey. Entraron por la ciudad, preguntando públicamente por él, y diciendo (Mt 2,1ss): ¿A dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque en el oriente hemos visto su estrella que manifiesta su nacimiento y venimos a verle y adorarle.” Llegó esta novedad a los oídos de Herodes, que a la sazón, aunque injustamente, reinaba en Judea y vivía en Jerusalén; y sobresaltado el inicuo Rey con oír que había nacido otro más legítimo, se turbó y escandalizó mucho, y con él toda la ciudad se alteró; unos por lisonjearle y otros por el temor de la novedad. Y luego, como San Mateo refiere (Ib. (A.)), mandó Herodes hacer junta de los príncipes de los sacerdotes y escribas, y les preguntó dónde había de nacer Cristo, a quien ellos, según sus profecías y escrituras, esperaban. Le respondieron que, según el vaticinio de un profeta, que es Miqueas (Miq 5,2 (A.)), había de nacer en Belén, porque dejó escrito que de ella saldría el Gobernador que había de regir el pueblo de Israel.

558. Informado Herodes del lugar del nacimiento del nuevo Rey de Israel y meditando desde luego dolosamente destruirle, despidió a los sacerdotes y llamó secretamente a los Reyes magos para informarse del tiempo que habían visto la estrella pregonera de su nacimiento. Y como ellos con sinceridad se lo manifestasen, los remitió a Belén, y les dijo, con disimulada malicia: “d y preguntad por el infante, y en hallándole me daréis luego aviso, para que yo también vaya a reconocerle y adorarle.” Partieron los Magos, quedando el hipócrita rey mal seguro y congojado con señales tan infalibles de haber nacido en el mundo el Señor legítimo de los judíos. Y aunque pudiera sosegarle en la posesión de su grandeza el saber que no podía reinar tan presto un niño recién nacido, pero es tan débil y engañosa la prosperidad humana, que sólo un infante la derriba, y un amago, aunque sea de lejos, y sólo imaginarlo impide todo el consuelo y gusto que engañosamente ofrece a quien la tiene.

559. En saliendo los Magos de Jerusalén, hallaron la estrella que a la entrada habían perdido y con su luz llegaron a Belén y al portal del nacimiento, sobre el cual detuvo su curso y se inclinó entrando por la puerta y menguando su forma corporal, hasta ponerse sobre la cabeza del infante Jesús, no paró, y le bañó todo con su luz, y luego se deshizo y resolvió la materia de que se formó primero. Estaba ya nuestra gran Reina prevenida por el Señor de la llegada de los Reyes, y cuando entendió que estaban cerca del portal, dio noticia de ello al santo esposo José, no para que se apartase, sino para que asistiese a su lado, como lo hizo. Y aunque el texto sagrado del Evangelio no lo dice, porque esto no era necesario para el misterio, como tampoco otras cosas que dejaron los evangelistas en silencio, pero es cierto que el Santo José estuvo presente cuando los Reyes adoraron al infante Jesús. Y no era necesario cautelar esto, porque los Magos venían ya ilustrados de que la Madre del recién nacido era Virgen y él Dios verdadero y no hijo de San José. Ni Dios trajera a los Reyes para que le adorasen y, por no estar catequizados, faltasen en cesa tan esencial como juzgarle por hijo de José de madre no virgen; de todo venían ilustrados y sintiendo altísimamente de lo perteneciente a tan magníficos y encumbrados sacramentos.

560. Aguardaba la divina Madre con el infante Dios en sus brazos a los devotos y piadosos Reyes, y estaba con incomparable modestia y hermosura, descubriendo entre la humilde pobreza indicios de majestad más que humana, con algo de resplandor en el rostro. El niño le tenía mucho mayor y derramaba grande refulgencia de luz, con que estaba toda aquella caverna hecha cielo. Entraron en ella los tres Reyes orientales y a la vista primera del Hijo y de la Madre quedaron por gran rato admirados y suspensos. Se postraron en tierra y en esta postura reverenciaron y adoraron al infante, reconociéndole por verdadero Dios y hombre y reparador del linaje humano. Y con el poder divino y vista y presencia del dulcísimo Jesús, fueron de nuevo ilustrados interiormente. Conocieron la multitud de espíritus angélicos que, como siervos y ministros del gran Rey de los reyes y Señor de los señores (Ap 19,16), asistían con temblor y reverencia. Se levantaron en pie y luego dieron la enhorabuena a su Reina y nuestra de ser Madre del Hijo del eterno Padre, y llegaron a darle reverencia, hincadas las rodillas. Le pidieron la mano para besársela, como en sus reinos se acostumbraba con las reinas. La prudentísima Señora retiró la suya y ofreció la del Redentor del mundo, y dijo: “Mi espíritu se alegró en el Señor y mi alma le bendice y alaba; porque entre todas las naciones os llamó y eligió, para que con vuestros ojos lleguéis a ver y conocer lo que muchos reyes y profetas desearon (Lc 10,24) y no lo consiguieron, que es al eterno Verbo encarnado y humanado. Magnifiquemos y alabemos su nombre por los sacramentos y misericordias que usa con su pueblo, besemos la tierra que santifica con su real presencia.”

561. Con estas razones de María Santísima se humillaron de nuevo los tres Reyes, adorando al infante Jesús, y reconocieron el beneficio grande de haberles nacido tan temprano el sol de justicia, para ilustrar sus tinieblas. Hecho esto, hablaron al santo esposo José, engrandeciendo su felicidad de ser esposo de la Madre del mismo Dios, y por ella le dieron la enhorabuena, admirados y compadecidos de tanta pobreza y que en ella se encerrasen los mayores misterios del cielo y tierra. Pasaron en estas cosas tres horas, y los Reyes pidieron licencia a María Santísima para ir a la ciudad a tomar posada, por no haber lugar para detenerse en la cueva y estar en ella. Los seguían alguna gente, pero solos los Magos participaron los efectos de la luz y de la gracia. Los demás, que sólo paraban y atendían lo exterior y miraban el estado pobre y despreciable de la Madre y de su esposo, aunque tuvieron alguna admiración de la novedad no conocieron el misterio. Se despidieron y se fueron los Reyes, y quedaron María y José con el infante solos, dando gloria a Su Majestad con nuevos cánticos de alabanza, porque su nombre comenzaba a ser conocido y adorado de las gentes. Lo demás que hicieron los Reyes, diré en el capítulo siguiente.

Doctrina que me dio la Reina del cielo.

562. “Hija mía, en los sucesos que contiene este capítulo, había gran fundamento para enseñar a los reyes y príncipes, y a los demás hijos de la Iglesia Santa, en la pronta devoción y humildad de los Magos, para imitarla, y en la dureza inicua de Herodes, para temerla; porque cada uno cogió el fruto de sus obras. Los Reyes, de las muchas virtudes y justicia que guardaban, y Herodes, de su ciega ambición y soberbia, con que injustamente reinaba, y de otros pecados en que le despeñó su inclinación sin rienda ni moderación. Pero basta esto para los que viven en el mundo, y las demás doctrinas que tienen en la Santa Iglesia; para ti debes aplicar la enseñanza de lo que has escrito, advirtiendo que toda la perfección de la vida cristiana se ha de fundar en las verdades católicas y en el conocimiento de ellas constante y firme, como lo enseña la santa fe de la Iglesia. Y para más imprimirlas en tu corazón, te has de aprovechar de todo lo que leyeres y oyeres de las divinas Escrituras y de otros libros devotos y doctrinales de las virtudes. Y a esta fe santa ha de seguir la ejecución de ellas, con abundancia de todas las buenas obras, esperando siempre la visitación y venida (Tit 2,13) del Altísimo.

563. “Con esta disposición estará tu voluntad pronta, como yo la quiero, para que en ti halle la del Todopoderoso la suavidad y rendimiento necesario para no tener resistencia a lo que te manifestare, sino que en conociéndolo lo ejecutes, sin otros respetos de criaturas y te ofrezco que, si lo hicieres como debes, yo seré tu estrella y te guiaré por las sendas del Señor (Prov 4,1l), para que con velocidad camines hasta ver y gozar en Sión (Sal 83,8) de la cara de tu Dios y sumo bien. En esta doctrina, y en lo que sucedió a los devotos Reyes del oriente, se encierra una verdad esencialísima para la salvación de las almas; pero conocida de muy pocas y advertida de menos: esto es, que las inspiraciones y llamamientos que envía Dios a las criaturas regularmente tienen este orden: que las primeras mueven a obrar algunas virtudes, y si a éstas responde el alma, envía el Altísimo otras mayores para obrar más excelentemente, y aprovechándose de unas se dispone para otras y recibe nuevos y mayores auxilios; y por este orden van creciendo los favores del Señor, según la criatura va correspondiendo a ellos. De donde entenderás dos cosas: la una, cuán grave daño es despreciar las obras de cualquiera virtud y no ejecutarlas según las divinas inspiraciones dictan; la segunda, que muchas veces daría Dios grandes auxilios a las almas, si ellas comenzasen a responder con los menores; porque está aparejado y como esperando que le den lugar, para obrar según la equidad de sus juicios y justicia, y porque desprecian este orden y proceder de sus vocaciones, suspende el corriente de su divinidad y no concede lo que él desea y las almas habían de recibir, si no pusieran óbice e impedimento, y por esto van de un abismo en otro (Sal 41,8).

564. Los Magos y Herodes llevaron encontrados caminos; que los unos correspondieron con buenas obras a los primeros auxilios e inspiraciones, y así se dispusieron con muchas virtudes para ser llamados y traídos por la revelación divina al conocimiento de los misterios de la Encarnación, nacimiento del Verbo divino y Redención del linaje humano, y de esta felicidad a la de ser santos y perfectos en el camino del cielo. Por el contrario le sucedió a Herodes, que su dureza y desprecio que hizo de obrar bien con los auxilios del Señor, le trajo a tan desmedida soberbia y ambición, y estos vicios le arrastraron hasta el último precipicio de crueldad, intentando quitar la vida, primero que otro alguno de los hombres, al Redentor del mundo, y fingirse para esto piadoso y devoto con simulada piedad, y reventando su furiosa indignación y por encontrarle, quitó la vida a los niños inocentes para que no se frustrasen sus dañados y perversos intentos.”

CAPITULO 17

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Vuelven los Reyes magos por segunda vez a ver y adorar al infante Jesús, le ofrecen sus dones y despedidos toman otro camino para sus tierras.

565. Del portal del nacimiento, a donde los tres Reyes entraron vía recta desde su camino, se fueron a descansar a la posada dentro de la ciudad de Belén; y retirándose aquella noche a un aposento a solas, estuvieron grande espacio de tiempo, con abundancia de lágrimas y suspiros, confiriendo lo que habían visto y los efectos que a cada uno había causado y lo que habían notado en el niño Dios y en su Madre Santísima. Con esta conferencia se inflamaron más en el amor divino, admirándose de la majestad y resplandor del infante Jesús, de la prudencia, severidad y pudor divino de la Madre, de la santidad del esposo José y de la pobreza de todos tres, de la humildad del lugar donde había querido nacer el Señor de tierra y cielo. Sentían los devotos Reyes la llama del divino incendio que abrasaba sus piadosos corazones, y sin poderse contener rompían en razones de gran dulzura y acciones de mucha veneración y amor. Decían: “¿Qué fuego es éste que sentimos? ¿Qué eficacia la de este gran Rey, que nos mueve a tales deseos y afectos? ¿Qué haremos para tratar con los hombres? ¿Cómo pondremos modo y tasa a nuestros gemidos y suspiros? ¿Qué harán los que han conocido tan oculto, nuevo y soberano misterio? ¡Oh grandeza del Omnipotente escondida (Is 45,15) por los hombres y disimulada en tanta pobreza! ¡Oh humildad nunca imaginada de los mortales! ¡Quién os pudiera traer a todos para que ninguno se privara de esta felicidad!”

566. Entre estas divinas conferencias se acordaron los Magos de la estrecha necesidad que tenían Jesús, María y José en su cueva y determinaron enviarles luego algún regalo en que les mostrasen su caricia, y ellos diesen aquel ensanche al afecto que tenían de servirlos, mientras no podían hacer otra cosa. Les remitieron con sus criados muchos de los regalos que para ellos estaban prevenidos y otros que buscaron. Los recibieron María Santísima y José con humilde reconocimiento; y el retorno fue, no gracias secas, como hacen los demás, sino muchas bendiciones eficaces de consuelo espiritual para los tres Reyes. Tuvo con este regalo nuestra gran Reina y Señora con qué hacerles a sus ordinarios convidados, los pobres, opulenta comida; que acostumbrados a sus limosnas y más aficionados a la suavidad de sus palabras, la visitaban y buscaban de ordinario. Los Reyes se recogieron llenos de incomparable júbilo del Señor, y en sueños los avisó el ángel de su jornada.

567. El día siguiente en amaneciendo volvieron a la cueva del nacimiento, para ofrecer al Rey celestial los dones que traían prevenidos. Llegaron y postrados en tierra le adoraron con nueva y profundísima humildad, y abriendo sus tesoros, como dice el Evangelio (Mt 2,11), le ofrecieron oro, incienso y mirra. Hablaron con la divina Madre y la consultaron muchas dudas y negocios de los que tocaban a los misterios de la fe y cosas pertenecientes a sus conciencias y gobierno de sus estados; porque deseaban volver de todo informados y capaces para gobernarse santa y perfectamente en sus obras. La gran Señora los oyó con sumo agrado, y cuando la informaban confería con el infante en su interior todo lo que había de responder y enseñar a aquellos nuevos hijos de su ley santa. Y como maestra e instrumento de la sabiduría divina respondió a todas las dudas que le propusieron tan altamente, santificándolos y enseñándoles de suerte que, admirados y atraídos de la ciencia y suavidad de la Reina, no podían apartarse de ella, y fue necesario que uno de los ángeles del Señor les dijese que era su voluntad y forzoso el volverse a sus patrias. Y no es maravilla que esto les sucediese, porque a las palabras de María Santísima fueron ilustrados del Espíritu Santo y llenos de ciencia infusa en todo lo que preguntaron y en otras muchas materias.

568. Recibió la divina Madre los dones de los Reyes y en su nombre los ofreció al infante Jesús. Y su Majestad con agradable semblante mostró que los admitía y les dio su bendición, de manera que los mismos Reyes lo vieron y conocieron que la daba en retomo de los dones ofrecidos, con abundancia de dones del cielo y más de ciento por uno (Mt 19,29). A la divina Princesa ofrecieron algunas joyas, al uso de su patria, de gran valor, pero esto, que no era de misterio ni pertenecía a él, se lo volvió Su Alteza a los Reyes y sólo reservó los tres dones de oro, incienso y mirra. Y para enviarlos más consolados, les dio algunos paños de los que había envuelto al niño Dios, porque ni tenía ni podía haber otras prendas visibles con que enviarlos enriquecidos de su presencia. Recibieron los tres Reyes estas reliquias con tanta veneración y aprecio, que guarneciéndolas en oro y piedras preciosas las guardaron. Y en testimonio de su grandeza derramaban tan fragancia de sí y daban tan copioso olor, que se percibía casi de una legua de distancia. (Legua: Unidad antigua de longitud que expresa la distancia que una person o un caballo pueden andar en una hora. Legua castellana: 4,19 km or 2,6 varas Castellanas.) Pero con esta calidad y diferencia, que sólo se comunicaba a los que tenían fe de la venida de Dios al mundo, y los demás incrédulos no participaron de este favor, ni sentían la fragancia de las preciosas reliquias, con las cuales hicieron grandes milagros en sus patrias.

569. Ofrecieron también los Reyes a la Madre del dulcísimo Jesús servirla con sus haciendas y posesiones, y que si no gustaba de ellas y quería vivir en aquel lugar del nacimiento de su. Hijo Santísimo, le edificarían allí casa para estar con más comodidad. Estos ofrecimientos agradeció la prudentísima Madre sin admitirlos. Y para despedirse de ella los Reyes, la rogaron con íntimo afecto del corazón que jamás se olvidase de ellos, y así se lo prometió y cumplió; y lo mismo pidieron a San José. Y con la bendición de todos tres se despidieron con tal afecto y ternura, que parecía dejaban allí sus corazones, en lágrimas y suspiros convertidos. Tomaron otro camino diferente, por no volver a Herodes por Jerusalén, que el ángel aquella noche les amonestó en sueños no lo hiciesen. Y al partir de Belén fueron guiados por otro camino, apareciéndoles la misma u otra estrella para este intento, y los llevó hasta el lugar donde se habían juntado y de allí cada uno volvió a su patria.

570. Lo restante de la vida de estos felicísimos Reyes fue correspondiente a su divina vocación, porque en sus estados vivieron y procedieron como discípulos de la Maestra de la santidad, por cuya doctrina gobernaron sus almas y sus reinos. Y con su ejemplo, vida y noticia que dieron del Salvador del mundo, convirtieron gran número de almas al conocimiento de Dios y camino de la salvación. Y después de esto, llenos de días y merecimientos, acabaron su carrera en santidad y justicia, siendo favorecidos en vida y muerte de la Madre de misericordia. Despedidos los Reyes, quedaron la divina Señora y José en nuevos cánticos de alabanza por las maravillas del Altísimo. Y las conferían con las divinas Escrituras y profecías de los patriarcas, conociendo cómo se iban cumpliendo en el infante Jesús. Pero la prudentísima Madre, que profundamente penetraba estos altísimos sacramentos, lo conservaba todo y lo confería consigo misma en su pecho (Lc 2,19). Los santos ángeles que asistían a estos misterios dieron la enhorabuena a su Reina, de que fuese su Hijo Santísimo conocido, adorado por los hombres y Su Majestad humanado, y le cantaron nuevos cánticos, magnificándole por las misericordias que obraban con los hombres.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María Santísima.

571. “Hija mía, grandes fueron los dones que ofrecieron los Reyes a mi Hijo Santísimo, pero mayor el afecto de amor con que los daban y el misterio que significaban; por todo esto le fueron muy aceptos y agradables a Su Majestad. Esto quiero yo que tú le ofrezcas, dándole gracias porque te hizo pobre en el estado y profesión; porque te aseguro, amiga, que no hay para el Altísimo otro más precioso don ni ofrenda que la pobreza voluntaria, pues son muy pocos hoy en el mundo los que usan bien de las riquezas temporales y que las ofrezcan a su Dios y Señor con la largueza y afecto que estos santos Reyes. Los pobres del Señor, tanto número como hay, experimentan bien y testifican cuán cruel y avarienta se ha hecho la naturaleza humana, pues con haber tantos necesitados, son tan pocos remediados de los ricos. Esta impiedad tan descortés de los hombres ofende a los ángeles y contrista al Espíritu Santo, viendo a la nobleza de las almas tan envilecida y abatida, sirviendo todos a la torpe codicia del dinero con sus fuerzas y potencias. Y como si se hubieran criado para sí solos las riquezas, así se las apropian y las niegan a los pobres, sus hermanos de su misma carne y naturaleza; y al mismo Dios que las crió no se las dan, siendo el que las conserva y puede darlas y quitarlas a su voluntad. Y lo más lamentable es que, cuando pueden los ricos comprar la vida eterna con la hacienda (Lc 16,9), con ella misma granjean su perdición, por usar de este beneficio del Señor como hombres insensatos y necios.

572. “Este daño es general en los hijos de Adán, y por eso es tan excelente y segura la voluntaria pobreza; pero en ella, partiendo con alegría lo poco con el pobre, se hace ofrenda grande al Señor de todos. Y tú puedes hacerla de lo que te toca para tu sustento, dando una parte al pobre, deseando remediar a todos, si con tu trabajo y sudor fuera posible. Pero tu continua ofrenda ha de ser las obras de amor, que es el oro, y la oración continua, que es el incienso, y la tolerancia igual en los trabajos y verdadera mortificación en todo, que es la mirra. Y lo que obrares por el Señor, ofrécelo con fervoroso afecto y prontitud, sin tibieza ni temor, porque las obras remisas o muertas no son sacrificio aceptable a los ojos de Su Majestad. Para ofrecer incesantemente estos dones de tus propios actos es menester que la fe y la luz divina esté siempre encendida en tu corazón, proponiéndote el objeto a quien has de alabar, magnificar y el estímulo de amor con que siempre estás obligada de la diestra del Altísimo, para que no ceses en este dulce ejercicio, tan propio de las esposas de Su Majestad, pues el título es significación de amor y deuda de continuo afecto.”

CAPITULO 18

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Distribuyen María Santísima y José los dones de los Reyes magos y se detienen en Belén hasta la presentación del infante Jesús en el templo.

573. Despedidos los tres Reyes magos y habiéndose celebrado en el portal el gran misterio de la adoración del infante Jesús, no quedaba otro que esperar en aquel lugar pobre y sagrado sino salir de él. La prudentísima Madre dijo a San José: “Señor mío y esposo, esta ofrenda que los Reyes han dejado a nuestro Dios y niño no ha de estar ociosa, pero ha de servir a Su Majestad, empleándose luego en lo que fuere de su voluntad y obsequio. Yo nada merezco, aunque sea de cosas temporales; disponed de todo como de cosa de mi Hijo y vuestra.” Respondió el fidelísimo esposo con su acostumbrada humildad y cortesía, remitiéndose a la voluntad de la divina Señora, para que por ella se distribuyese. Instó de nuevo Su Majestad, y dijo: “Si por humildad queréis, señor mío, excusaros, hacedlo por la caridad de los pobres, que piden la parte que les toca, pues tienen derecho a las cosas que su Padre celestial crió para su alimento.” Confirieron luego entre María purísima y San José cómo se distribuyesen en tres partes: una para llevar al templo de Jerusalén, que fue el incienso y mirra y parte del oro; otra para ofrecer al sacerdote que circuncidó al niño, que se emplease en su servicio y de la sinagoga o lugar de oración que había en Belén; y la tercera para distribuir con los pobres. Y así lo ejecutaron con liberal y fervoroso afecto.

574. Para salir de aquel portal, ordenó el Todopoderoso que una mujer pobre, honrada y piadosa fuese algunas veces a ver a nuestra Reina al mismo portal; porque era la casa donde vivía pegada a los muros de la ciudad, no lejos de aquel lugar sagrado. Esta devota mujer, oyendo la fama de los Reyes e ignorando lo que habían hecho, fue un día después a hablar a María Santísima, y la dijo si sabía lo que pasaba de que unos Magos, que decían eran reyes, habían venido de lejos a buscar al Mesías. La divina Princesa con esta ocasión, y conociendo el buen natural de la mujer, la instruyó y catequizó en la fe común, sin declararle en particular el sacramento escondido del Rey que en sí misma encerraba y en el dulcísimo niño que tenía en sus divinos brazos. La dio también alguna parte del oro destinado para los pobres, con que se remediase. Con estos beneficios quedó mejorada en todo la suerte de la feliz mujer, y ella aficionada a su maestra y bienhechora. Le ofreció su casa, y siendo pobre era más acomodada para hospicio de los artífices o fundadores de la santa pobreza. Le hizo grande instancia la pobre mujer, viendo la descomodidad del portal donde María Santísima y el feliz esposo estaban con el niño. No desechó el ofrecimiento la Reina y con estimación respondió a la mujer que la avisaría de su determinación. Y confiriéndolo luego con San José, se resolvieron en ir a pasar a la casa de la devota mujer y esperar allí el tiempo de la purificación y presentación al templo. Les obligó más a esta determinación el estar cerca del portal del nacimiento, y también que comenzaba a concurrir en él mucha gente, por el rumor que se iba publicando del suceso y venida de los Reyes.

575. Desampararon María Santísima, San José y el niño el sagrado portal, porque ya era forzoso, aunque con gran cariño y ternura, y se fueron a hospedar a la casa de la feliz mujer, que los recibió con suma caridad y les dejó libre lo mejor de la habitación que tenía. Los fueron acompañando todos los ángeles y ministros del Altísimo, en la misma forma humana que siempre los asistían. Y porque la divina Madre y su esposo desde la posada frecuentaban las estaciones de aquel santuario, iban y venían con ellos la multitud de príncipes que los servían. Y a más de esto, para guarda y custodia del portal o cueva cuando el niño y Madre salieron de ella, puso Dios un ángel que le guardase, como el del paraíso (Gen 3,24); y así ha estado y está hoy en la puerta de la cueva del nacimiento con una espada, y nunca más entró en aquel lugar santo ningún animal, y si el santo ángel no impide la entrada de los enemigos infieles, en cuyo poder está aquél y los demás lugares sagrados, es por los juicios del Altísimo, que deja obrar a los hombres por los fines de su sabiduría y justicia; y porque no era necesario este milagro, si los príncipes cristianos tuvieran ferviente celo de la honra y gloria de Cristo para procurar la restauración de aquellos Santos Lugares consagrados con la sangre y plantas del mismo Señor y de su Madre Santísima y con las obras de nuestra redención; y cuando esto no fuera posible, no hay excusa para no procurar a lo menos la decencia de aquellos misteriosos lugares con toda diligencia y fe, que el que la tuviere, grandes montes vencerá (Mt 17,19), porque todo le es posible al creyente (Mc 9,22) y se me ha dado a entender que la devoción piadosa y la veneración de la Tierra Santa es uno de los medios más eficaces y poderosos para establecer y asegurar las monarquías católicas; y quien lo fuere no puede negar que ahorrar a otros gastos excesivos y excusados, para emplearlos en tan piadosa empresa, fuera grata a Dios y a los hombres, pues para honestar estos gastos no es menester buscar razones peregrinas.

576. Retirada María purísima con su Hijo y Dios a la posada que halló cerca del portal, perseveró en ella hasta el tiempo que conforme a la ley se había de presentar purificada al templo con su primogénito. Y para este misterio determinó en su ánimo la santísima entre las criaturas disponerse dignamente con deseos fervorosos de llevar a presentar al eterno Padre en el templo su infante Jesús, e imitándole ella y presentándose con él adornada y hermoseada con grandes obras que hiciesen digna hostia y ofrenda para el Altísimo. Con esta atención hizo la divina Señora aquellos días, hasta la purificación, tales y tan heroicos actos de amor y de todas las virtudes, que ni lengua de hombres ni ángeles lo pueden explicar; ¿cuánto menos podrá una mujer en todo inútil y llena de ignorancia? La piedad y devoción cristiana merecerá sentir estos misterios, y los que para su contemplación y veneración se dispusieren. Y por algunos favores más inteligibles que recibió la Virgen Madre, se podrán colegir y rastrear otros que no caben en palabras.

577. Desde el nacimiento habló el infante Jesús con su dulcísima Madre en voz inteligible, cuando la dijo, luego que nació: “Imítame, Esposa mía y asimílate a mí,” como dije en su lugar, capítulo 10 (Cf. supra n.480). Y aunque siempre la hablaba con perfectísima pronunciación, era a solas, porque el santo esposo José nunca le oyó hablar, hasta que fue el niño creciendo y habló después de un año con él. Ni tampoco la divina Señora le declaró este favor a su esposo, porque conocía era sólo para ella. Las palabras del niño Dios eran con la majestad digna de su grandeza y con la eficacia de su poder infinito y como con la más pura y santa, la más sabia y prudente de las criaturas, fuera de sí mismo, y como con verdadera Madre suya. Algunas veces decía: “Paloma mía, querida mía, Madre mía carísima.” Y en estos coloquios y delicias que se contienen en los Cantares de Salomón, y otros más continuos interiores, pasaban Hijo y Madre Santísimos, con que recibía más favores la divina Princesa y oyó palabras tan de dulzura y caricia, que han excedido a las de los Cantares de Salomón, y más que han dicho ni pensado todas las almas justas y santas desde el principio hasta el fin del mundo. Muchas veces repetía el infante Jesús, entre estos amables misterios, aquellas palabras: “Asimílate a mí, Madre y paloma.” Y como eran razones de vida y virtud infinita, y a ellas acompañaba la ciencia divina que tenía María Santísima de todas las operaciones que obraba interiormente el alma de su Hijo unigénito, no hay lengua que pueda explicar, ni pensamiento percibir los efectos de estas obras tan recónditas en el candidísimo e inflamado corazón de la Madre de Hijo que era hombre y Dios.

578. Entre algunas excelencias más raras y beneficios de María purísima, el primero es ser Madre de Dios, que fue el fundamento de todas; el segundo, ser concebida sin pecado; el tercero, gozar en esta vida muchas veces la visión beatífica de paso; el cuarto lugar tiene este favor, de que gozaba continuamente, viendo con claridad el alma santísima de su Hijo y todas sus operaciones para imitarlas. La tenía presente, como un espejo clarísimo y purísimo en que se miraba y remiraba, adornándose con las preciosas joyas de aquella alma santísima copiadas en sí misma. La miraba unida al Verbo divino y cómo se reconocía inferior en la humanidad con profunda humildad. Conocía con vista clarísima los actos de agradecimiento y alabanza que daba, por haberla criado de nada como a todas las demás almas, y por los dones y beneficios que sobre todas había recibido en cuanto criatura, y especialmente por haberla levantado y sublimado a su naturaleza humana a la unión inseparable de la divinidad. Atendía a las peticiones, oraciones y súplicas, que hacía incesantes, que presentaba al eterno Padre por el linaje humano, y cómo en todas las demás obras iba disponiendo y encaminando su redención y enseñanza, como único Reparador y Maestro de vida eterna.

579. Todas estas obras de la santísima humanidad de Cristo nuestro bien iba imitando su Madre purísima. Y en toda esta Historia hay mucho que decir de tan gran misterio, porque siempre tuvo este dechado y ejemplar a la vista, donde formó todas las acciones y operaciones desde la Encarnación y nacimiento de su Hijo, y como abeja oficiosa fue componiendo el panal dulcísimo de las delicias del Verbo humanado. Y Su Majestad, que vino del cielo a ser nuestro Redentor y Maestro, quiso que su Madre Santísima, de quien recibió el ser humano, participase por altísimo y singular modo los frutos de la general redención y que fuese única y señalada discípula, en quien se estampase al vivo su doctrina, formándola tan semejante a sí mismo, cuanto era posible en pura criatura. Por estos beneficios y fines del Verbo humanado se ha de colegir la grandeza de las obras de su Madre Santísima y las delicias que tenía con él en sus brazos, reclinándole en su pecho, que era el tálamo y lecho florido (Cant 1,15 (A.)) de este verdadero Esposo.

580. En los días que la Reina Santísima se detuvo en Belén hasta la purificación, concurrió alguna gente a visitarla y hablarla, aunque casi todos eran de los más pobres: unos por la limosna que de su mano recibían, otros por haber sabido que los Magos habían estado en el portal, y todos hablaban de esta novedad y de la venida del Mesías, porque en aquellos días, no sin dispensación divina, estaba muy público entre los judíos que se llegaba el tiempo en que había de nacer en el mundo, y se hablaba comúnmente de esto. Con ocasión de todas estas pláticas se le ofrecían a la prudentísima Madre repetidas ocasiones de obrar grandiosamente, no sólo en guardar secreto en su pecho y conferir en él todo lo que oía y veía (Lc 2,19), pero también en encaminar muchas almas al conocimiento de Dios, confirmarlas en la fe, instruirlas en las virtudes, alumbrarlas en los misterios del Mesías que esperaban y sacarlas de grandes ignorancias en que estaban, como gente vulgar y poco capaz de las cosas divinas. La decían algunas veces tantas novelas y cuentos de mujeres en estas materias, que oyéndolas el santo y sencillo esposo José se solía sonreír y admirar de las respuestas llenas de sabiduría y eficacia divina con que la gran Señora respondía y enseñaba a todos; cómo los toleraba, sufría y encaminaba a la verdad y conocimiento de la luz, con profunda humildad y severidad apacible, dejando a todos gustosos, consolados y capaces de lo que les convenía; porque les hablaba palabras de vida eterna (Jn 6,69), que les penetraba hasta el corazón, los fervorizaba y alentaba.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima Señora nuestra.

581. “Hija mía, a la vista clara de la luz divina conocí yo, sobre todas las criaturas, el bajo precio y estimación que tienen delante el Altísimo los dones y riquezas de la tierra, y por esto me fue trabajoso y enojoso a mi santa libertad hallarme cargada con los tesoros de los Reyes ofrecidos a mi Hijo Santísimo; pero como en todas mis obras había de resplandecer la humildad y obediencia, no quise apropiarlos a mí, ni dispensarlos por mi voluntad, sino por la de mi esposo José; y en esta resignación hice concepto como si fuera sierva suya y como si nada de aquellos bienes temporales me tocara, porque es cosa fea, y para vosotras las criaturas flacas muy peligrosa, atribuiros o apropiaros cosa ninguna de bienes terrenos, así de hacienda como de honra, pues todo esto se hace con codicia, ambición y ostentación vana.

582. “He querido, carísima, decirte todo esto para que en todas materias quedes enseñada de no admitir dones ni honras humanas, como si algo te debieran, ni lo apropies a ti misma, y esto menos cuando lo recibes de personas poderosas y calificadas; guarda tu libertad interior y no hagas ostentación de lo que nada vale, ni te puede justificar para con Dios. Si algo te presentaren, nunca digas esto me han dado, ni esto me han traído, sino esto envía el Señor para la comunidad, pidan a Su Majestad por el instrumento de esta misericordia suya; y nombrarle, para que lo hagan en particular y no se frustre el fin del que hace la limosna. Tampoco la recibas por tu mano, que es insinuar codicia, sino las ofícialas dedicadas para ese fin; y si por el oficio de prelada fuere necesario después de estar dentro el convento darlo a quien le pertenece para distribuirlo al común, sea con magisterio de desprecio, manifestando no está allí el afecto, aunque al Altísimo y al que te hizo el bien se le has de agradecer, y conocer no le mereces. Lo que traen a las demás religiosas debes agradecerlo por prelada, y con toda solicitud cuidar luego se aplique al cuerpo de la comunidad, sin tomar para ti cosa alguna; y no mires con curiosidad lo que viene al convento, porque no se deleite el sentido, ni se incline a apetecerlo o gustar le hagan tales beneficios, que el natural frágil y lleno de pasiones incurre en muchos defectos repetidas veces y muy pocas veces se hace consideración de ellos; no se le puede fiar nada a la naturaleza infecta, porque siempre quiere más de lo que tiene y nunca dice basta y cuanto más recibe mayor sed le queda para más.

583. “Pero en lo que te quiero más advertida es en el trato íntimo y frecuente con el Señor, por incesante amor, alabanza y reverencia. En esto quiero, hija mía, que trabajes con todas tus fuerzas y que apliques tus potencias y sentidos sin intervalo, con desvelo y cuidado; porque sin él es forzoso que la parte inferior, que agrava el alma (Sab 9,15), la derribe y atierre, la divierta y precipite, haciéndola perder de vista el sumo bien. Y este trato amoroso del Señor es tan delicado, que sólo de atender y oír al enemigo en sus fabulaciones se pierde; y por esto solicita él con gran desvelo que le atiendan, como quien sabe que el castigo de haberle escuchado será escondérsele al alma el objeto de su amor; y luego la que inadvertidamente ignoró su hermosura (Cant 1,7 (A.)) sale tras de las pisadas de sus descuidos, desposeída de suavidad divina, y cuando, a mal de su grado, experimenta el daño en su dolor, quiere volver a buscarla y no siempre se halla ni se le restituye; y como el demonio que la engañó le ofrece otros deleites tan viles y desiguales de aquellos a que tenía acostumbrado el gusto interior, de aquí le resulta y se origina nueva tristeza, turbación, caimiento, tibieza, hastío y toda se llena de confusión y peligro.

584. De esta verdad tienes tú, carísima, alguna experiencia, por tus descuidos y tardanza en creer los beneficios del Señor. Ya es tiempo que seas prudente en tu sinceridad y constante en conservar el fuego del santuario, sin perder de vista un punto el mismo objeto a que yo siempre estuve atenta con la fuerza de toda mi alma y potencias. Y aunque es grande la distancia de ti, que eres un vil gusanillo, a lo que en mí te propongo que imites y no puedes gozar del bien verdadero tan inmediato como yo le tenía, ni obrar con las condiciones que yo lo hacía, pero, pues yo te enseño y manifiesto lo que obraba imitando a mi Hijo Santísimo, puedes, según tus fuerzas, imitarme a mí, entendiendo que le miras por otro viril; mas porque yo le miraba por el de su humanidad santísima, y tú por el de mi alma y persona. Y si a todos llama y convida el Todopoderoso a esta alta perfección si quieren seguirla, considera tú lo que debes hacer por ella, pues tan larga y poderosa se muestra contigo la diestra del Altísimo para traerte tras de sí (Ib. 3).

CAPITULO 19

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Parten María Santísima y José con el infante Jesús de Belén a Jerusalén, para presentarle en el templo y cumplir la ley.

585. Cumplíanse ya los cuarenta días que conforme a la ley (Lev 12,4 (A.)) se juzgaba por inmunda la mujer que paría hijo y perseveraba en la purificación del parto hasta que después iba al templo. Para cumplir la Madre de la misma pureza con esta ley, y de camino con la otra del Éxodo (Ex 13,12 (A.)) en que mandaba Dios le santificasen y ofreciesen todos los primogénitos, determinó pasar a Jerusalén, donde se había de presentar en el templo con el Unigénito del eterno Padre suyo y purificarse conforme las demás mujeres madres. Y en el cumplimiento de estas dos leyes, para la que a ella le tocaba, no tuvo duda ni reparo alguno en obedecer como las demás madres; no porque ignorase su inocencia y pureza propia, que desde la Encarnación del Verbo la sabía, y que no había contraído el común pecado original, y tampoco ignoraba que había concebido por obra del Espíritu Santo y parido sin dolor, quedando siempre virgen y más pura que el sol; pero en cuanto a rendirse a la ley común no dudaba su prudencia, y también lo solicitaba el ardiente afecto de humillarse y pegarse con el polvo, que siempre estaba en su corazón.

586. En la presentación que tocaba a su Hijo Santísimo pudo tener algún reparo, como sucedió en la circuncisión, porque le conocía por Dios verdadero, superior a las leyes que él mismo había puesto; pero de la voluntad del Señor fue informada con luz divina y con los mismos actos del alma santísima del Verbo humanado, porque en ella vio los deseos que tenía de santificarse, ofreciéndose viva hostia (Ef 5,2) al eterno Padre, en agradecimiento de haber formado su cuerpo purísimo y criado su alma santísima, y destinándose para sacrificio aceptable por el linaje humano y salud de los mortales; y aunque estos actos siempre los tuvo la humanidad santísima del Verbo, no sólo como comprensor, conformándose con la voluntad divina, pero también como viador y Redentor, con todo eso, quiso, conforme a la ley, hacer esta ofrenda a su Padre en su santo templo, donde todos le adoraban y magnificaban, como en casa de oración, expiación y sacrificios.

587. Trató la gran Señora con su esposo de la jornada, y habiéndola ordenado para estar en Jerusalén el día determinado por la ley y prevenido lo necesario, se despidieron de la piadosa mujer su hospedera; y dejándola llena de bendiciones del cielo, cuyos frutos cogió copiosamente, aunque ignoraba el misterio de sus divinos huéspedes, fueron luego a visitar el portal o cueva del nacimiento, para ordenar de allí su viaje con la última veneración de aquel humilde sagrario, pero rico de felicidad, no conocido por entonces. Entregó la Madre a San José el niño Jesús para postrarse en tierra y adorar el suelo, testigo de tan venerables misterios, y habiéndolo hecho con incomparable devoción y ternura, habló a su esposo y le dijo: “Señor, dadme la bendición, para hacer con ella esta jornada, como me la dais siempre que salgo de vuestra casa, y también os suplico que me deis licencia para hacerla a pie y descalza, pues he de llevar en mis brazos la hostia que se ha de ofrecer al eterno Padre. Esta obra es misteriosa, y deseo hacerla con las condiciones y magnificencia que pide, en cuanto me fuere posible.” Usaba nuestra Reina, por honestidad, de un calzado que le cubría los pies y le servía casi de medias; era de una hierba de que usaban los pobres, como cáñamo o malvas, curado y tejido grosera y fuertemente, y aunque pobre, limpio y con decente aliño.

588. San José la respondió que se levantase, porque estaba de rodillas, y dijo: “El altísimo Hijo del eterno Padre, que tengo en mis brazos, os dé su bendición; sea también enhorabuena que caminando a pie le llevéis en los vuestros, pero no habéis de ir descalza, porque el tiempo no lo permite, y vuestro deseo será acepto delante del Señor, porque os le ha dado.” De esta autoridad de cabeza en mandar a María Santísima usaba San José, aunque con gran respeto, por no defraudarla del gozo que tenía la gran Reina en humillarse y obedecer; y como el santo esposo la obedecía también y se mortificaba y humillaba en mandarla, venían a ser entrambos obedientes y humildes recíprocamente. El negarla que fuese descalza a Jerusalén, lo hizo San José temiendo no le ofendiesen los fríos para la salud, y el temerlo nacía de que no sabía la admirable complexión y compostura del cuerpo virginal y perfectísimo, ni otros privilegios de que la diestra divina la había dotado. La obediente Reina no replicó más al santo esposo y obedeció a su mandato en no ir descalza; y para recibir de sus manos al infante Jesús se postró en tierra y le dio gracias, adorándole por los beneficios que en aquel sagrado portal había obrado con ella y para todo el linaje humano; y pidió a Su Majestad conservase aquel sagrario con reverencia y entre católicos y que siempre fuese de ellos estimado y venerado, y al santo ángel destinado para guardarle, se le encargó y encomendó de nuevo. Se cubrió con un manto para el camino, y recibiendo en sus brazos al tesoro del cielo y aplicándole a su pecho virginal, le cubrió con grande aliño para defenderle del temporal del invierno.

589. Partieron del portal, pidiendo la bendición entrambos al niño Dios, y Su Majestad se la dio visiblemente; y San José acomodó en el jumentillo la caja de los fajos del divino infante, y con ellos la parte de los dones de los Reyes que reservaron para ofrecer al templo. Con esto se ordenó de Belén a Jerusalén la procesión más solemne que se vio jamás en el templo, porque en compañía del Príncipe de las eternidades, Jesús y de la Reina su madre y José su esposo, partieron de la cueva del nacimiento los diez mil ángeles que habían asistido en estos misterios y los otros que del cielo descendieron con el santo y dulce nombre de Jesús en la circuncisión (Cf. supra n.523). Todos estos cortesanos del cielo iban en forma visible humana, tan hermosos y refulgentes, que en comparación de su belleza todo lo precioso y deleitable del mundo era menos que de barro y que la escoria, comparado con el oro finísimo; y al sol, cuando más en su fuerza estaba, le oscurecían, y cuando faltaba en las noches las hacían días clarísimos; de su vista gozaba la divina Reina y su esposo José. Celebraban todos el misterio con nuevos y altísimos cánticos de alabanza al niño Dios que se iba a presentar al templo; y así caminaron dos leguas, que hay de Belén a Jerusalén.

590. En aquella ocasión, que no sería sin dispensación divina, era el tiempo destemplado, de frío y hielos, que no perdonando a su mismo Criador humanado y niño tierno, le afligían hasta que temblando como verdadero hombre lloraba en los brazos de su amorosa Madre, dejando más herido su corazón de compasión y amor que de las inclemencias el cuerpo. Se volvió a los vientos y elementos la poderosa Emperatriz y como Señora de todos los reprendió con divina indignación, porque ofendían a su mismo Hacedor, y con imperio les mandó que moderasen su rigor con el niño Dios, pero no con ella. Obedecieron los elementos al orden de su legítima y verdadera Señora, y el aire frío se convirtió en una blanda y templada marea para el infante, pero con la Madre no corrigió su destemplado rigor; y así le sentía ella y no su dulce niño, como en tres ocasiones he dicho (Cf. supra n.20.21, 543, 544) y repetiré adelante (Cf. infra n.633). Convirtióse también contra el pecado la que no le había contraído, y dijo: “¡Oh culpa desconcertada y en todo inhumana, pues para tu remedio es necesario que el mismo Criador de todo sea afligido de las criaturas que dio ser y las está conservando! Terrible monstruo y horrendo eres, ofensiva a Dios y destruidora de las criaturas, las conviertes en abominación y las privas de la mayor felicidad de amigas de Dios. ¡Oh hijos de los hombres! ¿Hasta cuándo habéis de ser de corazón grave y habéis de amar la vanidad y mentira (Sal 4,3)? No seáis tan ingratos para con el altísimo Dios y crueles con vosotros mismos. Abrid los ojos y mirad vuestro peligro. No despreciéis los preceptos de vuestro Padre celestial ni olvidéis la enseñanza de vuestra Madre (Prov 1,8), que os engendré por la caridad, y tomando el Unigénito del Padre carne humana en mis entrañas, me hizo Madre de toda la naturaleza; como tal os amo y, si me fuera posible y voluntad del Altísimo que yo padeciera todas las penalidades que ha habido desde Adán acá, las admitiera con gusto por vuestra salud.”

591. En el tiempo que continuaba la jornada nuestra divina Señora con el niño Dios, sucedió en Jerusalén que Simeón, sumo sacerdote, fue ilustrado del Espíritu Santo cómo el Verbo humanado venía a presentarse al templo en los brazos de su Madre; la misma revelación tuvo la santa viuda Ana; y de la pobreza y trabajo con que venían, acompañados de José, esposo de la purísima Señora. Y confiriendo luego los dos santos esta revelación e ilustración, llamaron al mayordomo del templo que cuidaba de lo temporal y dándole las señas de los caminantes que venían le mandaron saliese a la puerta del camino de Belén y los recibiese en su casa con toda benevolencia y caridad. Así lo hizo el mayordomo, con que la gran Reina y su esposo recibieron mucho consuelo, por el cuidado que traían de buscar posada que fuese decente para su divino infante. Dejándolos en su casa el dichoso hospedero, volvió a dar cuenta al sumo sacerdote.

592. Aquella tarde, antes de recogerse, trataron María Santísima y José lo que debían hacer; y la prudentísima Señora advirtió que llevase luego la misma tarde al templo los dones de los Reyes, para ofrecerlos en silencio y sin ruido, como se deben hacer las limosnas y ofrendas, y que de camino trajese el santo esposo las tortolillas (Lc 2,24) que habían de ofrecer al otro día en público con el infante Jesús. Lo ejecutó así San José y, como forastero y poco conocido, dio la mirra, incienso y oro al que recibía los dones en el templo, no dejando lugar para que se advirtiese quién había ofrecido tan gran limosna; y aunque pudo con ella comprar el cordero, que ofrecían los más ricos con los primogénitos (Lev 12,6-8), no lo hizo, porque fuera desproporción del traje humilde y pobre de la Madre y niño y del esposo ofrecer dones de ricos en lo público, y no convenía degeneraren acción alguna de su pobreza y humildad aunque fuera con fin piadoso y honesto, porque en todo fue maestra de perfección la Madre de la sabiduría y su Hijo Santísimo de la pobreza, en que nació, vivió v murió.

593. Era Simeón, como dice San Lucas (Lc 2,25ss. (A.)), justo y temeroso y esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo, que estaba en él, le había revelado que no pasaría la muerte sin ver primero al Cristo del Señor, y que movido del Espíritu vino al templo; porque aquella noche, a más de lo que había entendido, fue de nuevo ilustrado con la divina luz, y en ella conoció con mayor claridad todos los misterios de la Encarnación y Redención humana, y que en María Santísima se habían cumplido las profecías de Isaías (Is 7,14.9,1 (A.)) que una Virgen concebiría y pariría un hijo, y de la vara de José nacería una flor que sería Cristo, y todo lo demás de éstas y otras profecías; tuvo luz muy clara de la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo y de los misterios de la pasión y muerte del Redentor. Con la inteligencia de cosas tan altas quedó el Santo Simeón elevado y todo fervorizado, con deseos de ver al Redentor del mundo; y como ya tenía noticia que venía a presentarse al Padre, fue llevado Simeón al templo en espíritu el día siguiente, que es en la fuerza de esta divina luz; y sucedió lo que diré en el capítulo siguiente. También la santa mujer Ana tuvo revelación la misma noche de muchos de estos misterios respectivamente, y fue grande el gozo de su espíritu porque, como dije en la primera parte (Cf. supra p.I, n.423) de esta Historia, ella había sido maestra de nuestra Reina cuando estuvo en el templo; y dice el evangelista que no se apartaba de él (Lc 2,37), sirviendo de día y noche con ayunos y oraciones, y que era profetisa, hija de Samuel, del tribu de Aser, y habiendo vivido siete años con su marido era ya de ochenta y cuatro; y habló proféticamente del niño Dios, como se verá (Cf. infra n.600).

Doctrina que me dio la Reina del cielo.

594. “Hija mía, una de las miserias que hacen infelices o poco felices a las almas es contentarse con hacer las obras de virtud con negligencia y sin fervor, como si obraran cosa de poca importancia o casual. Por esta ignorancia y vileza de corazón llegan pocas al trato y amistad íntima con el Señor, que sólo se alcanza con el amor ferviente. Y se llama ferviente o fervoroso, porque al modo del agua que con el fuego hierve, así este amor con la violencia suave del divino incendio del Espíritu Santo levanta al alma sobre sí, sobre todo lo criado y sobre sus mismas obras; porque amando se enciende más y del mismo amor le nace un insaciable afecto, con el cual no sólo desprecia y olvida lo terreno, pero ni le satisface ni sacia todo lo bueno; y como el corazón humano, cuando no alcanza lo que mucho ama, si le es posible, se enardece más en el deseo de conseguirlo con nuevos medios, por esto si el alma tiene ferviente caridad, siempre con ella misma halla qué desear y qué hacer por el amado y todo cuanto obra le parece poco; y así busca y pasa de la voluntad buena ala perfecta (Rom 12,2 (A.)) y de ésta a la de mayor beneplácito del Señor, hasta llegar a la perfectísima e íntima unión y transformación en el mismo Dios.

595. “De aquí entenderás, carísima, la razón por que deseaba ir descalza al templo, llevando a mi Hijo Santísimo a presentarle en él y cumplir también con la ley de la purificación; porque a mis obras daba todo el lleno de perfección posible, con la fuerza del amor que siempre me pedía lo más perfecto y agradable al Señor, y me movía a ello esta fervorosa ansia en obrar todas las virtudes en colmo de perfección. Trabaja por imitar con toda diligencia la que en mí conoces, porque te advierto, amiga, que este linaje de amor y de obrar es lo que el Altísimo está deseando y esperando como tras de los canceles, que dijo la esposa (Cant 2,9 (A.)), mirando cómo ella obra todas las cosas, y tan cerca que sólo un cancel media para que goce de su vista; porque rendido y enamorado se va tras las almas que así le aman y sirven en todas sus obras, como también se desvía de las tibias y negligentes, o acude a ellas con una común y general providencia. Aspira tú siempre a lo más perfecto y puro de las virtudes y en ellas estudia e inventa siempre nuevos modos y trazas de amor, de manera que todas tus fuerzas y potencias interiores y exteriores estén siempre ocupadas y oficiosas en lo más alto y excelente para el agrado del Señor; y todos estos afectos comunícalos y sujétalos a la obediencia y consejo de tu maestro y padre espiritual, para hacer lo que mandare, que esto es lo primero y más seguro.”

CAPITULO 20

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De la presentación del infante Jesús en el templo y lo que sucedió en ella.

596. No sólo por virtud de la creación era la humanidad santísima de Cristo propia del eterno Padre, como las demás criaturas, pero por especial modo y derecho le pertenecía también por virtud de la unión hipostática con la persona del Verbo, que era engendrada de su misma sustancia, como Hijo unigénito y verdadero Dios de Dios verdadero; pero con todo eso determinó el Padre que le fuese presentado su Hijo en el templo, así por el misterio como por el cumplimiento de su santa ley, cuyo fin era Cristo nuestro Señor (Rom 10,4), pues por esto fue ordenado que los judíos santificasen y ofreciesen todos sus primogénitos (Ex 13,2), esperando siempre al que lo había de ser del eterno Padre y de su Madre Santísima; y en esto, a nuestro modo de entender, se hubo Su Majestad como sucede entre los hombres, que gustan se les trate y repita alguna cosa de que tienen agrado y complacencia, pues aunque todo lo conocía y sabía el Padre con infinita sabiduría tenía gusto en la ofrenda del Verbo humanado que por tantos títulos era suyo.

597. Esta voluntad del eterno Padre, que era la misma de su Hijo Santísimo en cuanto un Dios, conocía la Madre de la vida y también la de la humanidad de su Unigénito, cuya alma y operaciones miraba conforme en todo con la voluntad del Padre; y con esta ciencia pasó en coloquios divinos la gran Princesa aquella noche que llegaron a Jerusalén antes de la presentación, y hablando con el Padre decía: “Señor y Dios altísimo, Padre de mi Señor, festivo día será éste para el cielo y tierra, en que os ofrezco y traigo a vuestro santo templo la hostia viva, que es el tesoro de vuestra misma divinidad; rica es, Señor y Dios mío, esta oblación, y bien podéis por ella franquear vuestras misericordias al linaje humano, perdonando a los pecadores que torcieron los caminos rectos, consolando a los tristes, socorriendo a los necesitados, enriqueciendo a los pobres, favoreciendo a los desvalidos, alumbrando a los ciegos y encaminando a los errados; esto es, Señor mío, lo que yo os pido, ofreciéndoos a vuestro Unigénito y también es Hijo mío por vuestra dignación y clemencia; y si me le habéis dado Dios, yo os le presento Dios y Hombre juntamente, y lo que vale es infinito y menos lo que pido; rica vuelvo a vuestro santo templo de donde salí pobre y mi alma os magnificará eternamente, porque tan liberal y poderosa se mostró conmigo vuestra diestra divina.”

598. Llegada la mañana, para que en los brazos de la purísima alba saliese el sol del cielo a vista del mundo, la divina Señora, prevenidas las tortolillas y dos velas, aliñó al infante Jesús en sus paños, y con el santo esposo José salieron de la posada para el templo. Se ordenó la procesión y en ella iban los santos ángeles que vinieron desde Belén en la misma forma corpórea y hermosísima, como dije arriba (Cf. supra n.589), pero en ésta añadieron los espíritus santísimos muchos cánticos dulcísimos que le decían al niño Dios con armonía de suavísima y concertada música, que sólo María purísima los percibió. Y a más de los diez mil que iban en esta forma, descendieron del cielo otros innumerables y, juntos con los que tenían la venera del santo nombre de JESÚS, acompañaron al Verbo divino humanado a esta presentación; y éstos iban incorpóreamente como ellos son, y la divina Princesa sola los podía ver. Llegando a la puerta del templo, sintió la felicísima Madre nuevos y altísimos efectos interiores de dulcísima devoción y prosiguiendo hasta el lugar que llegaban las demás se inclinó y puesta de rodillas adoró al Señor en espíritu y verdad en su santo templo y se presentó ante su altísima y magnífica Majestad con su Hijo en los brazos. Luego se le manifestó con visión intelectual la Santísima Trinidad y salió una voz del Padre, oyéndola sola María purísima, que decía: Este es mi amado Hijo, en el cual yo tengo mi agrado” (Mt 17,5). El dichoso entre los varones, San José, sintió al mismo tiempo nueva conmoción de suavidad del Espíritu Santo, que le llenó de gozo y luz divina.

599. El sumo sacerdote Simeón, movido también por el Espíritu Santo; como arriba se dijo, capítulo precedente (Cf. supra n.593), entró luego en el templo y encaminándose al lugar donde estaba la Reina con su infante Jesús en los brazos vio a Hijo y Madre llenos de resplandor y de gloria respectivamente. Era este sacerdote lleno de años y en todo venerable, y también lo era la profetisa Ana, que, como dice el Evangelio (Lc 2,25-38), vino allí a la misma hora y vio a la Madre con el Hijo con admirable y divina luz. Llegaron llenos de júbilo celestial a la Reina del cielo y el sacerdote recibió de sus manos al infante Jesús en sus palmas y levantando los ojos al cielo le ofreció al eterno Padre y pronunció aquel cántico lleno de-misterios: “Ahora, Señor, despedirás a tu siervo, según tu palabra, en paz; porque ya mis ojos vieron al que es tu saludable; al cual pusiste delante la cara de todos los pueblos; lumbre para la revelación de las gentes, y gloria de Israel tu pueblo.” (Ib. 29-32). Y fue como decir: “Ahora, Señor, me soltarás y dejarás ir libre y en paz, suelto de las cadenas de este mortal cuerpo, donde me detenían las esperanzas de tu promesa y el deseo de ver a tu Unigénito hecho carne; ya gozaré de paz segura y verdadera, pues han visto mis ojos a tu saludable, tu Hijo unigénito hecho hombre, unido con nuestra naturaleza, para darle salud eterna, destinada y decretada antes de los siglos en el secreto de tu divina sabiduría y misericordia infinita; ya, Señor, le preparaste y le pusiste delante de todos los mortales, sacándole a luz al mundo para que todos le gocen, si todos le quieren, y tomar de él la salud y la luz que alumbrará a todo hombre en el universo; porque él es la lumbre que se ha de revelar a las gentes y para gloria de tu escogido pueblo de Israel.”

600. Oyeron este cántico de Simeón María Santísima Y José, admirándose de lo que decía y con tanto espíritu; y llámales el evangelista (Ib. 33) padres del niño Dios, según la opinión del pueblo, porque esto sucedió en público. Y Simeón prosiguió diciéndole a la Madre Santísima del infante Jesús, a quien se convirtió con atención: “Advertid, Señora, que este niño está puesto para ruina y para salvación de muchos en Israel y para señal o blanco de grandes contradicciones, y vuestra alma, suya de él, traspasará un cuchillo, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones.” Hasta aquí dijo Simeón. Y como sacerdote dio la bendición a los felices padres del niño. Y luego la profetisa Ana confesó al Verbo humanado y con luz del Espíritu divino habló de sus misterios muchas cosas con los que esperaban la Redención de Israel. Y con los dos santos viejos quedó testificada en público la venida del Mesías a redimir su pueblo.

601. Al mismo tiempo que el sacerdote Simeón pronunciaba las palabras proféticas de la pasión y muerte del Señor, cifradas en el nombre de cuchillo y señal de contradicción, el mismo niño abajó cabeza, y con esta acción y muchos actos de obediencia interior aceptó la profecía del sacerdote, como sentencia del eterno Padre declarada por su ministro. Todo esto vio y conoció la amorosa Madre y con la inteligencia de tan dolorosos misterios comenzó a sentir de presente la verdad de la profecía de Simeón, quedando herido desde luego el corazón con el cuchillo que la amenazaba para adelante; porque le fue patente y como en un espejo claro se propusieron a la vista interior todos los misterios que comprendía la profecía: cómo su Hijo Santísimo sería piedra de, escándalo, y ruina a, los incrédulos y vida para los fieles; la caída de la sinagoga y levantamiento de la Iglesia en la gentilidad; el triunfo que ganaría de los demonios y de la muerte, pero que le había de costar mucho y sería con la suya afrentosa y dolorosa de cruz; la contradicción que el infante Jesús en sí mismo y en su Iglesia había de padecer de los condenados en tan grande multitud y número; y también la excelencia de los predestinados. Todo lo conoció María Santísima y entre gozo y dolor de su alma purísima, elevada en actos perfectísimos por los misterios ocultísimos y la profecía de Simeón, ejercitó eminentes operaciones y le quedó en la memoria, sin olvidarlo jamás un solo punto, todo lo que conoció y vio con la luz divina y por las palabras proféticas de Simeón: y con tal vivo dolor miraba a su Hijo Santísimo siempre, renovando la amargura que como Madre, y Madre de Hijo Dios y hombre, sabía sola sentir dignamente lo que los hombres y criaturas humanas y de corazones ingratos no sabemos sentir. El santo esposo José, cuando oyó estas profecías, entendió también muchos de los misterios de la Redención y trabajos del dulcísimo Jesús, pero no se los manifestó el Señor tan copiosa y expresamente como los conoció y penetró su divina esposa, porque había diferentes razones y el santo no lo había de ver todo en su vida.

602. Acabado este acto, la gran Señora besó la mano al sacerdote y le pidió de nuevo la bendición, y lo mismo hizo con Ana, su antigua maestra, porque el ser Madre del mismo Dios y la mayor dignidad que ha habido ni habrá entre todas las mujeres, ángeles y hombres, no la impedían los actos de profunda humildad. Y con esto se volvió a su posada, y con el niño Dios, su esposo y la compañía de los catorce mil ángeles que la asistían, se compuso la procesión y caminaron. Se detuvo por, su devoción, como abajo diré (Cf. infra n.606ss), algunos días en Jerusalén y en ellos habló con el sacerdote algunas veces misterios de la Redención, y profecías que le había dicho; y aunque las palabras de la prudentísima Madre eran pocas, medidas, y graves, como eran tan ponderosas y llenas de sabiduría, dejaron al sacerdote admirado Y con nuevos gozos y efectos altísimos y dulcísimos en su alma; y lo mismo sucedió con la santa profetisa Ana; y entrambos murieron en el Señor en breves días. En la posada fueron hospedados por cuenta del sacerdote; y los días que estuvo nuestra Reina en ella frecuentaba el templo, y en él recibió nuevos favores y consolaciones del dolor que le causaron las profecías del sacerdote; Y para que le fuesen más dulces le habló su Santísimo Hijo una vez, Y la dijo: “Madre carísima y paloma mía, enjugad las lágrimas de vuestros ojos y dilatad vuestro cándido corazón, pues la voluntad de mi Padre es que yo reciba muerte de cruz. Compañera mía quiere que seáis, en mis trabajos y penas, y yo las quiero padecer por las almas que son hechuras de mis manos a mi imagen y semejanza, para llevarlas a mi reino triunfando de mis enemigos y que vivan conmigo eternamente. Esto mismo es lo que vos deseáis conmigo.” Respondió la Madre: “¡Oh dulcísimo amor mío e hijo de mis entrañas! Si el acompañaros fuera no sólo para asistiros con la vista y compasión, sino para morir juntamente con vos, fuera mayor alivio, porque será mayor dolor vivir yo viendoos morir.” En estos ejercicios y afectos amorosos y compasivos pasó algunos días, hasta que tuvo San José el aviso de ir huyendo a Egipto, como diré en el capítulo siguiente.

Doctrina que me dio la Reina María Santísima.

603. “Hija mía, el ejemplo y doctrina de lo que has escrito te enseña la constancia y dilatación que has de procurar en tu corazón, estando preparada para admitir lo próspero y adverso, lo dulce y amargo con igual semblante. ¡Oh carísima, qué estrecho y qué apocado es el corazón humano para recibir lo penoso y contrario a sus terrenas inclinaciones! ¡Cómo se indigna con los trabajos! ¡Qué impaciente los recibe! ¡Qué insufrible juzga todo lo que se opone a su gusto! ¡Y cómo olvida que su Maestro y Señor los padeció primero y los acreditó y santificó en sí mismo! Grande confusión y aun atrevimiento es que aborrezcan los fieles el padecer después que mi Hijo Santísimo padeció por ellos, pues antes que muriera abrazaron muchos santos la cruz sólo con la esperanza de que en ella padecería Cristo, aunque no lo vieron. Y si en todos es tan fea esta mala correspondencia, pondera bien, carísima, cuánto lo sería en ti, que tan ansiosa te muestras para alcanzar la amistad y gracia del Altísimo y merecer el título de esposa y de amiga suya, ser toda para él y que Su Majestad sea para ti, y también los anhelos que tienes de ser mi discípula y que yo sea tu maestra, seguirme e imitarme como hija fiel a su madre. Todo esto no se ha de resolver en sólo afectos y decir muchas veces: Señor, Señor, y en llegando a la ocasión de gustar el cáliz y la cruz de los trabajos contristarte, afligirte y huir de las penas en que se ha de probar la verdad del corazón afectuoso y enamorado.

604. “Todo esto sería negar con las obras lo que protestas con las promesas y salir del camino de la vida eterna, porque no puedes seguir a Cristo si no abrazas la cruz y te alegras con ella, ni tampoco me hallarás a mí por otro camino. Si las criaturas te faltan, si la tentación te amenaza, si la tribulación te aflige y los dolores de la muerte te cercaren (Sal 17,5), por ninguna de estas cosas te has de turbar ni te has de mostrar cobarde, pues a mi Hijo Santísimo y a mí nos desagrada tanto que impidas y malogres su poderosa gracia para defenderte; si no, la desluces y la recibes en vano y, a más de esto, darás al demonio gran triunfo, que se gloría mucho de que ha turbado o rendido a la que se tiene por discípula de Cristo mi Señor y mía, y comenzando a desfallecer en lo poco te vendrá a oprimir en lo mucho. Confía, pues, de la protección del Altísimo y que corres por mi cuenta, y con esta fe, cuando te llegare la tribulación, responde animosa: El Señor es mi iluminación y mi salud, ¿a quién temeré? Es mi protector, ¿cómo ando fluctuando (Sal 26,1)? Tengo Madre, Maestra, Reina y Señora, que me amparará y cuidará de mi aflicción.

605. “Con esta seguridad procura conservar la paz interior y no me pierdas de vista para imitar mis obras y seguir mis pisadas. Advierte el dolor que traspasó mi corazón con las profecías de Simeón, y en esta pena estuve igual, sin inmutarme, ni alteración alguna, aunque traspasada el alma y corazón de dolor. De todo tomaba motivo para glorificar y reverenciar su admirable sabiduría. Si los trabajos y penas transitorias se admiten con alegre y sereno corazón, espiritualizan a la criatura, la elevan y la dan ciencia divina con que hace digno aprecio del padecer y halla luego el consuelo y el fruto del desengaño y mortificación de las pasiones. Esta es ciencia de la escuela del Redentor escondida de los vivientes en Babilonia y amadores de la vanidad. Quiero también que me imites en respetar a los sacerdotes y ministros del Señor, que ahora tienen mayor excelencia y dignidad que en la ley antigua después que el Verbo divino se unió a la naturaleza humana y se hizo sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Sal 109,4). Oye su doctrina y enseñanza como dimanada de Su Majestad, en cuyo lugar están; advierte la potestad y autoridad que les da en el Evangelio, diciendo: Quien a vosotros oye, a mí oye; quien a vosotros obedece, a mí obedece (Lc 10,16). Ejecuta lo más santo, como te lo enseñarán; y tu continua memoria sea en meditar lo que padeció mi Hijo Santísimo, de tal manera que sea tu alma participante de sus dolores y te engendre tal acedia y amargura en los contentos terrenos, que todo lo visible pospongas y olvides por seguir al Autor de la vida eterna.”

CAPITULO 21

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Previene el Señor a María Santísima para la fuga a Egipto, habla el ángel a San José y otras advertencias en todo esto.

606. Cuando María Santísima y el gloriosísimo José volvieron de presentar en el templo a su infante Jesús, determinaron de perseverar en Jerusalén nueve días y en ellos visitar al templo nueve veces, repitiendo cada día la ofrenda de la sagrada hostia de su Hijo Santísimo que tenían en depósito, en hecho de gracias de tan singular beneficio que entre todas las criaturas habían recibido. Veneraba la divina Señora con especial devoción el número de nueve, en memoria de los nueve días que fue prevenida y adornada para la Encarnación del Verbo divino, como queda dicho en el principio de esta segunda parte por los primeros diez capítulos, y también por los nueve meses que le trajo en su virginal vientre; y por esta atención deseaba hacer la novena con su niño Dios, ofreciéndole tantas veces al eterno Padre como oblación aceptable para los altos fines que la gran Señora tenía. Comenzaron la novena y cada día iban al templo antes de la hora de tercia y estaban hasta la tarde en oración, eligiendo el lugar más inferior con el infante Jesús, para que dignamente oyesen aquella merecida honra que dio el dueño del convite en el Evangelio al convidado humilde, cuando le dijo: “Amigo, sube más arriba” (Lc 14,10). Así lo mereció nuestra humildísima Reina y lo ejecutó con ella el eterno Padre, ante cuya presencia derramaba su espíritu (Sal 141,3) y un día de éstos oró y dijo:

607. “Rey altísimo, Señor y Criador universal de todo lo que tiene ser, aquí está en vuestra presencia divina el polvo inútil y ceniza a quien sola vuestra dignación inefable ha levantado a la gracia que ni supe ni pude merecer. Me hallo, Señor mío, obligada y compelida del corriente impetuoso de vuestros beneficios para ser agradecida, pero ¿qué retribución digna podrá ofreceros la que siendo nada recibió el ser y la vida y sobre ella tan incomparables misericordias y favores de vuestra liberalísima diestra? ¿Qué retorno puede volver en obsequio de vuestra inmensa grandeza? ¿Qué reverencia a vuestra majestad? ¿Qué dádiva a vuestra divinidad infinita la que es criatura limitada? Mi alma, mi ser y mis potencias, todo lo recibí y recibo de vuestra mano y muchas veces lo tengo ofrecido y sacrificado a vuestra gloria. Confieso mi deuda, no sólo por lo que me habéis dado, pero más con el amor con que me la disteis, y porque entre todas las criaturas me preservó vuestra bondad infinita del contagio de la culpa y me eligió para dar forma de hombre a vuestro Unigénito y con tenerle en mi vientre y a mis pechos, siendo hija de Adán de materia vil y terrena. Conozco, altísimo Señor, esta inefable dignación vuestra y en el agradecimiento desfallece mi corazón y mi vida se resuelve en afectos de vuestro divino amor, pues nada tengo que retribuir por todo lo que vuestro gran poder se ha señalado con vuestra sierva. Pero ya se alienta mi corazón y se alegra en lo que tiene que ofrecer a vuestra grandeza, que es uno mismo con vos en la sustancia, igual en la majestad, perfecciones y atributos, la generación de vuestro entendimiento, la imagen de vuestro mismo ser, la plenitud de vuestro agrado, vuestro Hijo unigénito y dilectísimo; ésta es, eterno Padre y Dios altísimo, la dádiva que os ofrezco, la hostia que os traigo, segura de que la admitiréis, y habiéndole recibido Dios, le vuelvo Dios y hombre. No tengo yo, Señor, ni tendrán las criaturas otra cosa más que dar, ni Vuestra Majestad otro don más precioso que pedirles, y es tan grande que basta para retribución de lo que yo he recibido. En su nombre y en el mío os le ofrezco y presento a vuestra grandeza; y porque siendo Madre de vuestro Unigénito y dándole carne humana le hice hermano de los mortales y él quiso venir a ser su Redentor y Maestro, a mí me toca abogar por ellos y tomar su causa por mi cuenta y clamar por su remedio. Es, pues, Padre de mi Unigénito, Dios de las misericordias, yo os le ofrezco de todo mi corazón y con él y por él pido perdonéis a los pecadores y que derraméis sobre el linaje humano vuestras misericordias antiguas y renovéis nuevas señales y modo de ejecutar vuestras maravillas (Eclo 36,6). Este es el León de Judá (Ap 5,5) hecho ya cordero para quitar los pecados del mundo (Jn 1,29); es el tesoro de vuestra divinidad.”

608. Estas y otras oraciones y peticiones semejantes hizo la Madre de piedad y misericordia en los primeros días de la novena que comenzó en el templo, y a todas le respondió el eterno Padre, aceptándolas con la ofrenda de su Unigénito por sacrificio agradable y enamorándose de nuevo de la pureza de su Hija única y electa y mirando su santidad con beneplácito. Y en retorno de estas peticiones la concedió su invicta Majestad grandes y nuevos privilegios y que todo cuanto pidiese mientras durare el mundo para sus devotos lo alcanzaría, y que los grandes pecadores, como se valiesen de su intercesión, hallarían remedio, que en la nueva Iglesia y ley evangélica de Cristo su Hijo Santísimo fuese con él cooperadora y maestra, en especial después de la Ascensión a los cielos, quedando la Reina por amparo e instrumento del poder divino en ella, como diré en la tercera parte (Cf. infra p.III n.2) de esta Historia. Otros muchos favores y misterios comunicó el Altísimo a la divina Madre en estas peticiones, que ni caben en palabras ni se pueden manifestar con mis cortos y limitados términos.

609. Y prosiguiendo en ellas, como llegase el quinto día después de la presentación y purificación, estando la divina Señora en el templo con su infante Dios en los brazos, se le manifestó la divinidad, aunque no intuitivamente, y fue toda elevada y llena del Espíritu Santo; que si bien ya lo estaba, pero como Dios es infinito en su poder y tesoros, nunca da tanto que no le quede más quedar a las puras criaturas. En esta visión abstractiva quiso el Altísimo preparar de nuevo a su única esposa, previniéndola para los trabajos que la esperaban; y hablándola y confortándola la dijo: “Esposa y paloma mía, tus intentos y deseos son gratos a mis ojos y en ellos me deleito siempre, pero no puedes proseguir los nueve días de tu devoción que has comenzado, porque quiero tengas otro ejercicio de padecer por mi amor y que para criar a tu Hijo y salvarle su vida salgas de tu casa y patria y te ausentes con él y con José tu esposo pasando a Egipto, donde estaréis hasta que yo ordene otra cosa, porque Herodes ha de intentar la muerte del infante; la jornada es larga, trabajosa y de muchas incomodidades, padécelas por mí; yo estoy y estaré contigo siempre.”

610. Cualquiera otra santidad y fe pudiera padecer alguna turbación, como la han tenido grande los incrédulos, viendo que Dios poderoso huye de un hombre mísero y terreno y para salvar la vida humana se aleja y ausenta, como si fuera capaz de este temor o si no fuera hombre y Dios juntamente; pero la prudentísima y obediente Madre no replicó ni dudó, no se turbó ni inmutó con esta impensada novedad, y respondió, diciendo: “Señor y Dueño mío, aquí está vuestra sierva con preparado corazón para morir, si necesario fuere, por vuestro amor; disponed de mí a vuestra voluntad; sólo pido que vuestra bondad inmensa, no mirando mis pocos méritos y desagradecimientos, no permita llegue a ser afligido mi Hijo y Señor y que los trabajos vengan sólo para mí, que debo padecerlos.” La remitió el Señor a San José, para que en todo le siguiese en la jornada, y con esto salió de la visión, habiéndola tenido sin perder los sentidos exteriores, porque tenía en los brazos al infante Jesús, y sólo en la parte superior del alma fue elevada; aunque de allá redundaron otros dones en los sentidos, que los dejaron espiritualizados y como testificando que el alma estaba donde amaba más que donde animaba.

611. Pero el amor incomparable que tenía la gran Reina a su Hijo Santísimo enterneció algo su corazón materno y compasivo, considerando los trabajos que había conocido en la visión para el niño Dios, y derramando muchas lágrimas salió del templo para su posada, sin manifestar a su esposo la causa de su dolor; y el santo entendía que sólo era la profecía de Simeón que habían oído, pero como el fidelísimo José la amaba tanto y de su condición era oficioso y solícito, se turbó un poco viendo a su esposa tan llorosa y afligida y que no le manifestaba la causa si la tenía de nuevo. Esta turbación fue una, entre otras razones, para que el ángel santo le hablase en sueños, como en la ocasión del embarazo de la Reina dije arriba (Cf. supra n.400); porque aquella misma noche, estando San José durmiendo, se le apareció en sueños el mismo santo ángel y le dijo, como refiere San Mateo (Mt 2,13 (A.)): Levántate, y con el niño y su Madre huye a Egipto, y allí estarás hasta que yo te vuelva a dar otro aviso; porque Herodes ha de buscar al niño para quitarle la vida.” Al punto se levantó el santo esposo lleno de cuidado y pena, previniendo la de su amantísima esposa, y llegándose a donde estaba retirada la dijo: “Señora mía, la voluntad del Altísimo quiere que seamos afligidos, porque su ángel santo me ha hablado y declarado que gusta y ordena Su Majestad que con el niño nos vayamos huyendo a Egipto, porque Herodes trata de quitarle la vida. Animaos, Señora, para el trabajo de este suceso y decidme qué puedo yo hacer de vuestro alivio, pues tengo el ser y la vida para servicio de nuestro dulce niño y vuestro.”

612. “Esposo y señor mío” - respondió la Reina “si de la mano liberalísima del Muy Alto recibimos tantos bienes de gracia, razón es que con alegría recibamos los trabajos temporales (Job 2,10). Con nosotros llevaremos al Criador de cielo y tierra, y si nos ha puesto cerca de sí mismo, ¿qué mano será poderosa para ofendernos, aunque sea del rey Herodes? Y donde llevamos a todo nuestro bien y el sumo bien, el tesoro del cielo, a nuestro dueño, nuestra guía y luz verdadera, no puede ser destierro, pues él es nuestro descanso, parte y patria; todo lo tenemos con su compañía, vamos a cumplir su voluntad.” Llegaron María Santísima y José a donde estaba en una cuna el infante Jesús, que no acaso dormía en aquella ocasión. Le descubrió la divina Madre y no despertó porque aguardó aquellas tiernas y dolorosas palabras de su amada: “Huye, querido mío, y sea como el cervatillo y el cabrito por los montes aromáticos (Cant 8,14 (A.)), venid, querido mío, salgamos fuera, vamos a vivir en las villas” (Cant 7,11 (A.)). Dulce amor mío - añadió la tierna Madre, - cordero mansísimo, vuestro poder no se limita por el que tienen los reyes de la tierra, pero queréis con altísima sabiduría encubrirle por amor de los mismos hombres. ¿Quién de los mortales puede pensar, bien mío, que os quitará la vida, pues vuestro poder aniquila el suyo? Si vos la dais a todos, ¿por qué os la quitan? Si los buscáis para darles la que es eterna, ¿cómo ellos quieren daros muerte? Pero ¿quién comprenderá los ocultos secretos de vuestra providencia? Es, Señor y lumbre de mi alma, dadme licencia para que os despierte, que si Vos dormís, vuestro corazón vela.” (Cant 5,2).

613. Algunas razones semejantes a éstas dijo también el Santo José, y luego la divina Madre, hincadas las rodillas, despertó y tomó en sus brazos al dulcísimo infante, y él, para enternecerla más y mostrarse verdadero hombre, lloró un poco ¡oh maravillas del Altísimo en cosas tan pequeñas a nuestro flaco juicio!; mas luego se acalló, y pidiéndole la bendición su purísima Madre y San José se la dio el niño, viéndolo entrambos; y cogiendo sus pobres mantillas en la caja que las trajeron, partieron sin dilación a poco más de media noche, llevando el jumentillo en que vino la Reina desde Nazaret, y con toda prisa caminaron hacia Egipto, como diré en el capítulo siguiente.

614. Y para concluir éste se me ha dado a entender la concordia de los dos evangelistas San Mateo y San Lucas sobre este misterio; porque, como escribieron todos con la asistencia y luz del Espíritu Santo, con ella misma conocía cada uno lo que escribían los otros tres y lo que dejaban de decir, y de aquí es que por la divina voluntad escribieron todos cuatro algunas mismas cosas y sucesos de la vida de Cristo Señor nuestro y de la historia evangélica y en otras cosas escribieron unos lo que omitían otros, como consta del Evangelio de San Juan y de los demás. San Mateo escribió la adoración de los Reyes y la fuga a Egipto (Mt 2,1ss) y no la escribió San Lucas, y éste escribió la circuncisión y presentación y purificación (Lc 2,22ss) que omitió San Mateo. Y así como San Mateo, en refiriendo la despedida de los Reyes magos, entra luego contando que el ángel habló a San José para que huyesen a Egipto (Mt 2,13), sin hablar de la presentación, y no por eso se sigue que no presentaron primero al niño Dios, porque es cierto que se hizo después de pasados los Reyes y antes de salir para Egipto, como lo cuenta San Lucas (Lc 2,22ss); así también, aunque el mismo San Lucas tras de la presentación y purificación escribe que se fueron, a Nazaret (Ib. 39); no por eso se sigue, que no fueron primero a Egipto, porque sin duda fueron como lo escribe San Mateo, aunque lo omitió San Lucas que ni antes ni después escribió esta huida, porque ya estaba escrita por San Mateo (Mt 2,14). Y fue inmediatamente después de la presentación, sin que María Santísima y José volviesen primero a Nazaret. Y no habiendo de escribir San Lucas, esta jornada, era forzoso para continuar el hilo de su historia que tras la presentación escribiera la vuelta a Nazaret. Y decir que acabado lo que mandaba la ley se volvieron a Galilea, no fue negar que fueran a Egipto sino continuar la narración dejando de contar la huida de Herodes. Y del misto texto de San Lucas (Lc 2,39) se colige que la ida a Nazaret fue después que volvieron de Egipto, porque dice que el niño crecía y era confortado con sabiduría y se conocía en él la gracia; lo cual no podía ser antes de los años cumplidos de la infancia, que era después de la venida de Egipto y cuando en los niños se descubre el principio del uso de la razón.

615. También se me ha dado a entender cuán necio ha sido el escándalo de los infieles o incrédulos que comenzaron a tropezar en esta piedra angular, Cristo nuestro bien, desde su niñez, viéndole huir a Egipto para defenderse de Herodes, como si esto fuera falta de poder y no misterio para otros fines más altos que defender su vida de la crueldad de un hombre pecador. Bastaba para quietar el corazón bien dispuesto lo que el mismo evangelista dice (Mt 2,15 (A.)): “Que se había de cumplir la profecía de Oseas, que dice en nombre del Padre eterno: Desde Egipto llamé a mi Hijo.” (Os 11,1 (A.)). Y los fines que tuvo en enviarle allá y en llamarle, son muy misteriosos y algo diré adelante (Cf. infra n.641). Pero cuando todas las obras del Verbo humanado no fueran tan admirables y llenas de sacramentos, nadie que tenga sano juicio puede redargüir ni ignorar la suave providencia con que Dios gobierna las causas segundas, dejando obrar a la voluntad humana según su libertad; y por esta razón, y no por falta de poder, consiente en el mundo tantas injurias y ofensas de idolatrías, herejías y otros pecados que no son menores que el de Herodes, y consintió el de Judas y de los que de hecho maltrataron y crucificaron a Su Majestad; y claro está que todo esto lo pudo impedir y no lo hizo, no sólo por obrar la Redención, mas porque consiguió este bien para nosotros dejando obrar a los hombres por la libertad de su voluntad, dándoles la gracia y auxilios que convenía a su divina providencia para que con ellos obraron el bien, si los hombres quisieran usar de su libertad para el bien, como lo hacen para el mal.

616. Con esta misma suavidad de su providencia da tiempo y espera a la conversión de los pecadores, como se la dio a Herodes; y si usara de su absoluto poder e hiciera grandes milagros para atajar los efectos de las causas segundas, se confundiera el orden de la naturaleza y en cierto modo fuera contrario como autor de la gracia a sí mismo como autor de la naturaleza; y por esto los milagros han de ser raros y pocas veces, cuando hay causa o fin particular; que para esto los reservó Dios para sus tiempos oportunos, en que se manifiesta su potencia y se conociese ser autor de todo y sin dependencia de las mismas cosas a quien dio el ser y da la conservación. Tampoco debe admirar que consintiese la muerte de los niños inocentes que degolló Herodes (Mt 2,16), porque en esto no convino defenderlos por milagro, pues aquella muerte les granjeó la vida eterna con abundante premio; y ésta sin comparación vale más que la temporal, que se ha de posponer y perder por ella, y si todos los niños vivieran y murieran con la muerte natural por ventura no todos fueran salvos. Las obras del Señor son justificadas y santas en todo, aunque no luego alcancemos nosotros las razones de su equidad, pero en el mismo Señor las conoceremos cuando le veamos cara a cara.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María Santísima.

617. “Hija mía, entre las cosas que para tu enseñanza debes advertir en este capítulo, sea la primera el humilde agradecimiento de los beneficios que recibes, pues entre las generaciones eres tan señalada y enriquecida con lo que mi Hijo y yo hacemos contigo, sin merecerlo tú. Yo repetía muchas veces el verso de David: ¿Qué daré al Señor por todo lo que me ha dado? (Sal 115,12) Y con este afecto agradecido me humillaba hasta el polvo, juzgándome por inútil entre las criaturas. Pues si conoces que yo hacía esto, siendo Madre verdadera del mismo Dios, pondera bien cuál es tu obligación, cuando con tanta verdad te debes confesar indigna y desmerecedora de lo que recibes, pobre para agradecerlo y pagarlo. Esta insuficiencia de tu miseria y debilidad has de suplir ofreciendo al eterno Padre la hostia viva de su Unigénito humanado y especialmente cuando le recibes sacramentado y le tienes en tu pecho; que en esto también imitarás a David, que después de la pregunta que decía de qué daría al Señor por lo que le había favorecido, el Señor respondía: “El cáliz de la salud recibiré e invocaré el nombre del Altísimo” (Ib. 13). Has de recibir y obrar la salud de la salvación obrando lo que conduce a ella y dar el retorno con el perfecto proceder, invocar el nombre del Señor y ofrecerle su Unigénito, que es el que obró la virtud y la salud y el que la mereció y puede ser retorno adecuado de lo que recibió el linaje humano y tú singularmente de su poderosa mano. Yo le di forma humana para que conversase con los hombres y fuese de todos como propio suyo, y Su Majestad se puso debajo de las especies de pan y vino para apropiarse más a cada uno en singular y para que como cosa suya le gozase y ofreciese al Padre, supliendo las almas con esta oblación lo que sin ella no pudieran darle y quedando el Altísimo como satisfecho con ella, pues no puede querer otra cosa más aceptable ni pedirla a las criaturas.

618. “Tras de esta oblación, es muy acepta la que hacen las almas abrazando y tolerando con igualdad de ánimo y sufrimiento paciente los trabajos y adversidades de la vida mortal, y de esta doctrina fuimos maestros eminentes mi Hijo Santísimo y yo, y Su Majestad comenzó a enseñarla desde el instante que le concebí en mis entrañas, porque luego principiamos a peregrinar y padecer, y en naciendo al mundo sufrimos la persecución en el destierro a que nos obligó Herodes, y duró el padecer hasta morir Su Majestad en la cruz; y yo trabajé hasta el fin de mi vida, como en toda ella lo irás conociendo y escribiendo. Y pues tanto padecimos por las criaturas y para remedio suyo quiero que en esta conformidad nos imites, como esposa suya e hija mía, padeciendo con dilatado corazón y trabajando por aumentarle a tu Señor y Dueño la hacienda tan preciosa a su aceptación de las almas que compró con su vida y sangre. Nunca has de recatear trabajo, dificultad, amargura ni dolores, si por alguno de éstos puedes granjearle a Dios alguna alma o ayudarla a salir de pecado y mejorar su vida; y no te acobarde el ser tan inútil y pobre ni que se logra poco tu deseo y trabajo, que no sabes cómo lo aceptará el Altísimo y se dará por servido, y por lo menos tú debes trabajar oficiosamente y no comer el pan ociosa en su casa” (Prov 31,27).

CAPITULO 22

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Comienzan la jornada a Egipto Jesús, María y José, acompañados de los espíritus angélicos, y llegan a la ciudad de Gaza.

619. Salieron de Jerusalén a su destierro nuestros peregrinos divinos, encubiertos con el silencio y oscuridad de la noche, pero llenos del cuidado que se debía a la prenda del cielo que consigo llevaban a tierra extraña y para ellos no conocida; y si bien la fe y la esperanza los alentaba, porque no podía ser más alta y segura que la de nuestra Reina y de su fidelísimo esposo, mas con todo eso daba el Señor lugar a la pena, porque naturalmente era inexcusable en el amor que tenían al infante Jesús, y porque tampoco en particular no sabían todos los accidentes de tan larga jornada, ni el fin de ella, ni cómo serían recibidos en Egipto siendo extranjeros, ni la comodidad que tendrían para criar al niño y llevarle por todo el camino sin grandes penalidades. Trabajos y cuidados saltearon el corazón de los padres santísimos al partir con tanta prisa desde su posada, pero se moderó mucho este dolor con la asistencia de los cortesanos del cielo, que luego se manifestaron los diez mil arriba dichos (Cf. supra n.589) en forma visible humana, con su acostumbrada hermosura y resplandor con que hicieron de la noche clarísimo día a los divinos caminantes, y saliendo de las puertas de la ciudad se humillaron y adoraron al Verbo humanado en los brazos de su Madre Virgen, y a ella la alentaron ofreciéndose a su servicio y obediencia de nuevo y que la acompañarían y guiarían en el camino por donde fuese la voluntad del Señor.

620. Al corazón afligido cualquiera alivio le parece estimable, pero éste, por ser grande, confortó mucho a nuestra Reina y a su esposo José; y con mucho esfuerzo comenzaron sus jornadas, saliendo de Jerusalén por la puerta y camino que guía a Nazaret (En el autógrafo dice así, Nazaret; pero es sin duda un lapsus y quiere decir Belén, como se desprende de lo que sigue), y la divina Madre se inclinó con algún deseo de llegar al lugar del nacimiento, para adorar aquella sagrada cueva y pesebre que fue el primer hospicio de su Hijo Santísimo en el mundo, pero los santos ángeles la respondieron al pensamiento antes de manifestarle, y la dijeron: “Reina y Señora nuestra, Madre de nuestro Criador, conviene que apresuremos el viaje y sin divertirnos prosigamos el camino, porque con la diversión de los Reyes magos sin volver por Jerusalén y después con las palabras del sacerdote Simeón y Ana se ha movido el pueblo y algunos han comenzado a decir que sois Madre del Mesías; otros, que tenéis noticia de él, y otros, que vuestro Hijo es profeta. Y sobre que los Reyes os visitaron en Belén, hay varios juicios, y de todo está informado Herodes y ha mandado que con gran desvelo os busquen y en esto se pondrá excesiva diligencia, y por esta causa os ha mandado el Altísimo partir de noche y con tanta prisa.”

621. Obedeció la Reina del cielo a la voluntad del Todopoderoso declarada por sus ministros los santos ángeles, y desde el camino hizo reverencia al sagrado lugar del nacimiento de su Unigénito, renovando la memoria de los misterios que en él se habían obrado y de los favores que allí había recibido; y el santo ángel que estaba por guarda de aquel sagrado salió al camino en forma visible y adoró al Verbo humanado en los brazos de su divina Madre, con que recibió ella nuevo consuelo y alegría porque le vio y habló. Inc1inóse también el afecto de la piadosa Señora a tomar el camino de Hebrón, porque se desviaba muy poco del que llevaban y en aquella ocasión estaba en la misma ciudad Santa Isabel, su amiga y deuda, con su hijo San Juan; pero el cuidado de San José, que era de mayor temor, previno también este divertimiento y detención, y dijo a la divina esposa: “Señora mía, yo juzgo que nos importa mucho no detener un punto la jornada, pero adelantarla todo lo posible para retirarnos luego del peligro, y por esto no conviene que vayamos por Hebrón donde más fácilmente nos buscarán que en otra parte.” “Hágase vuestra voluntad - respondió la humilde Reina, - pero con ella pediré a uno de estos espíritus celestiales vaya a dar aviso a Isabel mi prima de la causa de nuestro viaje, para que ponga en cobro a su niño, porque la indignación de Herodes alcanzará hasta llegar a ellos.”

622. Sabía la Reina del cielo el intento de Herodes para degollar los niños, aunque no lo manifestó entonces. Pero lo que aquí me admira es la humildad y obediencia de María Santísima, tan raras y advertidas en todo, pues no sólo obedeció a San José en lo que él le ordenaba, sino en lo que le tocaba a ella sola, que era enviar el ángel a Santa Isabel, no quiso ejecutarlo sin voluntad y obediencia de su esposo, aunque pudo ella por sí mentalmente enviarle y ordenarlo. Confieso mi confusión y tardanza, pues en la fuente purísima de las aguas que tengo a la vista, no sacio mi sed, ni me aprovecho de la luz y ejemplar que en ella se me propone, aunque es tan vivo, tan suave, poderoso y dulce para obligar y atraer a todos a negar la propia y dañosa voluntad. Con la de su esposo despachó nuestra gran Maestra uno de los principales ángeles que asistían para que diese noticia a Santa Isabel de lo que pasaba, y como superiora a los ángeles en esta ocasión informó a su legado mentalmente de lo que había de decir a la Santa matrona y al niño Juan.

623. Llegó el santo ángel a la feliz y bendita Isabel y conforme al orden y voluntad de su Reina la informó de todo lo que convenía. La dijo cómo la Madre del mismo Dios iba con él huyendo a Egipto de la indignación de Herodes y del cuidado que ponía en buscarle para quitarle la vida, y que por asegurar a Juan le ocultase y pusiese en cobro y la declaró otros misterios del Verbo humanado, como se lo ordenó la divina Madre. Con esta embajada quedó Santa Isabel llena de admiración y gozo y dijo al santo ángel cómo deseaba salir al camino a adorar al infante Jesús y ver a su dichosa Madre, y preguntó si podría alcanzarlos. El santo ángel la respondió que su Rey y Señor humanado iba con la feliz Madre lejos de Hebrón y no convenía detenerlos; con que se despidió la santa de su esperanza. Y dándole al ángel dulces memorias para Hijo y Madre, quedó muy tierna y llorosa, y el paraninfo volvió a la Reina con la respuesta. Luego Santa Isabel despachó un enviado a toda diligencia y con algunos regalos le envió en alcance de los divinos caminantes y les dio cosas de comer y dineros y con qué hacer mantillas para el niño, previniendo la necesidad, con que iban a tierra no conocida. Los alcanzó el enviado en la ciudad de Gaza que dista de Jerusalén poco menos de veinte horas de camino y está en la ribera del río Besor, camino de Palestina para Egipto, no lejos del mar Mediterráneo.

624. En esta ciudad de Gaza descansaron dos días, por haberse fatigado algo San José y el jumentillo en que iba la Reina, y de allí despidieron al criado de Santa Isabel sin descuidarse el santo esposo de advertirle no dijese a nadie dónde los había topado; pero con mayor cuidado previno Dios este peligro, porque le quitó de la memoria a aquel hombre lo que San José le encargó que callase y sólo la tuvo para volver la respuesta a su ama Santa Isabel. Y del regalo que envió a los caminantes hizo María Santísima convite a los pobres, que no los podía olvidar la que era madre de ellos, y de las telas un mantillo para abrigar al niño Dios y para San José otra capa acomodada para el camino y tiempo. Y previno otras cosas de las que podían llevar en su pobre recámara, porque en cuanto la prudentísima Señora podía hacer con su diligencia y trabajo no quería enseñar milagros para sustentar a su Hijo y a San José, que en esto se gobernaban por el orden natural y común, hasta donde llegaban sus fuerzas. En los dos días que estuvieron en aquella ciudad, para no dejarla sin grandes bienes, hizo María purísima algunas obras maravillosas: libró a dos enfermos de peligro de muerte y dándoles salud; a otra mujer baldada la dejó sana y buena; en las almas de muchos que la vieron y hablaron obró efectos divinos del conocimiento de Dios y mudanza de vida; y todos sintieron grandes motivos de alabar al Criador; pero a nadie manifestaron su patria ni el intento del viaje, porque si con esta noticia se juntara la que daban sus obras admirables fuera posible que las diligencias de Herodes rastrearan su jornada y los siguieran.

625. Para manifestar lo que se me ha dado a conocer de las obras que por el camino hacían el infante Jesús y su Madre Virgen, me faltan las palabras dignas y mucho más la devoción y peso que piden tan admirables y ocultos sacramentos. Siempre servían los brazos de María purísima de lecho regalado al nuevo y verdadero rey Salomón (Cant 3,7). Y mirando ella los secretos de aquella humanidad y alma santísima, sucedía algunas veces que, Hijo y Madre, comenzando él, alternaban dulces coloquios y cánticos de alabanza, engrandeciendo primero el infinito ser de Dios con todos sus atributos y perfecciones. Y para estas obras daba Su Majestad a la Madre reina nueva luz y visiones intelectuales, en que conocía el misterio altísimo de la unidad de la esencia en la trinidad de las personas; las operaciones ad intra de la generación del Verbo y procesión del Espíritu Santo; cómo siempre son y fueron el Verbo engendrado por obra del entendimiento y el Espíritu Santo inspirado por obra de la voluntad, no porque allí hay sucesión de antes y después, porque todo es junto en la eternidad, sino porque nosotros lo conocemos al modo de la duración sucesiva del tiempo. Entendía también la gran Señora cómo las tres personas se comprenden recíprocamente con un mismo entender y cómo conocen a la persona del Verbo unida a la humanidad y los efectos que en ella resultan de la divinidad unida.

626. Con esta ciencia tan alta descendía de la divinidad a la humanidad, y ordenaba nuevos cánticos en alabanza y agradecimiento de haber criado aquella alma y humanidad santísima, en alma y cuerpo perfectísima; el alma llena de sabiduría, gracia y dones del Espíritu Santo con la plenitud y abundancia posible; el cuerpo purísimo y en sumo grado bien dispuesto y complexionado. Y luego miraba todos los actos tan heroicos y excelentes de sus potencias, y habiéndolos imitado todos respectivamente pasaba a bendecirle y darle gracias por haberla hecho Madre suya, concebida sin pecado, escogida entre millares, engrandecida y enriquecida con todos los favores y dones de su diestra poderosa que caben en pura criatura. En la exaltación y gloria de éstos y otros sacramentos que en ellos se encierran hablaba el niño y respondía la Madre lo que no cabe en lengua de ángeles ni en pensamiento de ninguna criatura. Y a todo esto atendía la divina Señora, sin faltar al cuidado de abrigar al niño, darle leche tres veces al día, de regalarle y acariciarle como madre más amorosa y atenta que todas juntas las otras madres con sus hijos.

627. Otras veces le hablaba y decía: “Dulcísimo amor e Hijo mío, dadme licencia para que os pregunte y manifieste mi deseo, aunque vos, Señor mío, le conocéis, pero para consuelo de oír vuestras palabras en responderme decidme, vida de mi alma y lumbre de mis ojos, si os fatiga el trabajo del camino y os afligen las inclemencias del tiempo y elementos y qué puedo hacer yo en servicio y alivio de vuestras penas.” Respondió el niño Dios: “Los trabajos, Madre mía, y el fatigarme por el amor de mi Padre eterno y de los hombres, a quienes vengo a enseñar y redimir, todos se me hacen fáciles y muy dulces y más en vuestra compañía.” Lloraba el niño algunas veces con serenidad muy grave y de varón perfecto y afligida la amorosa Madre atendía luego a la causa buscándola en su interior que conocía y miraba, y allí entendía que eran lágrimas de amor y compasión por el remedio de los hombres y por sus ingratitudes; y en está pena y llanto también le acompañaba la dulce Madre y solía, como compasiva tórtola, acompañarle en el llanto y como piadosa madre le acariciaba y le besaba con incomparable reverencia. El dichoso José atendía muchas veces a estos misterios tan divinos y de ellos tenía alguna luz con que aliviaba el cansancio del camino. Otras veces hablaba con su esposa, preguntándole cómo iba y si gustaba de alguna cosa para sí o para el niño y se llegaba a él y le adoraba besándole el pie y pidiéndole la bendición y algunas veces le tomaba en sus brazos. Con estos consuelos entretenía dulcemente el gran Patriarca las molestias del camino y su divina esposa le alentaba y animaba, atendiendo a todo con magnánimo corazón, sin embarazarle la atención interior para el cuidado de lo visible, ni esto para la altura de sus encumbrados pensamientos y frecuentes afectos, porque en todo era perfectísima.

Doctrina de la divina Madre y Señora.

628. “Hija mía carísima, para la imitación y ciencia que en ti quiero sobre lo que has escrito, te será ejemplar la admiración y afectos que hacía en mi alma la luz divina con que conocía a mi Hijo Santísimo sujetarse de voluntad al furor inhumano de los malos hombres, como sucedió con Herodes en esta ocasión que fuimos huyendo de su ira y después a los malos ministros de los pontífices y magistrados. En todas las obras del Altísimo resplandece su grandeza, su bondad y sabiduría infinita, pero lo que más admiraba mi entendimiento era cuando conocía a un mismo tiempo con luz altísima el ser de Dios en la persona del Verbo unida a la humanidad y que era mi Hijo Santísimo Dios eterno, poderoso, infinito y criador de todo y conservador, y que no sólo de este beneficio pendía la vida y ser de aquel inicuo rey, pero que la humanidad santísima pedía y rogaba al Padre para que al mismo tiempo le diese inspiraciones, auxilios y muchos bienes, y que siéndole tan fácil castigarle no lo hizo, sino que con sus súplicas le alcanzó no lo fuese efectivamente y según su malicia. Y aunque al fin se perdió como prescito y pertinaz, pero tiene menos pena que le dieran si mi Hijo Santísimo no hubiera rogado por él. Todo esto, y lo que aquí se encierra de la incomparable misericordia y mansedumbre de mi Hijo Santísimo, procuré yo imitar, porque como maestro me enseñaba con obras lo que después había de amonestar con ejemplo, palabras y ejecuciones del amor de los enemigos. Y cuando conocía yo que ocultaba y disimulaba su poder infinito y siendo león invencible se dejaba como cordero humilde y mansísimo al furor de los lobos carniceros, mi corazón se deshacía y desfallecían mis fuerzas, deseando amarle e imitarle y seguirle en su amor y caridad, paciencia y mansedumbre.

629. “Este ejemplar te propongo para que siempre le lleves delante y entiendas cómo y hasta dónde debes sufrir, padecer, perdonar y amar a quien te ofendiere, pues ni tú ni las demás criaturas estáis inocentes y sin alguna culpa y muchos con repetidas y graves para merecerlo. Pero si por medio de las persecuciones has de conseguir el grande bien de esta imitación, ¿qué razón habrá para que no las aprecies por grande dicha y ames a quien te ocasiona lo sumo de la perfección y agradezcas este beneficio, no juzgando por enemigo antes por bienhechor tuyo a quien te pone en ocasión de lo que tanto te importa? Con el objeto que se te ha propuesto no tendrás disculpa si en esto faltas, pues te le hace como presente la divina luz y lo que de él conoces y penetras.”

CAPITULO 23

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Prosiguen las jornadas Jesús, María y José de la ciudad de Gaza hasta Heliópolis de Egipto.

630. El día tercero después que nuestros peregrinos llegaron a Gaza partieron de aquella ciudad para Egipto y dejando luego los poblados de Palestina se metieron en los desiertos arenosos que se llaman de Bersabé, encaminándose por espacio de sesenta leguas (Aproximadamente 251 km. - Legua castellana = 4,19 km) y más de despoblados para llegar a tomar asiento en la ciudad de Heliópolis, que ahora se llama El Cairo de Egipto. En este desierto peregrinaron algunos días, porque las jornadas eran cortas, así por la descomodidad del camino tan arenoso como por el trabajo que padecieron con la falta de abrigo y de sustento. Y porque fueron muchos los sucesos que en esta soledad tuvieron diré algunos de donde se entenderán otros, porque todos no es necesario referirlos. Y para conocer lo mucho que padecieron María y José y también el infante Jesús en esta peregrinación, se debe suponer que dio lugar el Altísimo para que su Unigénito humanado con su Madre Santísima y San José sintiesen las molestias y penalidades de este destierro. Y aunque la divina Señora las padecía con pacificación, pero se afligió mucho sin perderla, y lo mismo respectivamente su fidelísima esposo, porque entrambos padecieron muchas incomodidades y molestias en sus personas, y mayores en el corazón de la Madre por las de su Hijo y de José, y él por las del niño y de la esposa y que no podía remediarlos con su diligencia y trabajo.

631. Era forzoso en aquel desierto pasar las noches al sereno y sin abrigo en todas las sesenta leguas de despoblado, y esto en tiempo de invierno, porque la jornada sucedió en el mes de febrero, comenzándola seis días después de la purificación, como se infiere de lo que dije en el capítulo pasado (Cf. supra n.909,613). La primera noche que se hallaron solos en aquellos campos se arrimaron a la falda de un montecilla, que fue sólo el recurso que tuvieron, y la Reina del cielo con su niño en los brazos se sentó en la tierra y allí tomaron algún aliento y cenaron de lo que llevaban desde Gaza; y la Emperatriz del cielo dio el pecho a su infante Jesús y Su Majestad con semblante apacible consoló a la Madre y su esposo; cuya diligencia con su propia capa y unos palos formó un tabernáculo o pabellón para que el Verbo divino y María Santísima se defendiesen algo del sereno, abrigándolos con aquella tienda de campo tan estrecha y humilde; y la misma noche los diez mil ángeles que con admiración asistían a los peregrinos del mundo hicieron cuerpo de guardia a su Rey y Reina, cogiéndolos en medio de una rueda o circuito que formaron en cuerpo visible humano. Conoció la gran Señora que su Hijo Santísimo ofrecía al Padre eterno aquel desamparo y trabajos y los de la misma Madre y San José, y en esta ocasión y los demás actos que aquella alma deificada hacía le acompañó la Reina lo más de la noche, y el niño Dios durmió un poco en sus brazos, pero ella siempre estuvo en vela y coloquios divinos con el Altísimo y con los ángeles; y el Santo José se recostó en la tierra, la cabeza sobre la arquilla de las mantillas y pobre ropa que llevaban.

632. Prosiguieron el día siguiente su camino y luego les faltó en el viaje la prevención de pan y algunas frutas que llevaban, con que la Señora del cielo y tierra y su santo esposo llegaron a padecer grande y extrema necesidad y a sentir el hambre, y aunque la padeció mayor San José, pero entrambos la sintieron con harta aflicción. Un día sucedió, a las primeras jornadas, que pasaron hasta las nueve de la noche sin haber tomado cosa alguna de sustento, aun de aquel pobre y grosero mantenimiento que comían y después del trabajo y molestia del camino cuando necesitaba más la naturaleza de ser refrigerada, y como no se podía suplir esta necesidad con ninguna diligencia humana, la divina Señora convertida al Altísimo dijo: “Dios eterno, grande y poderoso, yo os doy gracias y bendigo por las magníficas obras de vuestro beneplácito y porque sin merecerlo yo por sola vuestra dignación me disteis el ser, vida y con ella me habéis conservado y levantado, siendo polvo e inútil criatura. No he dado por estos beneficios el digno retorno, pues ¿cómo pediré para mí lo que no puedo recompensar? Pero, Señor y Padre mío, mirad a vuestro Unigénito y concededme con qué le alimente la vida natural y también la de mi esposo, para que con ella sirva a Vuestra Majestad y yo a vuestra Palabra hecha carne (Jn 1,14) por la salud humana.”

633. Para que estos clamores de la dulcísima Madre naciesen de mayor tribulación; dio lugar el Altísimo a los elementos para que con sus inclemencias los afligiesen sobre el hambre, cansancio y desamparo, porque se levantó un temporal de agua y vientos muy destemplados que los cegaba y fatigaba mucho. Este trabajo afligió más a la piadosa y amorosa Madre por el cuidado del niño Dios, tan delicado y tierno, que aún no tenía cincuenta días, y aunque le cubrió y abrigó cuanto pudo, pero no bastó para que como verdadero hombre no sintiese la inclemencia y rigor del tiempo, manifestándolo con llorar y tiritar de frío, como lo hicieran los demás niños hombres puros. Entonces la cuidadosa Madre, usando del poder de Reina y Señora de las criaturas, mandó con imperio a los elementos que no ofendiesen a su mismo Criador, sino que le sirviesen de abrigo y refrigerio y que con ella ejecutasen el rigor. Sucedió así, como en las ocasiones que arriba dije (Cf. supra n.543, 544,590) del nacimiento y camino de Jerusalén, porque luego se templó el viento y cesó la cellisca sin llegar a donde estaban Hijo y Madre. Y en retorno de este amoroso cuidado, el infante Jesús mandó a sus ángeles que diesen a su amantísima Madre y la sirviesen de cortina, que la abrigasen del rigor de los elementos. Lo hicieron al punto, y formando un globo de resplandor muy denso y hermoso por extremo, encerraron en él a su Dios humanado y a la Madre y esposo, dejándolos más guarnecidos y defendidos que estuvieran con los palacios y paños ricos de los poderosos del mundo; y esto mismo hicieron otras veces en aquel desierto.

634. Pero les faltaba la comida y les afligía la necesidad que con humana industria era irreparable, y dejándolos llegar el Señor a este punto e inclinado a las peticiones justas de su esposa, los proveyó por mano de los mismos ángeles, porque luego les trajeron pan suavísimo y frutas muy hermosas y sazonadas y a más de esto un licor dulcísimo, y los mismos ángeles se lo administraron y sirvieron. Y después todos juntos hacían cánticos de gracias y alabando al Señor que da alimento a toda carne (Sal 135,25 (A.)) en tiempo que sea oportuno, para que los pobres coman y sean saciados (Sal 21,27 (A.)), porque sus ojos y esperanzas están puestos en su real providencia y largueza (Sal 144,15 (A.)). Estos fueron los platos delicados con que regaló el Señor desde su mesa a sus tres Peregrinos y desterrados en el desierto de Bersabé (3 Re 19,3 (A.)), que fue el mismo donde Elías huyendo de Jezabel fue confortado con el subcinericio pan que le dio el ángel del Señor para llegar hasta el monte Horeb. Pero ni este pan, ni el que antes le habían servido milagrosamente los cuervos con carnes que comiese a la mañana y a la tarde en el torrente de Carit, ni el maná que llovió del cielo a los israelitas (Ex 16,13 (A.)), aunque se llamaba pan de ángeles y llovido del cielo; ni las codornices que las trajo el viento áfrico, ni el pabellón de nube (Num 10,34 (A.)) con que eran refrigerados, ninguno de estos alimentos y beneficios se puede comparar con lo que hizo el Señor en este viaje con su Unigénito humanado, con la divina Madre y su esposo. No eran estos favores para alimentar a un profeta y pueblo ingrato y tan mal mirado, mas para dar vida y alimento al mismo Dios hecho hombre y a su verdadera Madre y para conservar la vida natural de donde estaba pendiente la eterna de todo el linaje humano y si este manjar divino era conforme a la excelencia de los convidados, así también el agradecimiento y correspondencia era excesiva y muy según la grandeza del beneficio. Y para que fuese todo más oportuno, siempre consentía el Señor que la necesidad llegase al extremo y que ella misma pidiese el socorro del cielo.

635. Se alegren con este ejemplo los pobres y no desmayen los hambrientos, esperen los desamparados, y nadie se querelle de la divina Providencia por afligido y menesteroso que se halle. ¿Cuándo faltó el Señor a quien espera en él? ¿Cuándo volvió su paternal rostro a los hijos contristados y pobres? Hermanos somos de su Unigénito humanado, hijos y herederos de sus bienes y también hijos de su Madre piadosísima. Pues, ¡oh hijos de Dios y de María Santísima!, ¿cómo desconfiáis de tales Padres en vuestra pobreza? ¿Por qué les negáis a ellos esta gloria y a vosotros el derecho de que os alimenten y socorran? Llegad, llegad con humildad y confianza, que los ojos de vuestros Padres os miran, sus oídos oyen el clamor de vuestra necesidad y las manos de esta Señora están extendidas al pobre y sus palmas abiertas al necesitado (Prov 31,20 (A.)). Y vosotros, ricos de este siglo, ¿por qué o cómo confiáis en solas vuestras inciertas riquezas (1 Tim 6,17 (A.)), con peligro de desfallecer en la fe y granjeando de contado gravísimos cuidados y dolores, como os amenaza el Apóstol? No confesáis ni profesáis en la codicia ser hijos de Dios y de su Madre, antes lo negáis con las obras y os reputáis por ilegítimos o hijos de otros padres, porque el verdadero y legítimo sólo sabe confiar en el cuidado y amor de sus padres verdaderos y les agravia si pone su esperanza en otros, no sólo extraños pero enemigas. Esta verdad me enseña la divina luz y me compele la caridad a decirla.

636. No sólo cuidaba el altísimo Padre de alimentar a nuestros peregrinos, pero también de recrearlos visiblemente para alivio de la molestia del camino y prolija soledad. Y sucedía algunas veces, que llegando la divina Madre a descansar y sentarse en el suelo con su infante Dios, venían de las montañas a ella mucho número de aves, como en otra ocasión dije (Cf. supra n.185), y con suavidad de gorjeos y variedad de sus plumas la entretenían y recreaban y se le ponían en los hombros y en las manos, para regalarse con ella. Y la prudentísima Reina las admitía y convidaba, mandándoles que reconociesen a su Criador y le hiciesen cánticos y reverencia en agradecimiento de que les había criado tan hermosas y vestidas de plumas para gozar del aire y de la tierra y con sus frutos las daba cada día su vida y conservación con el alimento necesario. A todo esto obedecían las aves con movimientos y cánticos dulcísimos, y con otros más dulces y sonoros para el infante Jesús le hablaba la amorosa Madre, alabándole, bendiciéndole y reconociéndole por su Dios y por su Hijo y Autor de todas las maravillas. A estos coloquios tan llenos de suavidad ayudaban también los santos ángeles, alternando con la gran Señora y con aquellas simples avecillas, y todo hacía una armonía más espiritual que sensible, de admirable consonancia para la criatura racional.

637. Otras veces la divina Princesa hablaba con el niño y le decía: “Amor mío y lumbre de mi alma, ¿cómo aliviaré yo vuestro trabajo? ¿Cómo excusaré vuestra molestia? Y ¿cómo haré que no sea penoso para vos este camino tan pesado? ¡Oh quién os llevara no en los brazos, sino en mi pecho y de él pudiera hacer blando lecho en que sin molestia fuerais reclinado!” Respondía el dulcísimo Jesús: “Madre mía querida, muy aliviado voy en vuestros brazos, descansado en vuestro pecho, gustoso con vuestros afectos y regalado con vuestras palabras.” Otras veces, Hijo y Madre se hablaban con el interior y se respondían, y estos coloquios eran tan altos y divinos que no caben en nuestras palabras. Al santo esposo José le alcanzaban muchos de estos misterios y consuelos, con que se le hacía fácil el camino y olvidaba sus molestias y sentía la suavidad y dulzura de su deseable compañía, aunque no sabía ni oía que el Niño hablaba sensiblemente con la Madre, porque este favor era para ella sola por entonces, como dije arriba (Cf. supra n.577), y en este modo prosiguieron nuestros desterrados su camino para Egipto.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima Señora nuestra.

638. “Hija mía, así como los que conocen al Señor saben esperar en él (Sal 9,11), así los que no esperan en su bondad y amor inmenso no tienen perfecto conocimiento de Su Majestad, y al defecto de la fe y esperanza se sigue el no amarle y luego poner el amor donde está la confianza, muy alto concepto y estimación. Y en este error consiste todo el daño y ruina de los mortales, porque de la bondad infinita que les dio el ser y conservación hacen tan bajo concepto, que por esto no saben poner en Dios toda su confianza, y desfalleciendo en ella falta el amor que le debían y le convierten a las criaturas y confían y aprecian en ellas lo que apetecen, que es el poder, las riquezas, el fausto y la vanidad. Y aunque los fieles pueden ocurrir a este daño con la fe y esperanza infusa, pero todos las dejan muertas y ociosas y sin usar de ellas se abaten a las cosas bajas: y unos esperan en las riquezas, si las tienen; otros las codician, sino las poseen; otros las procuran por camino y medios muy perversos; otros confían en los poderosos y los lisonjean y aplauden; con que vienen a ser muy pocos los que le quedan al Señor que le merezcan su cuidadosa providencia y se fíen de ella y le conozcan por Padre que cuida de sus hijos y los alimenta y conserva, sin desamparar a ninguno en la necesidad.

639. “Este engaño tenebroso ha dado al mundo tantos amadores y le ha llenado de avaricia y concupiscencia contra la voluntad y gusto del Criador y ha hecho desatinar a los hombres en lo mismo que desean o lo menos debían desear; porque todos comúnmente confiesan que desean las riquezas y bienes temporales para remediar su necesidad, y dicen esto porque no debían desear otra cosa, pero en hecho de verdad mienten muchos porque apetecen lo superfluo y no necesario, para que sirva no a la natural necesidad, sino a la soberbia del mundo. Pero si desearan los hombres sólo aquello que con verdad necesitan, fuera desatino poner su confianza en las criaturas y no en Dios, que con infalible providencia acude hasta a los polluelos de los cuervos (Sal 149,9), como si sus claznidos fueran voces que llaman a su Criador. Con esta seguridad no pude yo temer en mi destierro y larga peregrinación, y porque fiaba del Señor acudía su providencia en el tiempo del aprieto. Y tú, hija mía, que conoces esta gran providencia, no te aflijas sin modo en las necesidades, ni faltes a tus obligaciones por buscar medios para socorrerles, ni confíes en diligencias humanas ni en criaturas, pues habiendo hecho lo que te toca, el medio eficaz es fiar del Señor, sin turbarte ni alterarte y esperar con paciencia, aunque se dilate algo el remedio, que siempre llegará en el tiempo más conveniente y oportuno (Sal 144,15) y cuando más se manifieste el paternal amor del Señor; como sucedió conmigo y mi esposo en nuestra necesidad y pobreza.

640. “Los que no sufren con paciencia y no quieren padecer necesidad y los que se convierten a cisternas disipadas (Jer 2,13) confiando en la mentira y en los poderosos, los que no se satisfacen con lo moderado y apetecen con ardiente codicia lo que no han menester para la vida y los que tenazmente guardan lo que tienen para que no les falte, negando a los pobres la limosna que se les debe, todos éstos pueden temer con razón que les faltará aquello que no pueden aguardar de la Providencia divina, si ella fuera tan escasa en dar como ellos en esperar y en dar por su amor al necesitado; pero el Padre verdadero, que está en los cielos, hace que nazca el sol sobre los justos e injustos y da la lluvia sobre los buenos y los malos (Mt 5,45 (A.)) y acude a todos dándoles vida y alimento. Pero así como los beneficios son comunes a buenos y malos, así el dar mayores bienes temporales a unos y negarlos a otros no es regla del amor que Dios les tiene, porque antes quiere pobres a los escogidos y predestinados (Sant 2,5): lo uno, porque adquieran mayores merecimientos y premios; lo otro, porque no se enreden con el amor de los bienes temporales, porque son pocos los que saben usar bien de ellos y poseerlos sin desordenada codicia. Y aunque no teníamos este peligro mi Hijo Santísimo y yo, pero quiso Su Majestad con el ejemplo enseñar a los hombres esta divina ciencia en que les va la vida eterna.”

CAPITULO 24

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Llegan á Egipto los peregrinos Jesús, María y José con algún rodeo hasta la ciudad de Heliópolis y suceden grandes maravillas.

641. Ya toqué arriba (Cf. supra n.615) que la fuga del Verbo humanado tuvo otros misterios y más altos fines que retirarse de Herodes y defenderse de su ira, porque esto antes fue medio que tomó el Señor para irse a Egipto y obrar allí las maravillas que hizo, de que hablaron los antiguos profetas, y muy expresamente Isaías (Is 19,1 (A.)), cuando dijo que subiría el Señor sobre una nube ligera y entraría en Egipto y se moverían los simulacros de Egipto delante de su cara y se turbaría el corazón de los egipcios en medio de ellos, y otras cosas, que contiene aquella profecía y sucedieron por los tiempos del nacimiento de Cristo nuestro Señor. Pero dejando lo que no pertenece a mi intento, digo que, prosiguiendo su peregrinación Jesús, María y José en la forma que queda declarado, llegaron con sus jornadas a la tierra y poblados de Egipto. Y para llegar a tomar asiento en Heliópolis fueron guiados por los ángeles, ordenándolo el Señor, con algún rodeo, para entrar primero en otros muchos lugares donde Su Majestad quería obrar algunas maravillas y beneficios de los que había de enriquecer a Egipto. Y así gastaron en estos viajes más de cincuenta días, y desde Belén o Jerusalén anduvieron más de doscientas leguas, aunque por otro camino más derecho no fuera necesario caminar tanto a donde tomaron asiento y domicilio.

642. Eran los egipcios muy dados a la idolatría y supersticiones que de ordinario la acompañan y hasta los pequeños lugares de aquella provincia estaban llenos de ídolos; de muchos había templos y en ellos vivían varios demonios, a donde acudían los infelices moradores a adorarles con sacrificios y ceremonias ordenadas por los mismos demonios y les daban respuestas y oráculos a sus preguntas de que la gente necia y supersticiosa se dejaba llevar ciegamente. Con estos engaños vivían tan dementados y asidos a la adoración del demonio, que era menester el brazo fuerte del Señor que es el Verbo humanado para rescatar aquel pueblo desamparado y sacarle de la opresión en que le tenía Lucifer, más dura y peligrosa que en la que pusieron ellos al pueblo de Dios (Ex 1,6ss. (A.)). Para alcanzar este vencimiento del demonio y alumbrar a los que vivían en la región y sombra de la muerte (Lc 1,79) y que aquel pueblo viese la luz grande que dijo Isaías (Is 9,2 (A.)), determinó el Altísimo que el sol de justicia Cristo, a pocos días de su nacimiento, apareciese en Egipto en los brazos de su felicísima Madre y que fuese girando y rodeando la tierra para ilustrarla toda con la virtud de su divina luz.

643. Llegó, pues, el infante Jesús con su Madre y San José a la tierra poblada de Egipto, y al entrar en los lugares el niño Dios en los brazos de la Madre, levantando los ojos al cielo y puestas sus manos oraba al Padre y pedía por la salud de aquellos moradores cautivos del demonio y luego sobre los que allí estaban en los ídolos usaba de la potestad divina y real y los lanzaba y arrojaba al profundo, y como rayos despedidos de la nube salían y bajaban hasta lo más remoto de las cavernas infernales y tenebrosas. Al mismo punto con grande estrépito caían los ídolos, se hundían los templos y se arruinaban los altares de la idolatría. La causa de prodigiosos efectos era notoria a la divina Señora, que acompañaba a su Hijo Santísimo en sus peticiones como cooperadora en todo de la salud humana. San José también conocía que todas éstas eran obras del Verbo humanado y por ellas, con admiración santa, le bendecía y alababa. Pero los demonios, aunque sentían la fuerza del poder de Dios, no conocían de dónde salía aquella virtud.

644. Se admiraban los pueblos de los gitanos con tan impensada novedad, aunque entre los más sabios había alguna luz o tradición recibida de los antiguos, desde el tiempo que Jeremías (Jer 43,8-13 (A.)) estuvo en Egipto, de que un Rey de los judíos vendría a aquel reino y serían destruidos los templos de los ídolos de Egipto. Pero de esta venida no tenían noticia los del pueblo ni tampoco los sabios del modo cómo había de suceder, y así era común el temor y confusión de todos, porque se turbaron y temieron, conforme a la profecía de Isaías (Is 9,1). Con esta mutación, preguntándose unos a otros, llegaban algunos a nuestra gran Reina y Señora y a San José y con la curiosidad de ver los forasteros hablaban con ellos de la ruina de sus templos y dioses que adoraban. Y tomando ocasión de estas preguntas la Madre de la sabiduría comenzó a desengañar aquellos pueblos, dándoles noticia del verdadero Dios y enseñándoles que sólo él era único y Criador del cielo y de la tierra y el que debía ser sólo adorado y reconocido por Dios, y que los demás eran falsos y mentirosos y que no se distinguían de los maderos o barro o metales de que eran formados, ni tenían ojos ni oídos ni poder alguno, y que los mismos artífices los podían deshacer y destruir como los hicieron y también cualquiera otro hombre, porque todos eran más nobles y poderosos, y que las respuestas que daban eran de los demonios que en ellos estaban, mentirosos y engañosos, y no tenían virtud verdadera porque sólo Dios era verdadero.

645. Como la divina Señora era tan suave y dulce en sus palabras y ellas tan vivas y eficaces, su semblante tan apacible y amable y los efectos de sus pláticas eran tan saludables, con esto corría la voz de los forasteros y peregrinos en los lugares donde llegaban y concurría harta gente a verlos y a oírlos. Y como al mismo tiempo obraba la oración y petición del Verbo humanado y les granjeaba grandes auxilios y sucedía la novedad de arruinarse los ídolos, era increíble la conmoción de la gente y la mudanza de los corazones, convirtiéndose al conocimiento del verdadero Dios y haciendo penitencia de los pecados, sin saber de dónde ni por qué medio les venía este bien. Prosiguieron Jesús y María por muchos pueblos de Egipto, obrando estas maravillas y otras muchas, desterrando los demonios no sólo de los ídolos, sino también de muchos cuerpos que tenían poseídos, curando muchos enfermos de grandes y peligrosas enfermedades y alumbrando los corazones de varias gentes y catequizando y enseñando la divina Señora y San José el camino de la verdad y vida eterna. Y con estos beneficios temporales y otros a que tanto se mueve el vulgo ignorante y terreno, eran traídos muchos a oír la enseñanza y doctrina de la vida y salud de sus almas.

646. Llegaron a la ciudad de Hermópolis, que está hacia la Tebaida, y algunos la llaman ciudad de Mercurio. Había en ella muchos ídolos y demonios muy poderosos, y en particular asistía uno en un árbol que estaba a la entrada de la ciudad; que de haberle venerado los vecinos por su grandeza y hermosura, tomó ocasión el demonio para usurpar aquella adoración colocando su silla en aquel árbol. Y cuando llegó el Verbo humanado a su vista, no sólo dejó el demonio aquel asiento derribado al profundo, pero el árbol se inclinó hasta el suelo como agradecido de su suerte, porque aun las criaturas insensibles testificasen cuán tirano dominio es el de este enemigo. Y el milagro de inclinarse los árboles sucedió otras veces en el camino por donde pasaba su Criador, aunque no quedó memoria de todos, pero esta maravilla de Hermópolis perseveró muchos siglos, porque después las hojas y fruto de aquel árbol curaban de varias enfermedades. Y de este milagro escribieron algunos autores (Cf'., por ejemplo, Nicéforo (L.10 c.31), Sozomeno (L.5 c.20), Broccardo (Descriptio Terrae Sanctae, p.II c4), como también de otro de los que sucedieron en las ciudades por donde pasaban con la venida y habitación del Verbo encarnado y de su Madre Santísima en aquella tierra; como de una fuente que está cerca de El Cairo, donde la divina Señora cogió agua y bebió ella y el niño y lavó sus mantillas; que todo esto fue verdad, y hasta ahora ha durado la tradición y veneración de aquellas maravillas, no sólo entre los fieles que visitan los lugares santos, pero entre los mismos infieles que a tiempos reciben algunos beneficios temporales de la mano del Señor, o para justificar con ellos más su causa, o para que se conserve aquella memoria. También la hay de otros lugares donde estuvieron y obraron grandes maravillas, pero no es necesario hacer ahora aquí relación de ellas, porque su principal asistencia mientras estuvieron en Egipto fue en la ciudad de Heliópolis, que no sin misterio se llama Ciudad del Sol y ahora le dicen El Gran Cairo.

647. Escribiendo estas maravillas, pregunté a la gran Reina del cielo con admiración cómo con el niño Dios había peregrinado tantas tierras y lugares no conocidos, pareciéndome que por esta causa se habían aumentado mucho sus trabajos y penalidades. Me respondió Su Majestad: “No te admires de que para granjear tantas almas peregrinásemos mi Hijo Santísimo y yo, pues por una sola, si fuera necesario, rodeáramos todo el mundo si no hubiera otro remedio.” Pero si nos parece mucho lo que hicieron por la salud humana, es porque ignoramos el inmenso amor con que nos amaron y porque tampoco sabemos amar nosotros en retorno de esta deuda.

648. Con la novedad que sintió el infierno, viendo bajar a él tanto número de demonios arrojados con nueva y extraña virtud para ellos, se alteró mucho Lucifer y abrasándose en el fuego de su furor salió al mundo, discurriendo por muchas partes para investigar la causa de tan nuevos sucesos. Pasó por todo Egipto, donde habían caído los templos y altares con sus ídolos, y llegando a Heliópolis, que era mayor ciudad y por eso en ella había sido más notable la destrucción de su imperio, procuró saber y examinar con grande atención qué gente había en ella. Y no halló novedad en que topar, mas de que María Santísima había venido a aquella ciudad y tierra, porque del infante Jesús no hizo consideración juzgándole niño como los demás sin diferencia, porque él no la conocía. Pero como de las virtudes y santidad de la prudente Madre y Virgen había sido vencido tantas veces, entró en nuevos recelos, aunque le parecía poco una mujer para tan grandes obras, pero con todo eso determinó de nuevo perseguirla y valerse para esto de sus ministros de maldad.

649. Volvió luego al infierno y convocando un conciliábulo de los príncipes de tinieblas les dio cuenta de la ruina de los ídolos y templos de Egipto; porque los demonios, cuando salieron de ellos, fueron arrojados por el poder divino con tanta presteza, confusión y pena, que no percibieron lo que sucedía a los ídolos y lugares que dejaban, pero Lucifer, informándoles de todo lo que pasaba y que su imperio se iba destruyendo en todo Egipto, les dijo que no hallaba ni comprendía la causa de su ruina, porque sólo había topado en aquella tierra la mujer su enemiga así la llamaba el dragón a María Santísima, de cuya virtud, aunque conocía era muy señalada, no presumía tan grande fuerza como habían experimentado en aquella ocasión, pero con todo eso determinaba hacerle nueva guerra y que todos se previniesen para ella. Respondieron los ministros de Lucifer que estaban prontos para obedecerle y consolándole en su desesperado furor le ofrecieron la victoria, como si fueran sus fuerzas iguales a su arrogancia (Is 16,6).

650. Salieron juntas del infierno muchas legiones y se encaminaron para Egipto, a donde estaba la Reina de los cielos, pareciéndoles que si la vencían, sólo con este triunfo restauraban su pérdida y recuperarían todo lo que en aquel miserable reino les había quitado el poder de Dios, de quien sospechaban era instrumento María Santísima. Y pretendiendo llegarse a tentarla conforme a sus intentos diabólicos, fue cosa maravillosa que no pudieron acercarse a ella por más de dos mil pasos de distancia, porque los detenía ocultamente la virtud divina que reconocían salía de hacia la misma Señora. Y aunque Lucifer y los demás enemigos forcejaban y porfiaban, eran debilitados y detenidos como en fuertes prisiones que los atormentaban, sin poderse alargar a donde estaba la invictísima Reina mirándolo todo con el poder del mismo Dios en sus brazos y perseverando Lucifer en esta contienda, fue repentinamente otra vez lanzado en el profundo con todos sus escuadrones de maldad. Esta opresión y arruinamiento dio gran tormento y cuidado al dragón, y como en estos días, después de la Encarnación, se habían repetido algunas, como queda dicho (Cf , supra n.130,318,370,643), dio en sospechar si el Mesías era venido al mundo. Mas como le estaba oculto el misterio y él le aguardaba muy patente y ruidoso, quedaba siempre confuso y equivocado, lleno de furor y rabia que le atormentaba, y se desvanecía en inquirir la causa de su dolencia y cuanto más la discurría más la ignoraba y menos la conocía.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima.

651. “Hija mía, grande es y sobre todo bien estimable el consuelo de las almas fieles y amigas de mi Hijo Santísimo, cuando con fe viva consideran que sirven a un Señor que es Dios de los dioses y Señor de los señores, el que sólo tiene el imperio, la potestad y dominio de todo lo criado; el que reina y triunfa de sus enemigos. En esta verdad se deleita el entendimiento, se recrea la memoria, se goza la voluntad y todas las potencias del alma devota se entregan sin recelo a la suavidad que sienten con tan nobles operaciones; mirando a aquel objeto de bondad, santidad y poder infinito que de nadie tiene necesidad y de cuya voluntad pende todo lo criado. ¡Oh cuántos bienes juntos pierden las criaturas que olvidadas de su felicidad emplean todo el tiempo de la vida y sus potencias en atender a lo visible, amar lo momentáneo y buscar los bienes aparentes y falaces! Con la ciencia y luz que tienes, querría yo, hija mía, que te rescates de este peligro y que tu entendimiento y memoria se ocupen siempre con la verdad del ser de Dios. En este mar interminable te engolfa y anega, repitiendo continuamente: ¿Quién como Dios nuestro, que habita en las alturas y mira a los humildes en el cielo y en la tierra (Sal 112,5-6 (A.))? ¿ Quién como el que es todopoderoso y de nadie tiene dependencia, el que humilla a los soberbios y derriba a los que el mundo ciego llama poderosos, el que triunfa del demonio y le oprime hasta el profundo?

652. “Y para que mejor puedas dilatar tu corazón en estas verdades y cobrar con ellas mayor superioridad sobre los enemigos del Altísimo y tuyos, quiero que me imites según tu posible, gloriándote en las victorias y triunfos de su brazo poderoso y procurando tener alguna parte en las que quiere alcanzar siempre de este cruel dragón. No es posible que lengua de criatura, aunque sea de los serafines, declare lo que mi alma sentía, cuando miraba en mis brazos a mi Hijo Santísimo que obraba tantas maravillas contra sus enemigos y en beneficio de aquellas almas ciegas y tiranizadas de sus errores y que la exaltación del nombre del Altísimo crecía y se dilataba por su Unigénito humanado. Con este júbilo magnificaba mi alma al Señor y con mi Hijo Santísimo hacía nuevos cánticos de alabanza como Madre suya y Esposa del divino Espíritu. Tú eres hija de la Iglesia Santa y esposa de mi Hijo benditísimo y favorecida de su gracia, justo es que seas diligente y celosa en adquirirle esta gloria y exaltación, trabajando contra sus enemigos y peleando con ellos para que tu Esposo tenga este triunfo.”

CAPITULO 25

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Toman asiento en la ciudad de Heliópolis Jesús, María y José por voluntad divina; ordenan allí su vida el tiempo de su destierro.

653. Las memorias que en muchos lugares de Egipto quedaron de algunas maravillas que fue obrando en ellos el Verbo humanado, darían ocasión a los santos y otros autores para que escribiesen unos que estuvieron en una ciudad los desterrados y otros lo afirmasen de otras, pero todos pueden decir verdad y concordarse, hablando de diferentes tiempos en que estuvo en Hermópolis, en Menfis o Babilonia de Egipto y en Mataria, pues no sólo estuvo en estas ciudades, pero también en otras. Lo que yo he entendido es que habiendo discurrido por ellas llegaron a Heliópolis y allí tomaron su asiento, porque los santos ángeles que les guiaban dijeron a la divina Reina y a San José que en aquella ciudad habían de parar; donde, a más de la ruina de los ídolos y sus templos que sucedió con su llegada como en las demás, determinaba allí el Señor hacer otras maravillas para su gloria y rescate de muchas almas y que a los moradores de aquella ciudad según el feliz pronóstico de su nombre, que era Ciudad de Sol les saliese el sol de justicia y gracia que más copiosa les alumbrase. Y con este aviso tomaron allí posada común, y luego salió San José a buscarla, ofreciendo el pago que fuese justo, y el Señor dispuso que hallase una casa humilde y pobre pero capaz para su habitación y retirada un poco de la ciudad, como la deseaba la Reina del cielo.

654. Hallando, pues, este domicilio en Heliópolis, tomaron asiento en él. Y recogiéndose luego la divina Señora con su Hijo Santísimo y con su esposo José a este retiro, se postró en tierra besándola con profunda humildad y afectuoso agradecimiento y dio gracias al Altísimo por haber hallado aquel descanso después de tan molesta y prolija peregrinación, y a la misma tierra y elementos agradeció el beneficio de sustentarla a ella, que por su incomparable humildad se juzgaba siempre por indigna de todo lo que recibía. Adoró al ser inmutable de Dios en aquel puesto, enderezando a su culto y reverencia cuanto en él había de obrar. Interiormente hizo obsequio y sacrificio de sus potencias y sentidos y se ofreció a padecer pronta, alegre y diligente cuantos trabajos fuese servido el Todopoderoso de enviarle en aquel destierro, que su prudencia los prevenía y su afecto los abrazaba. Los apreciaba con la ciencia divina, porque con ella había conocido que en el tribunal divino son bien admitidos y que su Hijo Santísimo los había de tener por herencia y tesoro riquísimo. Y de este alto ejercicio y encumbrada habitación se humanó a limpiar y aliñar la pobre casilla con ayuda de los santos ángeles, buscando prestado hasta el instrumento con que limpiarla. Y aunque se hallaron nuestros divinos forasteros bastantemente acomodados de las pobres paredes de la casa, les faltaba todo lo demás de la comida y homenaje necesario para la vida. Y porque estaban ya en poblado faltó el regalo milagroso con que en la soledad eran socorridos por mano de los ángeles y los remitió el Señor a la mesa ordinaria de los más pobres, que es la limosna mendigada y habiendo llegado a sentir la necesidad y padecer hambre salió San José a pedirlo por amor de Dios, para que con tal ejemplo ni se querellen los pobres de su aflicción, ni se confundan de remediarla por este medio cuando no hallaren otro, pues tan temprano se estrenó el mendigar para sustentar la vida del mismo Señor de todo lo criado, para obligarse de camino a dar ciento por uno (Mt 19,29) de contado.

655. Los tres días primeros después que llegaron a Heliópolis, como tampoco en otros lugares de Egipto, no tuvo la Reina del cielo para sí y su Unigénito más alimentos de los que pidió de limosna su padre putativo José, hasta que con su trabajo comenzó a ganar algún socorro. Y con él hizo una tarima desnuda en que se reclinaba la Madre y una cuna para el Hijo, porque el santo esposo no tenía otra cama más que la tierra pura y la casa sin alhajas, hasta que con su propio sudor pudo adquirir algunas de las inexcusables para vivir todos tres. Y no quiero pasar en silencio lo que se me ha dado a conocer: que en medio de tan extremada pobreza y necesidades no hicieron memoria María y José Santísimos de su casa de Nazaret, ni de sus deudos ni amigos, de los dones de los Reyes que distribuyeron y los podían haber guardado. Nada de esto echaron menos, ni se querellaron de hallarse en tanto aprieto y desamparo, con atención a lo pasado y temor de lo futuro, antes en todo estuvieron con incomparable igualdad, alegría y quietud, dejándose a la divina providencia en su desabrigo y mayor pobreza. ¡Oh poquedad de nuestros infieles corazones!, ¡y qué de afanes tan turbados y penosos suelen padecer en hallándose pobres y con alguna necesidad! Luego nos querellamos que perdimos la ocasión, que pudimos prevenir o granjear este o aquel remedio, que si hiciéramos esto o aquello no nos viéramos en este o aquel aprieto. Todas estas congojas son vanas y estultísimas, por lo que no son de remedio alguno. Y aunque fuera bueno no haber dado causa a nuestros trabajos con las culpas que muchas veces los granjeamos, pero de ordinario sentimos el daño temporal adquirido y no el pecado por donde lo merecimos. Tardos y necios de corazón somos para percibir las cosas espirituales de nuestra justificación y aumentos de la gracia, y sensibles, terrenos y audaces para entregarnos a las terrenas y sus afanes. Reprensión severa es para nuestra grosería y terrenidad la de nuestros extranjeros.

656. La prudentísima Señora y su esposo se acomodaron con alegría, solos y desamparados de todo lo temporal, en la pobre casilla que hallaron. Y de tres aposentos que tenía, el uno se consagró para templo o sagrario donde estuviese el infante Jesús y con él su purísima Madre, y allí se pusieron la cuna y la tarima desnuda, hasta que después de algunos días, con el trabajo del santo esposo y la piedad de unas devotas mujeres que se aficionaron a la Reina, alcanzaron a tener alguna ropa con que abrigarse todos; otro aposento se destinó para el santo esposo, donde dormía y se recogía a orar; y el tercero servía de oficina y taller para trabajar en su oficio. Viendo la gran Señora la extremada pobreza en que estaban y que el trabajo de San José había de ser mayor para sustentarse en tierra donde no eran conocidos, determinó ayudarle trabajando también ella con sus manos para aliviarle en lo que pudiese. Y como lo determinó lo ejecutó, buscando labores de manos por medio de aquellas mujeres piadosas que comenzaron a tratarla aficionadas de su modestia y suavidad. Y como todo cuanto hacía y tocaba salía de sus manos tan perfecto, corrió luego la voz de su aliño en las labores y nunca le faltó en qué trabajar para alimentar a su Hijo hombre y Dios verdadero.

657. Para granjear todo lo que era necesario de comer, vestir San José, alhajar su casa, aunque pobremente, y pagar los alquileres de ella, le pareció a nuestra Reina que era bien gastar todo el día en el trabajo y velar toda la noche en sus ejercicios espirituales. Y esto determinó no porque tuviese alguna codicia, ni tampoco porque de día faltase un punto a la contemplación, porque siempre estaba en ella y en presencia del niño Dios, como tantas veces se ha dicho y siempre diré. Pero algunas horas que vacaba de día a especiales ejercicios quiso trasladarlos a la noche para trabajar más y no pedir ni esperar que Dios obrase milagro en lo que con su diligencia y añadiendo más trabajo se podía conseguir; porque en tales casos más pidiéramos milagro para comodidad que por necesidad. Pedía la prudentísima Reina al eterno Padre que su misericordia los proveyese de lo necesario para alimentar a su Hijo unigénito, pero juntamente trabajaba. Y como quien no fía de sí misma ni de su diligencia, pedía trabajando lo que por este medio nos concede el Señor a las demás criaturas.

658. Se agradó mucho el niño Dios de esta prudencia de su Madre y de la conformidad que tenía con su estrecha pobreza, y en retorno de esta fidelidad de Madre quiso aliviarla en algo del trabajo que había comenzado. Y un día desde la cuna le habló, y la dijo: “Madre mía, yo quiero disponer el orden de vuestra vida y trabajo corporal.” Se puso luego arrodillada la divina Madre, y respondió: “Amor dulcísimo mío y dueño de todo mi ser, yo os alabo y magnifico porque habéis condescendido con mi deseo y pensamiento que se encaminaba a que vuestra divina voluntad dirigiese mis pasos, enderezase mis obras a vuestro beneplácito y ordenase la ocupación que había de tener en cada hora del día según vuestro agrado. Y pues se ha humanado vuestra deidad y se dignado vuestra grandeza a condescender con mis anhelos, hablad, lumbre de mis ojos, que vuestra sierva oye.” (1Sam 3,10). Dijo el Señor: “Madre mía carísima, desde entrada la noche ésta era la hora que nosotros contamos por las nueve dormiréis y descansaréis algo; y de media noche hasta el amanecer os ocuparéis en los ejercicios de la contemplación conmigo y alabaremos a mi eterno Padre; luego acudiréis a prevenir lo necesario para vuestra comida y de José; después a darme a mí alimento y me tendréis en vuestros brazos hasta la hora de tercia, que me pondréis en los de vuestro esposo para alivio de su trabajo, y os retiraréis a vuestro recogimiento hasta la hora de administrarle la comida y luego volveréis a la labor. Y porque aquí no tenéis las Escrituras sagradas, cuya lección os era de consuelo, leeréis en mi ciencia la doctrina de la vida eterna, para que en todo me sigáis con perfecta imitación. Y orad siempre al eterno Padre por los pecadores.”

659. Con este arancel se gobernó María Santísima todo el tiempo que estuvo en Egipto. Y cada día daba el pecho al niño Dios tres veces, porque cuando le señaló la primera que había de darle, no le mandó que no se le diese otras veces, como desde el nacimiento lo hizo. Cuando la divina Madre hacía labor estaba siempre en presencia del infante Jesús de rodillas y entre los coloquios y conferencias que tenían era muy de ordinario, el Rey desde la cuna y la Reina desde su labor, hacer cánticos misteriosos de alabanza. Y si estuvieran escritos, fueran más que todos los salmos y cánticos que celebra la Iglesia y cuanto hoy hay escrito en ella, pues no hay duda que hablaría el mismo Dios por el instrumento de su humanidad y Madre Santísima con mayor alteza y admiración que por David, Moisés, María, Ana y todos los profetas. Y en estos cánticos siempre la divina Madre quedaba renovada y llena de nuevos afectos a la divinidad y eficaces anhelos a la unión con su ser inmutable, porque sola ella era la fénix que renacía en este incendio y el águila real que podía mirar al sol de la inefable luz de hito en hito y tan de cerca, a donde otra ninguna criatura pudo levantar el vuelo. Cumplía con el fin para cual que el Verbo divino tomó carne en sus virgíneas entrañas, de encaminar y llevar a su eterno Padre a las criaturas racionales. Y como entre todas era la sola que no la impedía el óbice del pecado ni sus efectos las pasiones ni apetitos, sino que estaba libre de todo lo terreno y gravamen de la naturaleza, volaba tras de su amado y se levantaba a encumbrada habitación y no paraba hasta llegar a su centro que era la divinidad. Y como siempre tenía a su vista el camino y luz que era el Verbo humanado y el deseo y afecto encaminado al ser inmutable del Altísimo, corría fervorosa a él y estaba más en el fin que en el medio, donde amaba más que donde animaba.

660. Dormía también algunas veces el niño Dios, presente la feliz y dichosa Madre para que también fuese verdad en esto lo que dijo: “Yo duermo y mi corazón vela.” (Cant 5,2) Y como para ella aquel cuerpo santísimo de su Hijo era viril purísimo y claro por donde miraba y penetraba el secreto de su alma deificada y sus operaciones, se miraba y se remiraba en aquel espejo inmaculado y era de especial consuelo a la divina Señora ver tan desvelada la parte superior del alma santísima de su Hijo en obras tan heroicas de viador y juntamente comprensor y al mismo tiempo dormir los sentidos con tanta quietud y rara hermosura del niño, estando todo lo humano unido a la divinidad hipostáticamente. De los afectos dulces y elevaciones inflamadas y obras heroicas que la Reina del cielo hacía en estas ocasiones, no basta para hablar nuestra lengua sin ofender la materia, pero donde faltan palabras obre la fe y el corazón.

661. Cuando era tiempo de dar a San José el alivio de tener al infante Jesús, le decía la divina Madre: “Hijo y Señor mío, mirad a vuestro fiel siervo con amor de hijo y de padre y tened vuestras delicias con la pureza de su alma tan sencilla y acepta a vuestros ojos.” Y al santo le decía: “Esposo mío, recibid en vuestros brazos al Señor que contiene en su puño todos los orbes del cielo y tierra, a quienes dio el ser por sola su bondad inmensa. Y aliviad vuestro cansancio con el que es la gloria de todo lo criado.” Este favor agradecía el santo con profunda humildad y solía preguntar a su esposa divina si se atrevería él a mostrar al niño alguna caricia. Y asegurado de la prudente Madre lo hacía y con este alivio olvidaba la molestia de su trabajo y todos se le hacían fáciles y muy dulces. Siempre que comían María Santísima y San José tenían consigo al infante, y en administrando la comida la divina Reina le recibía en sus brazos y comía con grande aliño teniéndole en ellos, y daba a su alma purísima dulcísimo y mayor alimento que al cuerpo, reverenciándole, adorándole y amándole como a Dios eterno sustentándole en sus brazos como a niño le acariciaba con cariño de madre afectuosa a hijo querido. No es posible ponderar la atención con que se ejercitaba en los dos oficios: de criatura para su Criador, mirándole según la divinidad Hijo del eterno Padre, como Rey de los reyes y Señor de los señores (Ap 19,16), Hacedor y Conservador de todo el universo; y como hombre verdadero en su infancia, para servirle y criarle. En estos dos extremos y motivos de amor era toda enardecida y encendida en actos heroicos de admiración, alabanza y afectuoso amor. En todo lo demás que obraban los dos divinos esposos, sólo puedo decir que eran admiración de los ángeles y que daban el lleno a la santidad y agrado del Señor.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima.

662. “Hija mía, siendo verdad como lo es que yo entré en Egipto con mi Hijo santísimo y mi esposo, donde ni conocíamos amigos ni deudos, en tierra de religión extraña, sin abrigo, amparo, ni socorro humano para alimentar a un Hijo que tanto amaba, bien se deja entender la tribulación y trabajos que padecimos, pues el Señor daba lugar a que nos afligieran. Y no puede caer en tu consideración la paciencia y tolerancia con que los llevamos, ni los mismos ángeles son suficientes a ponderar el premio que me dio el Altísimo por el amor y conformidad con que lo llevé todo más que si estuviera en suma prosperidad. Verdad es que me dolía mucho de ver a mi esposo en tanta necesidad y aprieto, pero en esta misma pena bendecía al Señor con alegría de padecerla. En esta nobilísima paciencia y pacífica dilatación quiero, hija mía, que me imites en las ocasiones que te pusiere el Señor y que en ellas sepas dispensar con prudencia del interior y exterior, dando a cada cual lo que debes en la acción y contemplación sin que una a otra se impidan.

663. Cuando les faltare a tus súbditas lo necesario para la vida, trabaja en buscarlo debidamente. Y en dejar tú la quietud propia alguna vez por esta obligación, no es perderla, y más con la advertencia que te he dado muchas veces para que por ninguna ocupación pierdas al Señor de vista, pues con su divina luz y gracia todo se puede hacer si eres cuidadosa sin turbarte. Y cuando por medios humanos se puede granjear debidamente, no se han de esperar milagros ni excusarse de trabajar a cuenta de que Dios lo proveerá y acudirá sobrenaturalmente, porque Su Majestad concurre con los medios suaves, comunes y convenientes y el trabajar el cuerpo es medio oportuno porque sirva con el alma y haga su sacrificio al Señor y adquiera su merecimiento en la forma que puede. Y trabajando la criatura racional, puede alabar a Dios y adorarle en espíritu y verdad (Jn 4,23). Y para que tú lo hagas, ordena todas tus acciones a su actual beneplácito y consúltalas con Su Majestad, pesándolas en el peso del santuario, teniendo atención fija a la divina luz que te infunde el Todopoderoso.

CAPITULO 26

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De las maravillas que en Heliópolis de Egipto obraron el infante Jesús y su Madre Santísima y San José.

664. Cuando Isaías dijo que entraría el Señor en Egipto sobre una ligera nube (Is 19,1) para las maravillas que en aquel reino quería obrar, en llamar nube a su Madre Santísima o, como otros dicen, a la humanidad que de ella tomó, no hay duda que con esta metáfora quiso significar que por medio de esta nube divina había de fertilizar y fecundar aquella tierra estéril de los corazones de sus habitadores, para que de allí adelante produjese nuevos frutos de santidad y conocimiento de Dios, como sucedió después que entró en ella esta nube celestial. Porque luego se dilató la fe del verdadero Dios en Egipto, se destruyó la idolatría, se abrió camino para la vida eterna, que hasta entonces le había tenido cerrado el demonio, tanto que apenas había en aquella provincia quien conociera la divinidad verdadera cuando llegó a ella el Verbo humanado. Y aunque algunos habían alcanzado esta noticia con la comunicación de los hebreos que había en aquella tierra, pero en este conocimiento mezclaban grandes errores, supersticiones y culto del demonio, como en otro tiempo lo hicieron los babilonios que vinieron a vivir a Samaria. Pero después que alumbró el sol de justicia a Egipto y la fertilizó la nube aliviada de toda culpa, María Santísima, quedó fecunda de santidad y gracia que dio copioso fruto por muchos siglos, como se vio en los santos que después produjo y en los ermitaños, en tanto número que hicieron destilar aquellos montes (Jn 3,18) y labrar dulcísima miel de santidad y perfección cristiana.

665. Para disponer el Señor este beneficio que prevenía a los egipcios, tomó asiento en la ciudad de Heliópolis, como queda dicho y entrando en ella, como era tan poblada y llena de ídolos, templos, altares del demonio y todos se hundieron con grande estruendo y pavor de los vecinos, fue grande el movimiento y turbación que padeció toda la ciudad con esta novedad impensada. Andaban todos como atónitos y fuera de sí, y juntándose la curiosidad de ver a los forasteros recién llegados, fueron muchos hombres y mujeres a hablar a nuestra gran Reina y al glorioso San José. La divina Madre, que sabía el misterio y voluntad del Altísimo, respondió a todos hablándoles muy al corazón, prudente, sabia y dulcemente, dejándolos admirados de su agrado incomparable, ilustrados con la altísima doctrina que les decía y con el desengaño que les daba de los errores en que estaban, y con curar de camino algunos enfermos de los que iban a ella los remediaba y consolaba de todas maneras. Se fueron divulgando de suerte estos milagros, que en breve tiempo vino tan gran concurso de gente a buscar a la forastera divina, que obligó a la prudentísima Señora a pedir a su Hijo Santísimo le ordenase lo que era su voluntad hiciese con aquella gente. El niño Dios la respondió que a todos los informase de la verdad y conocimiento de la divinidad y los enseñase su culto y cómo habían de salir de pecado.

666. Este oficio de predicadora y maestra de los egipcios ejercitó nuestra celestial Princesa como instrumento de su Hijo Santísimo que daba virtud a sus palabras. Y fue tanto el fruto que se hizo en aquellas almas, que fueran menester muchos libros si se hubieran de referir las maravillas que sucedieron y las almas que se convirtieron a la verdad en los siete años que estuvieron en aquella provincia, porque toda quedó santificada y llena de bendiciones de dulzura (Sal 20,4). Siempre que la divina Señora oía y respondía a los que venían a ella, tomaba en sus brazos al infante Jesús, como al que era autor de aquella gracia y de todas las que recibían los pecadores. Hablaba a todos como a cada uno según su capacidad había menester para percibir y entender la doctrina de la vida eterna. Dioles conocimiento y luz, no sólo de la divinidad y que Dios era uno solo e imposible haber muchos dioses, también les enseñó todos los artículos y verdades que tocaban a la divinidad y a la creación del mundo y luego les declaró cómo el mismo Dios lo había de redimir y reparar y les enseñó todos los mandamientos que tocan al decálogo, que son de la misma ley natural, y el modo con que debían dar culto a Dios y adorarle y esperar la Redención del género humano.

667. Los dio a entender cómo había demonios, enemigos del verdadero Dios y de los hombres, y los desengañó de los errores que tenían en esto con sus ídolos y con las respuestas fabulosas que les daban y los feísimos pecados a que los inducían y provocaban por ir a consultarlos y cómo después ocultamente los tentaban con sugestiones y movimientos desordenados. Y aunque la Señora del cielo era tan pura y libre de todo lo imperfecto, con todo eso, por la gloria del Altísimo y remedio de aquellas almas, no se dedignaba de disuadirlas de los pecados impuros y torpísimos en que estaba todo Egipto anegado. Les declaró también cómo el Reparador de tantos males que había de vencer al demonio, conforme a lo que de él estaba escrito era ya venido, aunque no les dijo que le tenía en sus brazos. Y porque mejor se admitiese toda esta doctrina y se aficionasen a la verdad, la confirmaba con grandes milagros, curando todo género de enfermedades y endemoniados que de diversas partes venían. Y algunas veces iba la misma Reina a los hospitales y allí hacía admirables beneficios a los enfermos. Y en todas partes consolaba a los tristes, aliviaba a los afligidos, remediaba a los necesitados y a todos los reducía con suave amor, los amonestaba con severidad apacible y los obligaba con ser su bienhechora.

668. En la cura de los enfermos y llagados se halló la divina Señora dudosa entre dos afectos: el uno el de la caridad que la obligaba a curar las llagas con sus manos propias; el otro del recato para no tocar a nadie. Y porque todo lo consiguiese como convenía, la respondió su Hijo Santísimo que a los hombres los curase con sólo palabras y amonestándolos, que así quedarían sanos, y a las mujeres podría curar con sus manos, tocando y limpiando sus llagas. y así lo hizo desde entonces, usando oficios de madre y enfermera, respectivamente, hasta que después, pasados dos años, comenzó también San José a curar enfermos, como diré; pero a las mujeres acudía más la Reina, con tan incomparable caridad que con ser la misma pureza y tan delicada, libre de enfermedades y pensiones de ellas, les curaba sus llagas por ulceradas que fuesen y las aplicaba con las manos los paños y vendas necesarias y así se compadecía como si en cada una de las enfermas padeciera sus trabajos. Y algunas veces sucedía que para curarlas pedía licencia a su Santísimo Hijo para dejarle de sus brazos y le reclinaba en la cuna y acudía a los pobres, donde por otro modo estaba el mismo Señor de los pobres con la caritativa y humilde Señora. Pero en estas obras y curas, es cosa admirable que jamás miraba la modestísima Señora al rostro de nadie hombre ni mujer. Y aunque la llaga estuviera en él, era tan extremado su recato, que por atender no pudiera después conocer a ninguno por la cara, si por otro medio no los conociera a todos con la luz interior.

669. Con los calores destemplados de Egipto y muchos desórdenes de aquella miserable gente, eran graves y ordinarias las enfermedades de aquella tierra. Y algunos años, de los que allí estuvieron el infante Jesús y su Santísima Madre, se encendió peste en Heliópolis y otros lugares. Y con estas causas y la fama de las maravillas que obraban, concurría mucha gente a ellos de toda la tierra y volvían sanos en el cuerpo y las almas. Y para que la gracia del Señor se derramase en ellos con mayor abundancia y la Madre piadosísima tuviese coadjutor en las misericordias que obraba como instrumento vivo de su Unigénito, determinó Su Majestad, a petición de la divina Señora, que San José también acudiese al ministerio de la enseñanza y a curar los enfermos, y para esto le alcanzó nueva luz interior y gracia de sanidad. Y al tercero año que estaba en Egipto, comenzó el santo esposo a ejercitar estos dones del cielo. Y él enseñaba, curaba y catequizaba de ordinario a los hombres y la gran Señora a las mujeres. Con estos beneficios tan continuos y la gracia y eficacia que estaba derramada en los labios de nuestra Reina (Sal 44,3), era increíble el fruto que hacían por la afición que todos sentían, rendidos a su modestia y atraídos de la virtud de su santidad. Le ofrecían muchos dones y haciendas para que se sirviese de ellas, pero jamás admitió cosa alguna para sí ni la reservó, porque siempre se alimentaron del trabajo de sus manos y de San José. Y cuando, tal vez, recibía alguna dádiva de quien Su Alteza conocía que era justo y conveniente, todo lo distribuía en los pobres y necesitados. Y sólo para este fin consentía con la piedad y consuelo de algunos devotos, y aun a éstos muchas veces les daba en retorno alguna cosa de las labores que hacía. De estas maravillosas obras se puede colegir cuáles y cuántas serían las que hicieron en Egipto por espacio de siete años que estuvieron en Heliópolis, porque todas en particular es imposible reducirlas a número y relación.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María Santísima.

670. “Hija mía, admiración te ha hecho el conocer las obras de misericordia que yo ejercitaba en Egipto, acudiendo a curar los pobres y enfermos de tantas enfermados para darles salud en el cuerpo y en las almas, pero entenderás cuánto se compadecía esto con mi recato y afecto a retirarme, si atiendes al inmenso amor con que mi Hijo Santísimo quiso ir luego en naciendo a remediar aquel reino y estrenar en sus moradores el fuego de caridad que ardía en su pecho para la salud de los mortales. Esta caridad me comunicó a mí y me hizo instrumento de la suya y de su poder, sin el cual no me atreviera por mí misma a tantas obras, porque siempre me inclinaba a no hablar ni comunicar a nadie, pero la voluntad de mi Hijo y Señor era mi gobierno en todo. Y de ti, amiga, quiero yo que a imitación mía trabajes en el bien y salud de tus prójimos, procurando seguirme en esto con la perfección y condiciones que yo obraba. No has de buscar tú las ocasiones, mas el Señor te las enviará, salvo cuando por alguna grande razón fuere necesario que tú te ofrezcas a ella. Pero en todas trabaja, advierte y alumbra a los que pudieres con la luz que tienes, no como quien toma oficio de maestra, sino como quien consuela y se compadece de los trabajos de sus hermanos y quiere aprender la paciencia en ellos, usando de mucha humildad y detención prudente junto con el uso de la caridad.

671. “A tus súbditas amonesta, corrige y gobierna, encaminándolas a la mayor virtud y agrado del Señor, porque después de obrarlo tú con perfección, el mayor será para Su Alteza que animes y enseñes a los demás según tus fuerzas y gracia que has recibido. Y por los que no puedes hablar, pide y clama por su remedio incesantemente, y con esto extenderás la caridad a todos. Y porque no puedes servir a los enfermos de fuera, recompénsalo en las de tu casa acudiendo a su servicio, regalo y limpieza por ti misma. Y en esto no te imagines superiora por el oficio de prelada, pues por él eres madre y lo has de mostrar en el cuidado y amor de todas, y en lo demás siempre has de ser menor en tu estimación. Y porque el mundo ordinariamente ocupa a los más pobres y despreciados en servir a los enfermos, porque como ignorante no conoce la alteza de este ministerio, por esto, yo te doy a ti como a pobre y la más inferior el oficio de enfermera para que imitándome le ejecutes.”

CAPITULO 27

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Determina Herodes la muerte de los inocentes, conócelo María Santísima y esconden a San Juan de la muerte.

672. Dejemos ahora en Egipto al infante Jesús con su Madre Santísima y San José santificando aquel reino con su presencia y beneficios que no mereció Judea, y volvamos a saber en qué paró la diabólica astucia e hipocresía de Herodes. Aguardó el inicuo rey la vuelta de los Magos y la relación que le harían de haber hallado y adorado al nuevo Rey de los judíos recién nacido, para quitarle inhumanamente la vida. Se halló burlado, sabiendo que los Magos habían estado en Belén con Maria y José Santísimos y que tomando otro camino estarían ya fuera de los fines de Palestina, que de todo esto fue informado, con otras cosas de las que en el templo habían sucedido; porque engañándose con su misma astucia, aguardó algunos días hasta que ya le pareció que los Reyes orientales tardaban y el cuidado de su ambición le obligó a preguntar por ellos. Consultó de nuevo algunos letrados de la ley y como concordaban lo que decían de Belén conforme a las Escrituras y lo que allí había sucedido, mandó con gran pesquisa buscasen a nuestra Reina con su niño dulcísimo y al glorioso San José. Pero el Señor, que les mandó salir de noche de Jerusalén, consiguientemente ocultó su viaje, para que nadie lo supiese ni hallase rastro alguno de su fuga. Y sin poderlos descubrir los ministros de Herodes ni otro alguno, le respondieron que no parecía tal hombre, mujer, ni niño en toda la tierra.

673. Se encendió con esto la indignación de Herodes (Mt 2,16), sin dejarle sosegar un punto y sin hallar medio ni remedio para atajar el daño que temía con el nuevo Rey. Pero el demonio, que le conoció dispuesto para toda maldad, le arrojó en el pensamiento grandes sugestiones para consolarle, proponiéndole que usase de su real poder y que degollase todos los niños de aquella comarca que no pasasen de dos años, porque entre ellos sería inexcusable topar con el Rey de los judíos que había nacido en aquel tiempo. Se alegró el tirano rey con este pensamiento que jamás cayó en otro bárbaro y le abrazó sin el temor y horror que pudiera causar tan cruenta acción en cualquier hombre racional. Y pensando y discurriendo cómo ejecutarlo a satisfacción y gusto de su ira, hizo juntar algunas tropas de milicia y con los ministros de mayor confianza que las gobernasen les mandó por graves penas que degollasen todos los niños que no tuviesen más de dos años en Belén y su comarca. Y como lo mandó Herodes se fue ejecutando y llenándose toda la tierra de confusión, de llantos y de lágrimas de los padres, madres y deudos de los inocentes condenados a muerte, sin que nadie lo pudiese resistir ni remediar.

674. Salió este impío mandato de Herodes a los seis meses del nacimiento de nuestro Redentor. Y cuando se comenzó a ejecutar, sucedió que nuestra gran Reina estaba un día con su Hijo Santísimo en los brazos y mirando a su alma y operaciones conoció en ella como en un claro espejo todo lo que pasaba en Belén, más claramente que si estuviera presente a los clamores de los niños y de sus padres. Vio también la divina Señora cómo su Hijo Santísimo pedía al Padre eterno por los padres y madres de los inocentes y que a los difuntos los ofrecía como primicias de su muerte y que, por ser sacrificados a cuenta del mismo Redentor, pedía se les diese uso de razón para que voluntariamente ofreciesen sus vidas y admitiesen la muerte en gloria del mismo Señor y les pagase con premios y coronas de mártires lo que padecían. Y todo lo concedió el Padre eterno, y lo conoció nuestra Reina en su Hijo unigénito y le acompañó e imitó en el ofrecimiento y peticiones que hacía, y a los padres y madres de los niños mártires acompañó también en el dolor y compasión por la muerte de sus hijos y ella fue la verdadera y primera Raquel que lloró a los hijos de Belén y suyos (Mt 2,17-18); y ninguna otra madre supo llorarlos como ella, porque ninguna supo ser madre como lo era nuestra Reina y Señora.

675. No tenía entonces noticia de lo que Santa Isabel había hecho para reservar a su hijo Juan, conforme al aviso que la misma Reina le había dado por el ángel cuando salieron de Jerusalén para Egipto, como arriba se dijo, (capítulo 22, núm. 623). Y aunque no dudaba se cumplirían en él todos los misterios que de su oficio de precursor había conocido por la divina luz, con todo eso, no sabía el cuidado y trabajo en que la crueldad de Herodes había puesto a la santa matrona Isabel y a su hijo, ni por qué medio se habrían defendido de ella. No se atrevió la dulcísima Madre a preguntar a su Hijo Santísimo este suceso, por la reverencia y prudencia con que le trataba en estas revelaciones, y con humildad y paciencia se aniquilaba y encogía. Pero Su Majestad la respondió al piadoso y compasivo deseo y la declaró cómo Zacarías, padre de San Juan, había muerto cuatro meses después de su virginal parto y casi tres después que Sus Majestades habían salido de Jerusalén, y que Santa Isabel, ya viuda, no tenía otra compañía más que la de su hijo y niño Juan y con él pasaba su soledad y desamparo, retirada en lugar apartado; porque, con el aviso que tuvo del ángel y viendo después la crueldad que comenzaba a ejecutar Herodes, se había resuelto a huir al desierto con su niño y habitar entre las fieras por apartarse de la persecución de Herodes, y que esta resolución había tomado Santa Isabel con impulso y aprobación del Altísimo y estaba oculta en una cueva o peñasco donde con trabajo y descomodidad grande se sustentaba a sí y a su niño Juan.

676. Conoció asimismo la divina Señora que Santa Isabel, después de tres años de aquella vida solitaria, moriría en el Señor y Juan quedaría en aquel lugar desierto, comenzando una vida angélica y solitaria, y que no se apartaría de allí hasta que por orden del Altísimo saliese a predicar penitencia como precursor suyo. Todos estos misterios y sacramentos manifestó el infante Jesús a su Madre Santísima, con otros ocultos y profundos beneficios que recibieron Santa Isabel y su hijo en aquel desierto. Y lo conoció todo por el mismo modo que le enseñó la muerte de los niños inocentes. Y con esta noticia quedó la divina Reina llena de gozo y compasión: lo uno, por saber que el niño Juan y su madre estaban en salvo, y lo otro, por los trabajos que en aquella soledad padecían; y luego pidió licencia a su Hijo Santísimo para cuidar desde allí de su prima Isabel y del niño Juan. Y desde entonces con voluntad del mismo Señor los enviaba frecuentemente a visitar con los ángeles que le servía y con ellos mismos le remitía algunas cosas de comida, que era el mayor regalo que tuvieron en aquel yermo el hijo y madre solitarios. Y por este medio de los ángeles tuvo con ellos continua y oculta correspondencia nuestra gran Señora desde Egipto. Y cuando llegó la hora de morir Santa Isabel le envió grande número de sus ángeles, para que la asistiesen y ayudasen junto con su niño Juan, que entonces era de cuatro años, y con los mismos ángeles enterró a su madre difunta en aquel desierto. Y desde entonces cada día envió la Reina a San Juan la comida, hasta que tuvo edad para sustentarse por su industria y trabajo con las yerbas y raíces y miel silvestre (Mc 1,6) con que vivió en tan admirable abstinencia, de que diré algo adelante (Cf. infra n.943).

677. Entre todas estas obras tan admirables, ni la lengua, ni el pensamiento de las criaturas pueden alcanzar los méritos y aumentos de santidad y gracia que acumulaba y congregaba María Santísima, porque de todo usaba con prudencia más que angélica. Y lo que la motivó a admiración, ternura y alabanza del Todopoderoso fue ver, cuando su Hijo Santísimo y la misma Señora pidieron por los niños inocentes al eterno Padre, cuán liberal anduvo su divina providencia con ellos, pues conoció como si estuviera presente el excesivo número que murieron y que a todos, con no tener los mayores más de dos años, otros ocho días, otros a dos meses y otros a seis y así entre todos más o menos, les fue concedido uso de razón y se les infundió altísimo conocimiento del ser de Dios y perfecta caridad, fe y esperanza, con que ejercitaron heroicos actos de fe, culto, reverencia, amor y compasión de sus padres; pidieron por ellos y en remuneración de su sentimiento que les diese el Señor luz y gracia para que procurasen los bienes eternos; admitían el martirio de voluntad, quedándose la naturaleza en la flaqueza de su edad pueril, con que sentían más sensiblemente y se aumentaba su merecimiento; multitud de ángeles los asistían y los llevaban al limbo o seno de Abrahán y con su presencia alegraron a los santos Padres, porque les confirmaron las breves esperanzas de su libertad. Todo esto fue efecto de las peticiones del niño Dios y oraciones de María Santísima. Y conociendo estas maravillas se enardecía en amor, y dijo: Laudate, pueri, Dominum” (Sal 112,1), y acompañándolos la Emperatriz de las alturas alabó al autor de tan magníficas obras, dignas de su bondad y omnipotencia. Sola María purísima las conocía y trataba con la sabiduría y ponderación que pedían, pero sola ella era la que sin ejemplo, siendo tan allegada al mismo Dios, conoció el grado y punto de la humildad y la tuvo en su perfección, porque, siendo ella la Madre de la pureza, inocencia y santidad, se humilló más que supieron humillarse todas las criaturas profundamente humilladas con sus mismas culpas. Sola María Santísima, entre todas las criaturas, alcanzó este género de humillarse a vista de los más altos beneficios y dones que todas juntas recibieron, porque sola ella penetró dignamente que la criatura no puede dar el retorno proporcionado a los beneficios y menos al amor infinito de donde se originan en Dios; y humillándose la divina Señora con esta ciencia medía con ella su amor, su agradecimiento y humildad y daba la plenitud a todo, en cuanto la criatura pura era capaz de dar digna retribución, sólo con conocer que ninguna de ellas es digna por otro modo.

678. En el fin de este capítulo quiero advertir que en muchas cosas de las que voy escribiendo me consta hay gran diversidad de opiniones entre los santos Padres y autores, como las hay sobre el tiempo en que Herodes ejecutó su crueldad con los niños inocentes y si fue con los recién nacidos o con los que tenían algunos días y no pasaban de dos años, y otras dudas en cuya declaración no me detengo, porque no es necesario para mi intento y porque yo escribo sólo aquello que se me va enseñando y dictando, o lo que la obediencia algunas veces me ordena que pregunte para tejer mejor esta divina Historia. Y en las cosas que escribo no convenía introducir disputas, porque desde el principio, como entonces dije (Cf. supra p.II n.l0), entendí del Señor que quería escribiese toda esta obra sin opiniones, sino con la verdad que la divina luz me enseñaría. Y el juzgar si lo que escribo tiene conveniencia con la verdad de la Escritura y con la majestad y grandeza del argumento que trato y si tienen las entre sí mismas conveniente consecuencia y conexión, todo esto lo remito a la doctrina de mis maestros y prelados y al juicio de los sabios y piadosos. La variedad de opiniones es casi necesaria entre los que escriben, gobernándose unos por otros autores y siguiendo los postreros a los que mejor les satisfacen de los antiguos; pero lo más de unos y otros, fuera de las historias canónicas, se funda en conjeturas o en autores dudosos, y yo no podía escribir por este orden, porque soy mujer ignorante.

Doctrina de la Reina del cielo María Santísima.

679. “Hija mía de lo que dejas escrito en este capítulo quiero que te sirva de doctrina el dolor y el escarmiento con que lo has escrito. El dolor, por conocer que la criatura noble y criada por la mano del Señor a su imagen y semejanza, con tan excelentes y divinas condiciones como conocer a Dios, amarle y ser capaz de verle y gozarle eternamente, se olvide tanto de esta dignidad y se deje envilecer y abatir a brutales y horribles apetitos, como derramar la sangre inocente de quien no podía hacer a nadie injuria, Esta compasión te ha de obligar a llorar la ruina de tantas almas, y más en el siglo que vives, donde la misma ambición que a Herodes ha encendido tan crueles odios y enemistades entre los hijos de la Iglesia, dando causa a la pérdida de infinitas almas y que la sangre de mi Hijo Santísimo, que se derramó en precio y rescate suyo, se malogre y pierda; llora este daño amargamente.

680. “Pero escarmienta en otros y pondera lo que puede una ciega pasión admitida en la concupiscible; porque si de lleno coge el corazón, o le abrasa en fuego de concupiscencia si ejecuta su deseo, o en el de la ira si no le puede conseguir. Teme, hija mía, este peligro, no sólo en lo que hizo la ambición de Herodes, sino también en lo que cada hora entiendes y conoces de otras personas. Y advierte mucho en no aficionarte a alguna cosa, por pequeña que te parezca, que para encender un gran fuego basta comenzar por una pequeñísima centella. Y en esta materia de mortificación de las inclinaciones te repito muchas veces esta doctrina y lo haré más en lo que resta, porque es la mayor dificultad de la virtud morir a todo lo deleitable y sensible, y porque no puedes tú ser instrumento en las manos del Señor, como Su Majestad lo quiere, si no borrases de tus potencias hasta las especies de toda criatura para que no hallen entrada a tu voluntad. Y para ti quiero que sea ley inviolable que todo lo que tiene ser, fuera de Dios y de sus ángeles y santos, sea como si para ti no fuese. Esta ha de ser tu profesión, y para eso te hace el Señor patentes sus secretos y te convida con su trato familiar e íntimo y yo con el mío, para que sin Su Majestad no vivas ni lo quieras.”

CAPITULO 28

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Habla el infante Jesús a San José cumplido un año y trata la Madre Santísima de ponerle en pie y calzarle y comienza a celebrar los días de la Encarnación y nacimiento.

681. En una de las conferencias y pláticas que tenían María Santísima y su esposo José de los misterios del Señor sucedió que un día, cumplido el primer año del infante Jesús, determinó Su Alteza romper el silencio y hablar en voz clara y formada al fidelísimo José, que hacía oficio de padre cuidadoso, como había hablado con la divina Madre desde el nacimiento, según arriba dije, capítulo 18, número 577. Y estando los dos santísimos esposos tratando del ser infinito de Dios y de la bondad que le había obligado a tan excesivo amor como enviar del cielo a su Unigénito para Maestro y Redentor de los hombres, dándole forma humana en que tratase con ellos y padeciese las penalidades de la naturaleza depravada, en esta meditación se admiraba mucho San José de las obras del Señor, encendiéndose en afectos de agradecimiento y alabanza de su amor. En esta ocasión el niño Dios, que estaba en los brazos de su Madre, haciendo de ellos la primera cátedra de maestro, habló a San José en voz inteligible, y le dijo: “Padre mío, yo vine del cielo a la tierra para ser luz del mundo y rescatarle de las tinieblas del pecado, y para buscar y conocer mis ovejas como buen pastor y darles pasto y alimento de vida eterna y enseñarles el camino para ella y abrir las puertas que por sus pecados estaban cerradas; quiero que seáis los dos hijos de la luz, pues la tenéis tan cerca.”

682. Estas palabras del infante Jesús, como llenas de vida y de eficacia divina, infundieron en el corazón del patriarca San José nuevo amor, reverencia y alegría. Se puso de rodillas a los pies del niño Dios con humildad profundísima y le dio gracias porque la primera palabra que le había oído pronunciar fue llamarle Padre. Le pidió a Su Majestad con muchas lágrimas que su luz divina le alumbrase y llevase al cumplimiento de su perfecta voluntad y le enseñase a ser agradecido a tan incomparables beneficios como recibía de su larga mano. Los padres que mucho aman a sus hijos reciben gran consuelo y gloria cuando en ellos descubren algún pronóstico de que serán sabios o grandes en las virtudes, y aunque no lo sean, con la natural inclinación que les tienen, suelen celebrar y encarecer mucho las pequeñeces que sus hijos hacen y dicen, porque todo esto puede el afecto tierno con los hijos pequeñuelos. Pero aunque San José no era padre natural del niño Dios, sino putativo, el amor que le tenía excedía sin medida a todo lo que los padres naturales han amado a sus hijos, porque en él fue la gracia y aun la naturaleza más poderosa que en otros y en todos los padres juntos: y por este amor y aprecio que tenía de ser padre putativo del infante Jesús, se ha de medir el júbilo de su alma purísima oyéndose llamar padre del Hijo del mismo Dios y eterno Padre y viéndole tan hermoso y lleno de gracia y que le comenzaba a hablar con tan alta doctrina y sabiduría.

683. Todo aquel año primero del niño Dios le había traído su dulcísima Madre envuelto en los fajos y mantillas que suelen estar los otros niños, porque en esto no quiso señalarse diferente, en testimonio de su verdadera humanidad y también del amor de los mortales por quienes padecía aquella molestia que pudo excusar. Y juzgando la prudentísima Madre que ya era tiempo oportuno de sacarle de los fajos y ponerle en pie, o calzarle, como acá dicen, puesta de rodillas delante del niño Dios que estaba en la cuna, le dijo: “Hijo mío y amor dulcísimo de mi alma y mi Señor, deseo como vuestra esclava ser puntual en daros gusto. Ya, lumbre de mis ojos, habéis estado mucho tiempo oprimido en las ligaduras de las fajas y en esto habéis hecho gran fineza de amor por los hombres, tiempo es ya que mudéis traje. Decidme, Dueño mío, ¿qué haré para poneros en pie?”

684. “Madre mía - respondió el infante Jesús, - por el amor que tengo a las almas que yo crié y vengo a redimir, no me han parecido molestas las ataduras de mi niñez, pues en mi edad perfecta he de ser atado, preso y entregado a mis enemigos y por ellos a la muerte. Y si esta memoria es dulce para mí por el gusto de mi eterno Padre, todo lo demás me será fácil. Mi vestido ha de ser sólo uno en este mundo, porque de él sólo quiero lo que me ha de cubrir, aunque todo lo criado es mío por haberle dado ser, pero lo entrego a los hombres para que más me deban y enseñarles también cómo por mi ejemplo y amor han de negar y despreciar todo lo que es superfluo para la vida natural. Me vestiréis, Madre mía, de una túnica talar, de color humilde y común; ésta sola llevaré y crecerá conmigo. Y ha de ser sobre la que en mi muerte se han de echar suertes, porque aun ésta no ha de quedar a mi disposición, sino de otros, para que vean los hombres que nací y quiero vivir pobre y desnudo de las cosas visibles, que como son terrenas oprimen y oscurecen el corazón humano. En el punto que fui concebido en vuestro virginal vientre, hice este dejamiento y renunciación de lo que encierra y contiene el mundo, aunque todo es mío por la unión de mi naturaleza humana a la persona divina, y no tuve otra acción en esto visible más de para ofrecerlo todo a mi eterno Padre renunciándolo por su amor, admitiendo sólo aquello que la vida natural pedía para darla después por los hombres. Con este ejemplo quiero enseñar y reprender al mundo para que ame la pobreza y no la desprecie, pues cuando yo, que soy señor de todo, lo desvío y renuncio todo, será confusión de los que me conocieren por la fe codiciar lo que yo enseñé a despreciar.”

685. Hicieron en la divina Madre las palabras del niño Dios admirables y diversos efectos; porque la memoria o representación de la muerte y prisiones de su Hijo Santísimo traspasó su corazón candidísimo y compasivo y la doctrina y ejemplo de tan extremada pobreza y desnudez la admiró y provocó de nuevo a su imitación. El amor inmenso a los mortales la inflamó también para agradecerlo al Señor por todos, y en esto hizo actos heroicos de muchas virtudes. Y conociendo que el infante Jesús no quería más vestido ni calzado, dijo a Su Majestad: “Hijo y Señor mío, no tendrá vuestra Madre corazón ni ánimo para en edad tan tierna poneros en el suelo los pies desnudos, admitid, amor mío, algún reparo en ellos que os defienda. Y también conozco que la vestidura áspera que me pedís, sin usar debajo otra de lienzo, ha de lastimar mucho vuestra delicada naturaleza y edad.” El infante Jesús la respondió: “Madre mía, admito para los pies alguna cosa pobre, hasta que llegue el tiempo de mi predicación, porque entonces la he de hacer descalzo; pero el lienzo no le quiero usar, porque es fomento de la carne y de muchos vicios en los hombres, y con mi ejemplo quiero enseñar a muchos que le renunciarán por mi imitación y amor.”

686. Puso luego la celestial Reina gran diligencia en cumplir la voluntad de su Santísimo Hijo y buscando lana natural y sin teñir la hiló por sus manos muy delgada y de ella tejió una tunicela de una vez y sin costura, al modo de lo que se hace de aguja, y más propiamente parecía a lo que llaman terliz, porque hacía un cordoncillo y no era como el paño liso. La tejió en un telarcillo, como las labores que llaman punto, sacándola toda de una pieza inconsútil misteriosamente. Y tuvo dos cosas milagrosas: la una, que salió toda igual y sin ruga; la otra, que se le mejoró y mudó el color natural a la lana, a petición y voluntad de la divina Señora, en el color entre morado y plateado perfectísimo, quedando en un medio que no se podía determinar a ningún color, porque ni parecía del todo morada, ni plateada, ni parda que llaman frailesco, y de todo tenía. Hizo también unas sandalias como alpargatas de un hilo fuerte, con que calzó al niño Dios, y a más de esto, hizo una media tunicela de lienzo para que le sirviese de paños de honestidad; y en el capítulo siguiente diré lo que sucedió al vestir al infante Jesús.

687. Se cumplió por entonces el año de los misterios de la Encarnación y natividad del Verbo divino respectivamente cada uno después que estaban en Egipto, y celebrando estos días tan festivos para la celestial Reina comenzó esta costumbre desde el primer año y la conservó toda la vida, como se verá en la tercera parte (Cf. infra p.III n.642ss) de los misterios que después fueron sucediendo. El de la Encarnación celebraba comenzando nueve días antes grandes ejercicios, en correspondencia de los nueve que precedieron, disponiéndola con tan admirables y grandes beneficios, como en el principio de esta segunda parte queda dicho (Cf supra n.4). Y el día que correspondía al de la Encarnación y anunciación convidaba a los santos ángeles del cielo con los de su guarda, para que la ayudasen a la celebración de estos magníficos misterios, a reconocer y dar dignas gracias al Altísimo. Y al mismo infante Jesús pedía postrada en tierra en forma de cruz, que por ella alabase al eterno Padre y le agradeciese lo que su divina diestra la favoreció y lo que hizo por el linaje humano dándole a su mismo Unigénito. Lo mismo repetía, cuando se cumplía el año de su virginal parto. Y estos días era la divina Señora muy favorecida y regalada del Altísimo, porque renovaba la continua memoria y reconocimiento de tan altos sacramentos. Y porque había tenido inteligencia de lo que obligaba al eterno Padre y le complacía el sacrificio de dolor que hacía postrada en tierra en cruz, con la memoria de que en ella había de ser clavado su divino Cordero, usaba de este ejercicio en todas las festividades, pidiendo se aplacase la divina justicia y solicitando misericordia para los pecadores. Y enardecida en el fuego de la caridad, se levantaba y daba fin a la celebración de las festividades con cánticos admirables que decía alternativamente con los ángeles santos, los cuales ordenaban capilla de celestial y sonora música con que decían su verso y respondía la Reina más dulcemente para los oídos de Dios que todos los coros de los encumbrados serafines y bienaventurados y con mayor aceptación, porque resonaban los ecos de sus excelentes virtudes hasta llegar al consistorio de la beatísima Trinidad y tribunal del ser de Dios eterno.

Doctrina que me dio la Reina y Señora del cielo.

688. “Hija mía, no puede tu capacidad ni de todas las criaturas juntas alcanzar perfectamente cuál fue el espíritu de pobreza de mi Hijo Santísimo y el que me enseñó a mí; pero de lo que yo te he manifestado a ti puedes conocer mucho de la excelencia de esta virtud que tanto amó su Autor y Maestro y de lo que aborreció el vicio de la codicia. No podía el Criador aborrecer las mismas cosas a que dio el ser, pero conoció con su inmensa sabiduría el incomparable daño que los mortales habían de recibir de la avaricia y codicia desordenada de las cosas visibles y que este insano amor había de pervertir la mayor parte de la naturaleza humana, y según la ciencia que tuvo del número de los pecadores y réprobos que perdería el vicio de la avaricia y codicia, así fue el aborrecimiento que les tuvo.

689. “Para ocurrir a este daño y prevenirle algún antídoto y medicina, eligió mi Hijo Santísimo la pobreza y la enseñó con palabra y ejemplo de tan admirable desnudez, y para que, si los mortales no se aprovechasen de este medicamento, tuviese justificada su causa el médico que les previno la salud y el remedio. Esta misma doctrina enseñé y ejercité yo en toda mi vida y con ella plantaron la Iglesia los apóstoles y lo mismo han hecho y enseñado los patriarcas y santos que la han reformado y la sustentan, porque todos han amado la pobreza, como medio único y eficaz de la santidad, y han aborrecido las riquezas, como incentivo de todos los males y raíz de los vicios (1 Tim 6,10). Esta pobreza quiero que ames y la busques con toda diligencia, porque es el ornato de las esposas de mi Hijo dulcísimo, sin el cual te aseguro, carísima, que las desconoce y repudia como desiguales y disímiles monstruosamente, pues no tiene proporción la esposa rica y abundante de superfluas alhajas con el esposo pobrísimo y destituido de todo, ni puede haber amor recíproco con tanta desigualdad.

690. “Y si como hija legítima quieres imitarme perfectamente según tus fuerzas, como lo debes hacer, claro está que yo, pobre, no te reconoceré por hija si tú no lo eres, ni amaré en ti lo que aborrecí para mí. También te advierto que no te olvides de los beneficios del Altísimo que tan largamente recibes, y si en esto no eres muy atenta y agradecida, con la misma gravedad y tardanza de la naturaleza vendrás con facilidad a caer en este olvido y grosería. Renueva cada día esta memoria repetidas veces, dando siempre gracias al Señor con afecto amoroso y humilde; y entre todos los beneficios son memorables haberte llamado y aguardado, disimulado y encubierto tus faltas, y sobre esto multiplicado tan repetidos favores. Este recuerdo causará en tu corazón efectos dulces de amor y fuertes para trabajar con diligencia y en el Señor hallarás gracia y nueva remuneración, porque se obliga mucho del corazón fiel y agradecido y por el contrario se ofende grandemente de que sus beneficios y obras no sean estimadas y agradecidas; porque como las hace con plenitud de amor, quiere ser correspondido con el retorno oficioso, leal y afectuoso.”

CAPITULO 29

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Viste la Madre Santísima al infante Jesús la túnica inconsútil y le calza, y las acciones y ejercicios que el mismo Señor hacía.

691. Para vestir al niño Dios la tunicela tejida con los paños y sandalias que la Madre misma había trabajado con sus manos, se puso la prudentísima Señora arrodillada en presencia de su dulcísimo Hijo y le habló de esta manera: “Señor altísimo, Criador de los cielos y de la tierra, yo deseaba vestiros, si fuera posible, según la dignidad de vuestra divina persona; también quisiera yo poder haber hecho el vestido que os traigo de la sangre de mi corazón, pero juzgo será de vuestro agrado por lo que tiene de pobre y humilde. Perdonad, Señor y Dueño mío, las faltas y recibid el afecto de este inútil polvo y ceniza y dadme licencia para que os le vista.” Admitió el infante Jesús el servicio y obsequio de su purísima Madre, y luego ella le vistió y le calzó y le puso en pie. La tunicela le vino a su medida hasta cubrirle el pie sin arrastrarle y las mangas le cubrían hasta la mitad de las manos, y de nada se tomó antes medida. El cuello de la túnica era redondo, sin estar abierto por delante, y algo levantado y ajustado casi a la garganta, y con ser así se le vistió su divina Madre por la cabeza del niño sin abrirle, porque la obedecía el vestido para acomodarle graciosamente a su voluntad. Y jamás se le quitó hasta que los sayones le desnudaron para azotarle y después para crucificarle, porque siempre fue creciendo con el sagrado cuerpo todo lo que era necesario. Lo mismo sucedió de las sandalias y de los paños interiores que le puso la advertida Madre. Y nada se gastó ni envejeció en treinta y dos años: ni la túnica perdió el color y lustre con que la sacó de sus manos la gran Señora y mucho menos se manchó ni ensució, porque siempre estuvo en un mismo ser. Y las vestiduras que depuso el Redentor del mundo (Jn 13,4) para lavar los pies a sus apóstoles, era un manto o capa que llevaba sobre los hombros, y éste le hizo también la misma Virgen después que volvieron a Nazaret, y fue creciendo como la túnica, y del mismo color, algo más oscuro, tejido de aquel modo

692. Quedó en pie el infante y Señor de las eternidades, que desde su nacimiento había estado envuelto en pañales y de ordinario en los brazos de su Madre Santísima. Pareció hermosísimo sobre los hijos de los hombres (Sal 44,3). Y los ángeles se admiraron de la elección que hizo de tan humilde y pobre traje el que viste a los cielos de luz y a los campos de hermosura. Anduvo luego por sus pies perfectamente en presencia de sus padres, porque con los de fuera se disimuló algún tiempo esta maravilla, recibiéndole la Reina en sus brazos cuando concurrían los extraños y de fuera de su casa. Fue incomparable el júbilo de la divina Señora y del santo esposo José viendo a su infante andar en pie y de tan rara hermosura. Recibió el pecho de su Madre purísima hasta cumplir año y medio y le dejó, y en lo restante comió siempre poco en la cantidad y en la calidad. Su comida era al principio unas sopillas en aceite y frutas o pescado, y hasta que fue creciendo le daba la Virgen Madre tres veces de comer, como antes la leche, a la mañana, tarde y a la noche. Jamás el niño Dios lo pidió, pero la amorosa Madre cuidaba con rara advertencia de darle a sus tiempos la comida, hasta que ya crecido comía a las mismas horas que los divinos esposos y no más. Así perseveró hasta la edad perfecta, de que hablaré adelante. Y cuando comía con sus padres, siempre aguardaban que el niño divino diese la bendición al principio y las gracias al fin de la comida.

693. Después que el infante Jesús andaba por sí mismo, comenzó a retirarse y estar solo algunos ratos en el oratorio de su Madre. Y deseando la prudentísima Señora saber la voluntad de su Hijo Santísimo en estar solo o con ella, la respondió el mismo Señor al pensamiento y la dijo: “Madre mía, entrad y estad conmigo siempre, para que me imitéis y copiéis respectivamente mis obras, porque en vos quiero que se ejecute y estampe la alta perfección que he deseado para las almas. Porque  ellas no hubieran resistido a mi primera voluntad de que fueran llenas de santidad y dones, los recibieran copiosísimos y abundantes, pero habiéndolo impedido el linaje humano, quiero que en vos sola se cumpla todo mi beneplácito y se depositen en vuestra alma los tesoros y bienes de mi diestra, que las demás criaturas han malogrado y perdido. Atended, pues, a mis obras, para imitarme en ellas.”

694. Con este orden se constituyó de nuevo la divina Señora por discípula de su Hijo Santísimo, y desde entonces entre los dos pasaron tantos y tan ocultos misterios, que ni es posible decirlos ni se conocerán hasta el día de la eternidad. Se postraba muchas veces en tierra el niño Dios, otras se ponía en el aire en cruz levantado del suelo y siempre oraba al Padre por la salud de los mortales. Y en todo le seguía y le imitaba su amantísima Madre, porque le eran manifiestas las operaciones interiores del alma santísima de su dulcísimo Hijo como las exteriores del cuerpo. De esta ciencia y conocimiento de María purísima he hablado algunas veces en esta Historia (Cf. supra n.481,534,546) y es fuerza renovar su memoria muchas, porque ésta fue la luz y ejemplar por donde copió su santidad, y fue tan singular beneficio para Su Alteza, que no le pueden comprender ni manifestar todas juntas las criaturas. No siempre tenía la gran Señora visiones de la divinidad, pero siempre la tuvo de la humanidad y alma santísima de su Hijo y de todas sus obras, y por especial modo miraba los efectos que resultaban en ella de las uniones hipostática y beatífica. Aunque en sustancia no siempre veía la gloria ni la unión, pero conocía los actos interiores con que la humanidad reverenciaba magnificaba y amaba a la divinidad a que estaba unida; y este favor fue singular en la Madre Virgen.

695. En estos ejercicios (Cf. infra n.848,912) sucedía muchas veces que el infante Jesús, a vista de su Madre Santísima, lloraba y sudaba sangre que antes del huerto sudó muchas veces y la divina Señora le limpiaba el rostro; y en su interior miraba y conocía la causa de aquella congoja, que siempre era la perdición de los réprobos, ingratos a los beneficios de su Criador y Reparador, y por haberse de malograr en ellos las obras del poder y bondad infinita del Señor. Otras veces le hallaba su Madre felicísima todo refulgente y lleno de resplandor y que los ángeles le cantaban dulces cánticos de alabanza, y conocía también que el eterno Padre se complacía de su Hijo único y dilecto (Mt 17,5). Todas estas maravillas comenzaron desde que el niño Dios estuvo en pie cumplido un año de edad, y de todas fue testigo sola su Madre Santísima, en cuyo corazón se habían de depositar (Lc 2,19) como en la que sola era única y escogida para su Hijo y Criador. Las obras con que acompañaba al infante Jesús, de amor, de alabanza, reverencia y gratitud, las peticiones que hacía por el linaje humano, todo excede a mi capacidad para decir lo que conozco; me remito a la fe y piedad cristiana.”

696. Crecía el infante Jesús con admiración y agrado de todos los que le conocían; y llegando a tocar en los seis años comenzó a salir de su casa algunas veces para ir a los enfermos y hospitales, donde visitaba a los necesitados y misteriosamente los consolaba y confortaba en sus trabajos. Conocíanle muchos en Heliópolis; y con la fuerza de su divinidad y santidad atraía a sí los corazones de todos, y muchas personas le ofrecían algunas dádivas y según las razones y motivos que con su ciencia conocía las recibía, o despedía, y dispensaba entre los pobres. Pero con la admiración que causaban sus razones llenas de sabiduría y su compostura modestísima y grave, iban muchos a dar el parabién y bendiciones a sus padres de que tenían tal Hijo. Y aunque todo esto era ignorando el mundo los misterios y dignidad de Hijo y Madre, con todo eso daba lugar el Señor del mundo, como honrador de su Madre Santísima, para que la venerasen en él y por él en cuanto era posible entonces, sin conocer los hombres la razón particular de darle la mayor reverencia.

697. Muchos niños de Heliópolis se llegaban a nuestro infante Jesús, como es ordinario en la igual edad y similitud exterior. Y como en ellos no había discurso ni malicia grande para inquirir ni juzgar si era más que hombre ni impedir la luz, se la daba el Maestro de la verdad a todos los que convenía y los informaba de la noticia de la divinidad y de las virtudes, los doctrinaba y catequizaba en el camino de la vida eterna más abundantemente que a los mayores. Y como sus palabras eran vivas y eficaces (Heb 4,12), los atraía y movía, imprimiéndolas en sus corazones de manera que cuantos tuvieron esta dicha fueron después grandes varones y santos, porque con el tiempo dieron el fruto de aquella celestial semilla sembrada tan temprano en sus almas.

698. De todas estas obras admirables tenía noticia la divina Madre; y cuando su Hijo Santísimo venía de hacer la voluntad de su eterno Padre, mirando por las ovejas que le encomendó, estando a solas se postraba la Reina de los ángeles en tierra, para darle gracias por los beneficios que hacía a los párvulos e inocentes que no le conocían por su Dios verdadero, y le besaba el pie como a Pontífice sumo de los cielos y de la tierra. Y lo mismo hacía cuando el niño salía fuera, y Su Majestad la levantaba del suelo con agrado y benevolencia de Hijo. Le pedía también la Madre su bendición para todas las obras que hacía, y jamás perdía ocasión en que no ejercitase todos los actos de virtud con el afecto y fuerza de la gracia. Nunca la tuvo vacía, sino que obró con toda plenitud, aumentando la que la daban. Buscaba muchos modos y medios para humillarse esta gran Señora, adorando al Verbo humanado con genuflexiones profundísimas, postraciones afectuosas y otras ceremonias llenas de santidad y prudencia. Y esto fue con tal sabiduría, que causaba admiración a los mismos ángeles que la asistían, y unos a otros, alternando divinas alabanzas, se decían: “¿Quién es esta pura criatura tan afluente de delicias (Cant 8,5) para nuestro Criador y su Hijo? ¿Quién es esta tan advertida y sabia en dar honra y reverencia al Altísimo, que en su atención y presteza se nos adelanta a todos con afecto incomparable?”

699. En el trato y conversación de sus padres, después que comenzó a crecer y andar este admirable y hermoso niño, guardaba más severidad que siendo de menos edad y cesaron las caricias más tiernas, aunque siempre habían sido con la medida que arriba se dijo, porque en su semblante mostraba tanta majestad de su oculta deidad, que si no la templara con alguna suavidad y agrado muchas veces causara tan gran temor reverencial que no se atrevieran a hablarle. Pero con su vista sentía la divina Madre y también San José eficaces y divinos efectos, en que se manifestaba la fuerza de la divinidad y su poder y asimismo que era Padre benigno y piadosísimo. Junto con esta grave majestad y magnificencia se mostraba Hijo de la divina Madre, y a San José le trataba como a quien tenía este nombre y oficio; así los obedecía (Lc 2,51) como hijo humildísimo a sus padres. Y todos estos oficios y acciones de severidad y obediencia, majestad y humildad, gravedad divina y apacibilidad humana las dispensaba el Verbo encarnado con sabiduría infinita, dando a cada uno lo que pedía, sin que se confundiesen ni encontrasen la grandeza con la pequeñez. Y la celestial Señora estaba atentísima a todos estos sacramentos y sola ella penetraba alta y dignamente lo que a pura criatura era posible las obras de su Hijo Santísimo y el modo que en ellas tenía su inmensa sabiduría. Y sería intentar un imposible querer con palabras declarar los efectos que todo esto hacía en su purísimo y prudentísimo espíritu y cómo imitaba a su dulcísimo Hijo copiando en sí misma una viva imagen de su inefable santidad. Las almas que se redujeron y salvaron en Heliópolis y en todo Egipto, los enfermos que curaron, las maravillas que obraron en siete años que fueron sus moradores, no se pueden reducir a número; tan dichosa culpa fue la crueldad de Herodes para Egipto; y tanta es la fuerza de la bondad y sabiduría infinita, que los mismos males y pecados ordena a grandes bienes y los saca de ellos, y si en una parte le arrojan y cierran la puerta para sus misericordias, llama en otras y hace que se las abran y le den entrada, porque la propensión que tiene a favorecer al linaje humano y su ardiente caridad no la pueden extinguir las muchas aguas de nuestras culpas e ingratitudes (Cant 8,7).

Doctrina que me dio la Reina de los cielos María Santísima.

700. “Hija mía, desde el primer mandato que tuviste de escribir esta Historia de mi vida, has conocido que entre otros fines del Señor, uno es dar a conocer al mundo lo que deben los mortales a su divino amor y al mío, de que viven tan insensibles y olvidados. Verdad es que todo se comprende y manifiesta en haberlos amado hasta morir en cruz por ellos, que fue el último término a que pudieron llegar los efectos de su inmensa caridad, pero a muchos ingratísimos les da hastío la memoria de este beneficio y para ellos y para todos sería nuevo incentivo y estímulo conocer algo de lo que hizo Su Majestad por ellos en treinta y tres años, pues cualquiera de sus obras fue de infinito aprecio y merece agradecimiento eterno. A mí me puso el poder divino por testigo de todo, y te aseguro, carísima, que desde el primer instante que fue concebido en mi vientre no descansó ni cesó de clamar al Padre y pedir por la salvación de los hombres. Y desde allí comenzó a abrazar la cruz, no sólo con el afecto, sino también con efecto en el modo que era posible, usando de la postura de crucificado en su niñez, y estos ejercicios continuó por toda la vida. Y en ellos le imité yo, acompañándole en las obras y peticiones que hacía por los hombres, después del primer acto que hizo de agradecer los beneficios de su humanidad santísima.

701. “Vean ahora los mortales si yo, que fui testigo y cooperadora de su salud, lo seré también en el día del juicio de cuán bien justificada tiene Dios su causa con ellos, y si justísimamente les negaré mi intercesión a los que han despreciado y olvidado neciamente tantos y tan suficientes favores y beneficios, efectos del divino amor de mi Hijo Santísimo y mío. ¿Qué respuesta, qué descargo, qué disculpa tendrán estando tan advertidos, amonestados e ilustrados de la verdad? ¿Cómo los ingratos y pertinaces han de esperar misericordia de un Dios justísimo y rectísimo, que les dio tiempo determinado y oportuno y en él los convidó, llamó, esperó y favoreció con inmensos beneficios, y todos los malograron y perdieron por seguir la vanidad? Teme, hija mía, este mayor de los peligros y ceguedades y renueva en tu memoria las obras de mi Hijo Santísimo y las mías y con todo fervor imitalas y continúa los ejercicios de la cruz con orden de la obediencia, para que tengas en ellos presentes lo que debes imitar y agradecer. Pero advierte que mi Hijo y Señor pudo, sin tanto padecer, redimir al linaje humano y quiso acrecentar sus penas con inmenso amor de las almas. La correspondencia debida a tal dignación ha de ser no contentarse la criatura con poco, como lo hacen de ordinario los hombres con infeliz ignorancia; añade tú una virtud y trabajo a otros, para que correspondas a tu obligación y acompañes a mi Señor y a mí en lo que trabajamos en el mundo, y todo ofrécelo por las almas, juntándolo con sus merecimientos en la presencia del Padre eterno.

CAPITULO 30

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Vuelven de Egipto a Nazaret Jesús, María y José por la voluntad del Altísimo.

702. Cumplió los siete años de su edad el infante Jesús estando en Egipto, que era el tiempo de aquel misterioso destierro destinado por la eterna sabiduría, y para que se cumpliesen las profecías era necesario que se volviese a Nazaret. Esta voluntad intimó el eterno Padre a la humanidad de su Hijo Santísimo un día en presencia de su divina Madre, estando juntos en sus ejercicios, y ella la conoció en el espejo de aquella alma deificada y vio cómo aceptaba la obediencia del Padre para ejecutarla. Hizo lo mismo la gran Señora, aunque en Egipto tenía ya más conocidos y devotos que en Nazaret. No manifestaron Hijo y Madre a San José el nuevo orden del cielo, pero aquella noche le habló en sueños el ángel del Señor, como San Mateo dice (Mt 2,19), y le avisó que tomase al niño y a la Madre y se volviese a tierra de Israel, porque ya Herodes y los que con él procuraban la muerte del niño Dios eran muertos. Tanto quiere el Altísimo el buen orden en todas las cosas criadas, que con ser Dios verdadero el niño Jesús y su Madre tan superior en santidad a San José, con todo eso no quiso que la disposición de la jornada a Galilea saliese del Hijo ni de la Madre Santísimos, sino que lo remitió todo a San José, que en aquella familia tan divina tenía oficio de cabeza; para dar forma y ejemplar a todos los mortales de lo que agrada al Señor que todas las cosas se gobiernen por el orden natural y dispuesto por su providencia y que los inferiores y súbditos en el cuerpo místico, aunque sean más excelentes en otras cualidades y virtudes, han de obedecer y rendirse a los que son superiores y prelados en el oficio visible.

703. Fue luego San José a dar cuenta al infante Jesús y a su purísima Madre del mandato del Señor y entrambos le respondieron que se hiciese la voluntad del Padre celestial. Y con esto determinaron su jornada sin dilación y distribuyeron a los pobres las pocas alhajas que tenían en su casa. Y esto se hizo por mano del niño Dios, porque la divina Madre le daba muchas veces lo que había de llevar de limosna a los necesitados, conociendo que el niño, como Dios de misericordias, la quería ejecutar por sus manos. Y cuando le daba su Madre Santísima estas limosnas, se hincaba de rodillas y le decía: [Tomad, Hijo y Señor mío, lo que deseáis, para repartirlo con nuestros amigos los pobres, hermanos vuestros.” En aquella feliz casa, que por la habitación de los siete años quedó santificada y consagrada en templo por el sumo sacerdote Jesús, entraron a vivir unas personas de las más devotas y piadosas que dejaban en Heliópolis; porque su santidad y virtudes les granjearon la dicha que ellos no conocían, aunque por lo que habían visto y experimentado se reputaron por bien afortunados en vivir donde sus devotos forasteros habían habitado tantos años. Y esta piedad y afecto devoto les fue pagada con abundante luz y auxilios para conseguir la felicidad eterna.

704. Partieron de Heliópolis para Palestina con la misma compañía de los ángeles que habían llevado en la otra jornada. La gran Reina iba en un asnillo con el niño Dios en su falda y San José caminaba a pie muy cerca del Hijo y Madre. La despedida de los conocidos y amigos que tenían fue muy dolorosa para todos los que perdían tan grandes bienhechores, y con increíbles lágrimas y sollozos se despedían de ellos, conociendo y confesando que perdían todo su consuelo, su amparo y el remedio de sus necesidades. Y con el amor que les tenían los egipcios a los tres, parecía muy dificultoso que los permitiesen salir de Heliópolis si no lo facilitara el poder divino, porque ocultamente en sus corazones sentían la noche de sus miserias con ausentárseles el sol que en ellas les alumbraba y consolaba. Antes de salir a los despoblados pasaron por algunos lugares de Egipto y en todos fueron derramando gracia y beneficios, porque no eran ya tan ocultas las maravillas hechas hasta entonces que no hubiese gran noticia en toda aquella provincia. Y con esta fama extendida por toda la tierra salían a buscar su remedio los enfermos, afligidos y necesitados y todos le llevaban en alma y cuerpo. Curaron muchos dolientes y expelieron gran multitud de demonios, sin que ellos conociesen quién los arrojaba al profundo, aunque sentían la virtud divina que los compelía y hacía tantos bienes a los hombres.

705. No me detengo en referir los sucesos particulares que tuvieron en esta jornada y salida de Egipto el infante Jesús y su beatísima Madre, porque no es necesario, ni sería posible sin detenerme mucho en esta Historia; basta decir que todos los que llegaron a ellos con algún afecto piadoso, más o menos salieron de su presencia ilustrados de la verdad y socorridos de la gracia y heridos del divino amor y sentían una oculta fuerza que los movía y obligaba a seguir el bien y dejando el camino de la muerte buscar el de la eterna vida. Venían al Hijo traídos del Padre (Jn 6,44 (A.)) y volvían al Padre enviados por el Hijo (Jn 14,6 (A.)) con la divina luz que encendía en sus entendimientos para conocer la divinidad del Padre, si bien la ocultaba en sí mismo porque no era tiempo de manifestarla, aunque siempre y en todos tiempos obraba divinos efectos de aquel fuego que venía a derramar y encender en el mundo (Lc 12,49 (A.)).

706. Cumplidos en Egipto los misterios que la divina voluntad tenía determinados y dejando aquel reino lleno de milagros y maravillas, salieron nuestros divinos peregrinos de la tierra poblada y entraron en los desiertos por donde habían venido. Y en ellos padecieron otros nuevos trabajos, semejantes a los que llevaron cuando fueron desde Palestina, porque siempre daba el Señor tiempo y lugar a la necesidad y tribulación para que el remedio fuese oportuno (Sal 144,15) y en estos aprietos se le enviaba él mismo por mano de los ángeles santos, algunas veces por el modo que en la primera jornada (Cf. supra n.634), otras veces mandándoles el mismo infante Jesús que trajesen la comida a su Madre Santísima y a su esposo, que para gozar más de este favor oía el orden que se les daba a los ministros espirituales y cómo obedecían y se ofrecían prontos y veía lo que traían; con que se alentaba y consolaba el santo Patriarca en la pena de no tener el sustento necesario para el Rey y Reina de los cielos. Otras veces usaba el niño Dios de la potestad divina, y de algún pedazo de pan hacía que se multiplicase todo lo necesario. Lo demás de esta jornada fue como tengo dicho en la primera parte, capítulo 22, y por esto no me ha parecido necesario repetirlo. Pero cuando llegaron a los términos de Palestina, el cuidadoso esposo tuvo noticia que Arquelao había sucedido en el reino de Judea por Herodes su padre (Mt 2,22), Y temiendo si con el reino habría heredado la crueldad contra el infante Jesús, torció el camino y sin subir a Jerusalén ni tocar en Judea atravesó por la tierra del tribu de Dan y de Isacar a la inferior Galilea, caminando por la costa del mar Mediterráneo, dejando a la mano derecha a Jerusalén.

707. Pasaron a Nazaret, su patria, porque el Niño se había de llamar Nazareno (Ib. 23), y hallaron su antigua y pobre casa en poder de aquella mujer santa y deuda de San José en tercer grado que, como dije en el tercero libro, capítulo 17, núm. 227, acudió a servirle cuando nuestra Reina estuvo ausente en casa de Santa Isabel, y antes de salir de Judea, cuando partieron para Egipto, la había escrito el santo esposo cuidase de la casa y de lo que dejaban en ella. Todo lo hallaron muy guardado, y a su deuda, que los recibió con gran consuelo por el amor que tenía a nuestra gran Reina, aunque entonces no sabía su dignidad. Entró la divina Señora con su Hijo Santísimo y su esposo José y luego se postró en tierra, adorando al Señor y dándole gracias por haberlos traído a su quietud, libres de la crueldad de Herodes y defendidos de los peligros de su destierro y de tan largas y molestas jornadas, y sobre todo de que venía con su Hijo Santísimo tan crecido y lleno de gracia y virtud (Lc 2,40).

708. Ordenó luego la beatísima Madre su vida y ejercicios con disposición del niño Dios, no porque en el camino se hubiese desordenado en cosa alguna, que siempre la prudentísima Señora continuaba respectivamente las acciones perfectísimas en el camino, a imitación de su Hijo Santísimo, pero estando ya quieta en su casa, tenía disposición para hacer muchas cosas que fuera de ella no era posible, aunque en todas partes la mayor solicitud era cooperar con su Hijo Santísimo en la salud de las almas, que era la obra encomendada del eterno Padre. Para este fin altísimo ordenó nuestra Reina sus ejercicios con el mismo Redentor y en ellos se ocupaban, como en el discurso de esta parte veremos. El santo esposo José dispuso también lo que tocaba a sus ocupaciones y oficio, para granjear con su trabajo el sustento del niño Dios y de la Madre y de sí mismo. Tanta fue la felicidad de este santo Patriarca, que si en los demás hijos de Adán fue castigo y pena condenarlos al trabajo de sus manos y al sudor de su cara (Gen 3,17-19 (A.)) para alimentar con él la vida natural, pero en San José fue bendición, beneficio y consuelo sin igual elegirle para que su trabajo y sudor alimentase al mismo Dios y a su Madre, cuyo es el cielo y tierra y cuanto en ellos se contiene.

709. El agradecer este cuidado y trabajo del Santo José tomó por su cuenta la Reina de los ángeles, y en correspondencia de esto le servía y cuidaba de su pobre comida y regalo con incomparable atención y cuidado, agradecimiento y benevolencia. Le estaba obediente en todo y humillada en su estimación como si fuera sierva y no esposa y, lo que más es, Madre del mismo Criador y Señor de todo. Se reputaba por indigna de cuanto tenía ser y de la misma tierra que la sustentaba, porque juzgaba que de justicia le debían faltar todas las cosas. Y en el conocimiento de haber sido criada de nada, sin poder obligar a Dios para este beneficio ni después, a su parecer, para otro alguno, fundó tanto su rara humildad, que siempre vivía pegada con el polvo y más deshecha que él en su propia estimación. Cualquiera beneficio, por pequeño que fuese, le agradecía con admirable sabiduría al Señor como a primer origen y causa de todo bien y a las criaturas como instrumentos de su poder y bondad: a unos porque le hacían beneficios, a otros porque se los negaban, a otros porque la sufrían, a todos se reconocía deudora y los llenaba de bendiciones de dulzura y se ponía a los pies de todos, buscando medios y artificios, arbitrios y trazas para que en ningún tiempo ni ocasión se le pasase sin obrar en todo lo más santo, perfecto y levantado de las virtudes, con admiración de los ángeles, agrado y beneplácito del Altísimo.

Doctrina que me dio la misma Reina del cielo.

710. “Hija mía, en las obras que el Altísimo hizo conmigo, mandándome peregrinar de unas partes y reinos a otros, nunca se turbó mi corazón ni se contristó mi espíritu, porque siempre le tuve preparado para ejecutar en todo la voluntad divina. Y aunque Su Majestad me daba a conocer los fines altísimos de sus obras, pero no era esto siempre en los principios, para que más padeciese, porque en el rendimiento de la criatura no se han de buscar más razones de que lo manda el Criador y que él lo dispone todo. Y sólo por estas noticias se reducen las almas, que sólo aprenden a dar gusto al Señor, sin distinguir sucesos prósperos ni adversos y sin atender a los sentimientos de sus propias inclinaciones. En esta sabiduría quiero de ti que te adelantes y a imitación mía y por lo que estás obligada a mi Hijo Santísimo recibas lo próspero y adverso de la vida mortal con una misma cara, igualdad de ánimo y serenidad, sin que lo uno te contriste ni lo otro te levante en vana alegría, y sólo atiendas a que todo lo ordena el Altísimo por su beneplácito.

711. “La vida humana está tejida con esta variedad de sucesos: unos de gusto y otros de pena para los mortales, unos que aborrecen y otros que desean; y como la criatura es de corazón limitado y estrecho, de aquí le nace inclinarse con desigualdad a estos extremos, porque admite con demasiado gusto lo que ama y desea y, por el contrario, se desconsuela y contrista cuando le sucede lo que aborrece y no quería. Y estas transmutaciones y vaivenes hacen peligrar a todas o muchas virtudes, porque el amor desordenado de alguna cosa que no consigue la mueve luego a apetecer otra, buscando en deseos nuevos el alivio de la pena en los que no consiguió, y si los consigue se embriaga y desmanda en el gusto de tener lo que apetecía, y con estas veleidades se arroja a mayores desórdenes de diferentes movimientos y pasiones. Advierte, pues, carísima, este peligro y atájale por la raíz, conservando tu corazón independiente y sólo atento a la divina providencia, sin dejarle inclinar a lo que apetecieres y te diere gusto, ni aborrecer lo que te fuere penoso. Y sólo en la voluntad de tu Señor te alegra y deleita, y no te precipiten tus deseos ni te acobarden tus temores de cualquier suceso, ni tampoco las ocupaciones exteriores te impidan ni te diviertan de tus santos ejercicios, y mucho menos el respeto y atención de criaturas, y en todo atiende a lo que yo hacía; sigue mis pisadas afectuosa y diligente.”